viernes, 31 de marzo de 2017

Inventarios, Pacheco historiador; adiós a Juan Bañuelos

La aparición de los tres tomos que seleccionan una parte significativa pero menor de la columna Inventario, que José Emilio Pacheco publicó en los últimos meses del Excélsior dirigido por Julio Scherer, y en Proceso desde su fundación hasta el fallecimiento de Pacheco, en enero de 2014, ha sido esperada desde el anuncio de que habría preventa en la feria del libro en Guadalajara; son tres tomos con cerca de 650 páginas cada uno, pero en un formato inusualmente mayor que el acostumbrado en Ediciones Era, del mismo tamaño que los Cuadernos de la cárcel, de Gramsci, aunque con caja más pequeña y letra más grande.
                No hay engaño: el título del libro respeta el nombre de la columna; no hay noticias de que vayan a recopilarse las columnas muy semejantes, prácticamente iguales, que publicó en México en la Cultura (aunque la mayoría fueron reseñas, más que columnas), la Revista de la Universidad de México (parte reseñas y crítica y parte columna), La Cultura en México, El Heraldo Cultural, Nexos, Plural, Letras Libres  y otras desperdigadas en alguna revista tipo Caballero y en otras publicaciones aparentemente dirigidas a un público femenino, pero con las mismas intenciones y la misma calidad que las que ahora se recopilan. Tuvieron diferentes nombres, casi todas mencionadas por Hugo J. Verani en La hoguera y el viento (UNAM, Era), ni consideradas tampoco en el Diccionario de Escritores Mexicanos, que en cambio incluye vida y obra de Julián Hernández, el más renombrado de los heterónimos de Pacheco. (Este diccionario excluye lo que no consideran cultural, y dejan fuera gran parte de la obra de muchos autores dignos de respeto sólo porque no se publicó en revistas culturales.) Además, colaboraciones esporádicas en otros diarios, revistas y suplementos. Si se llega a recoger todo puede igualar el número de volúmenes de las Obras completas de Alfonso Reyes. Y los no incluidos son los que más falta hacen, porque finalmente en las páginas electrónicas es posible consultar, guardar e imprimir prácticamente todo lo que publicó en Proceso.
                Hay una reacción que me toma por sorpresa: muchos lectores esperaban más ensayos sobre literatura que sobre historia, política y vida cotidiana; no es de asombrar: a los literatos no los consideran historiadores, aunque hayan hecho estudios notables y novedosos sobre estos aspectos; no sólo Pacheco: él mismo decía que a Fernando Benítez no lo tomaban en serio pese a sus libros sobre la Colonia y sobre la Revolución Mexicana, con el tema central de vida y obra de Lázaro Cárdenas. Y no son los únicos.
                Juntos, nos revelan un aspecto que se sale del esquema (los esquemas que limitan y reducen a fórmulas la obra de Pacheco, en especial la poesía “ready-made” y las lecturas unidimensionales de la narrativa, aspecto del que también me considero culpable, porque hasta que comencé la lectura de la tercera versión de Morirás lejos me di cuenta de guiños inequívocos sobre libros e influencias que no había visto, ni yo ni nadie).
                Muchos lectores de su poesía ven con menos interés la narrativa, y viceversa; menos observan los ensayos, y creo que han considerado más el periodismo cultural, quizá porque es más sencillo, y aplica la fórmula de Borges y Reyes, influencias notorias, de que el periodismo debe ser amable con el lector; en efecto, los inventarios y columnas semejantes hacen que el lector se sienta culto e inteligente.
                Pero el otro aspecto es el de historiador, pues no se limita a repetir y glosar historias conocidas o las poco conocidas: ahonda en hechos y personajes, encuentra explicaciones que, sutiles, otros pasan por alto, y que comprenden actitudes personales, amistades o rencores, situación económica, enamoramientos que influyen en el comportamiento en batallas, el entorno cultural que modifica el pensamiento de los protagonistas y, sobre todo, no juzga desde el presente, y muchas veces no juzga, sólo explica y juega a lo que pudo haber sido y no fue.
                Como historiador hace lo que otros no; por eso son tan entrañables estos inventarios, porque está el Pacheco al que hemos valorado por debajo de sus otras actividades.

Repito: se agradece la excelente redacción, la gramática amable, la consideración para con el lector a quien pone al tanto de lo que suele ignorarse; conecta la historia con la literatura, y a ésta con la política y con la sensualidad; como sucede con el periodismo, y es algo de lo que siempre estuvo consciente, hay hechos, datos, palabras, frases, observaciones, que envejecen o pasan de moda; en uno de los inventarios más recordados, “La vida en México durante el periodo presidencial de Rafael Baledón”, pierde actualidad no frente a los sucesos (Trump ha aparecido en 12 filmes, uno de ellos nada menos que de Woody Allen), sino frente a las personas; obviamente la referencia a Baledón le dice algo sólo a los cinéfilos de muy buena memoria, y a los que no son víctimas de Netflix, Blim y esas redes, para quienes el cine viejo es el de los años noventa; con el buen chiste de que Reagan sucumbe haciendo la prueba del añejo no muchos podrán recordar que antes de que John Gavin aceptara el cargo de embajador en México había filmado un comercial de ron Bacardi, cuya calidad la garantizaba su añejamiento; otra referencia cercana, la de Alcoholy Queen, asombrará a quien no se acuerde del comercial de Viejo Vergel, “como el viejo decía” (y que no hubo segunda campaña por culpa mía y de Antonio Flores González).
                La referencia a Elvira Luz Cruz es muy dramática, pero las averiguaciones posteriores muestran que el caso, sin dejar de ser dramático y atroz, tenía otras características que las que conoció Pacheco, y todos, en esas fechas.
                Hay algunas características de la edición que no se puede dejar de señalar: en el primer tomo, cuando Pacheco habla de décadas, dice “los treintas, los cincuentas”; en tomos posteriores ya los escribe en singular; abundan frases y títulos en que nombres propios son convertidos en adjetivos, y se hicieron correcciones injustificadas, y en cambio perpetuaron erratas que a Pacheco no le hubiera disgustado que se enmendaran. Igualmente, se actualizó la ortografía según recomendaciones de la RAE que Pacheco no aceptaba. Ausencias notables: notas al pie e índice de nombres (uno de temas hubiera abarcado mucho, sin gran utilidad); las notas de los editores hubieran puesto al lector en conocimiento de datos históricos (devaluaciones, asonadas, rumores que la gente tomó como reales, amasiatos de estrellas con políticos, y no por el mero chisme) que dieran contexto a inventarios que 40 años después llegan descontextualizados.
                Otra curiosidad; en el primer tomo Pacheco dice con alguna frecuencia “sino todo lo contrario”, que era como se decía que había dicho el presidente Echeverría acerca de la devaluación, o de inundaciones o de cualquier otro asunto; el rumor fue tan hondo que se sigue adjudicando la frase a Luis Echeverría, cuando en realidad la dijo el entonces secretario de Agricultura y Ganadería, Manuel Bernardo Aguirre, y fue “antes al contrario”, como cita Pacheco en los tomos posteriores; la corrección nada hubiera alterado, antes al contrario. Hay, sin embargo, asuntos inesperadamente actuales, como en el segundo inventario sobre Mussolini, que al definirlo a él y al fascismo parece que habla de Donald Trump o de dos o tres precandidatos a las elecciones de 2018, en el país y en la capital: igualitos.
                Abundan, desde luego, los inventarios que se refieren a la historia cultural y que siguen siendo indispensables, aportan datos que antes de Pacheco no eran de dominio público; se agradece también la inclusión de los que narran capítulos autobiográficos, en los que nos regala claves para entender su obra, cómo se conectan entre sí, y sus orígenes; como no son explícitos, seguimos repitiendo los lugares comunes y sus influencias, nada ocultas, no las acabamos de entrever, pero las dijo con claridad.
                Otra circunstancia; muchos inventarios son inolvidables, pero pueden leerse como si fueran nuevos; algunos, muy enclavados en una época, han perdido actualidad y se leen con gusto por la prosa y la inteligencia, no por el asunto tratado. Y recalco que para la mayoría de los lectores entusiastas para quienes Pacheco es uno de sus autores favoritos, si no el favorito (nótese que él no usaba la palabra “fan”), los inventarios quedaron en la memoria colectiva; se decía desde principios de los ochenta que Proceso se leía de atrás para adelante: “Boogey el Aceitoso”, “Inventario” y la columna de García Márquez, para rematar con el editorial más inteligente, el de Naranjo. Así, en las ausencias de Pacheco cuando viajaba al extranjero o porque terminaba un libro, se echaba de menos hasta que algún conocido anunciaba que ya había regresado; son pocas las que los lectores de entonces desconocemos, y para los lectores que conocieron la columna a finales de los noventa, casi todo es novedad y una aportación valiosa.
                En las palabras introductorias no se explica el criterio de la selección, sólo el más notorio, el cronológico, pero abundan los que se refieren a algún inventario no recopilado, lo que deja al lector con la obligación de buscarlo en la red, fácil de localizar pero no de leer (por la transcripción no pulcra); suponemos que los muchos que tienen coleccionadas todas las columnas, insistirán en que dejaron fuera algunas tan buenas como las incluidas. Por mi parte, me gustaría que además se compilaran, aunque fuera sólo para las redes, muchas de las que formaron la columna, con otro nombre y otras publicaciones. (De hecho, en la página de facebook José Emilio Pacheco: textos a la deriva, ha habido una recuperación asombrosa y loable de textos muy antiguos, de Estaciones, La Palabra y el Hombre —cuya historia y relación con Pacheco está por escribirse— y aún antes, y desde luego del Diorama y de La Cultura en México).


Uno se entera, con estupor y dolencia, del fallecimiento de Juan Bañuelos, un poeta excelente y magnífico amigo; en lo particular lo recuerdo en Editorial Novaro, siempre dispuesto a platicar, recomendar lecturas (sobre todo, de poesía religiosa), a chismear sobre amigos; nunca salí sin un paquete de cómics, obsequio suyo; allí me confió que una de sus grandes influencias o coincidencias fue José Hierro, al que me hizo leer de otra manera. Sus sonetos a la muerte del padre son extraordinarios; confieso que sólo una vez los pude leer en voz alta, aunque varias veces estuve a punto de que se me quebrara la voz. Pese a su temática social, a sus poemas sobre la muerte, sobre la iniquidad, sobre la represión, Bañuelos era simpático, afable, cordial, divertido.

El viernes 31 llegó, escueta, la noticia del fallecimiento de Rubén Amaro (Sr., le dicen las agencias gringas); hijo de Santos Amaro, que no llegó a las Ligas Mayores por el color de su piel, y padre de Rubén Amaro Jr., jardinero, asistente de gerente, luego gerente y ahora coach de tercera de los Medias Rojas (en preparación hacia su carrera como mánager), jugó unos pocos años en las Mayores; los cables resaltan que fue el ganador del Guante de Oro como short stop de los Filis de Filadelfia en 1964, pero olvidan decir que ese año logró la mayor hazaña, pues lo premiaron aunque era suplente de Boby Wine, un excelente parador en corto, y quien jugó 108 partidos en esa posición; Amaro estuvo en 79 juegos en el campo corto, 58 en primera base supliendo John Hernstein y a Frank Thomas, y algunos pocos juegos en tercera y en primera base, más uno en el jardín; aunque su porcentaje fue de .264 y empujó apenas 34 carreras, lo hizo en momentos clave, y fue la razón por la que su equipo peleó hasta el último día por el campeonato de la Liga Nacional, aunque terminó un juego abajo de los Cardenales de San Luis; pese a Johnny Callison, Dick (o Richie) Allen, Thomas, Vic Power, Wes Covington, Filis lo escogió como su jugador más valioso, y la Nacional lo recompensó: es el único suplente en ser Guante de Oro sin ser titular. Excelente fildeador, heredó de su padre la habilidad al campo y se la legó a su hijo. Aunque estuvo 12 años en las Mayores, prosiguió su carrera como coach, buscador, y entrenador de fildeo en las Menores con varios equipos, como los mismos Filis y los Oseznos de Chicago. Además, fue de los pocos seres de carne y hueso en aparecer en Chanoc, junto al sabio Monsiváis y a Carlos Albert, al que confundieron con el robot, Sócrates. Fue de mis primeros ídolos deportivos, y nunca he dejado de admirarlo


lunes, 20 de marzo de 2017

Antecedentes ilustres de los Inventarios

Aunque hay antecedentes ilustres, fueron los modernistas quienes dieron sello personal a las crónicas periodísticas; no sólo es que las arengas políticas habían perdido su furor, y las muy agudas visiones de la vida cotidiana de parte del magnífico par de ases de nuestra República Restaurada (Altamirano y Ramírez), y la mirada sobre la vida popular de parte de Prieto, se volvieron versiones personales de Gutiérrez Nájera, Luis G. Urbina, Nervo; don Artemio las convierte en banquetes deliciosos y revive las crónicas más cronométricas de González Obregón, aunque en ambos persista el afán histórico de perpetuar calles, avenidas, historias, leyendas, aunque no tanto anécdotas.
                ¿Qué queda de ellos? Trazos, apuntes, humor, minucias, en casi todos, magnífica prosa, pero se ha perdido el sabor por culpa del desconocimiento de cómo fue la vida cuando fue de veras vida.

Los dos más grandes prosistas de crónicas de los tres primeros cuartos de siglo de nuestro XX, que parece no terminar, son Alfonso Reyes y Salvador Novo, enemigos en muchos sentidos aunque en lo personal hayan sido tan amigos.
                Un muy alto porcentaje de los escritos que componen los XXVI tomos de las Obras de Alfonso Reyes en el Fondo de Cultura Económica fueron apuntes sobre escritores, libros, personajes, obras, lecturas, publicadas en revistas y periódicos de España, recogidos en volúmenes de prosa varia en diferentes editoriales, como Espasa-Calpe, y en México por Tezontle, El Colegio de México, Nuevo Mundo, Stylo, o en ediciones propias; en esas entregas periodísticas hay un afán por divulgar sabiduría en dosis digeribles; explicaciones sencillas sobre autores no particularmente difíciles, y difieren de sus ensayos eruditos para especialistas; un texto no recogido aún en las obras es ilustrativo: su explicación de la teoría de la relatividad de Einstein, en la que los que no son (somos) expertos en física encontramos la fórmula para entender de qué se trata, aunque Reyes no haya sido especialista y se le nota el esfuerzo por ponerla en manos de los ignaros porque él mismo se nota dubitativo.
                En esos ensayos breves encontramos erudición, pero al alcance de todos: antecedentes de autor y obra, alguna anécdota graciosa, exploración anatómica del texto, del lenguaje utilizado, y una síntesis que no aspira a ser totalizadora. Otros son breviarios sobre culturas antiguas, también con ese lenguaje didáctico que hace que los lectores se sientan inteligentes, aunque la inteligencia sea del autor. Son artículos que por su inteligencia y profundidad hemos calificado de ensayos, aunque el propio Reyes los haya dedicado a los tipógrafos de los diarios en que aparecieron primero, y a quienes agradeció la corrección de muchos de ellos, corrección de incorrecciones provocadas por la premura con que debía entregarlos, y que muchos de ellos fueron escritos en las mismas mesas de plomo en que se formaban antes los periódicos (y que pese a la premura, a que se trabajaba sin tiempo para muchas enmiendas, aparecían sin las erratas y los barbarismos actuales, tal vez porque los correctores han desaparecido de las redacciones). Aunque haya tratado muchos temas, fue posible para Reyes reunirlos en tomos temáticos; no hay que olvidar el título de una serie que alcanzó cinco tomos que abarcan casi 500 páginas del tomo IV de las Obras Completas: Simpatías y diferencias. Pero muchos, muchísimos otros, no son tan diferentes y sí muy afines.

El otro gran cronista fue Salvador Novo. No debemos limitarnos a los voluminosos tomos que abarcan la vida cotidiana de México, y en especial de la ciudad de México, y que fueron apareciendo en diversas revistas con diversos nombres desde el período presidencial de Manuel Ávila Camacho hasta la primera mitad del sexenio de Luis Echeverría Álvarez; estas crónica se refieren a la vida de Novo, pública y privada, aunque no a la íntima, que no ocultó, pero la publicó en poemas de circulación privada.
                Sin embargo, muchos de los escritos que nutrieron sus mejores libros (En defensa de lo usado, Ensayos, Continente vacío, Este y otros viajes, Las locas, el sexo y los burdeles y las notas varias que conforman el segundo volumen de Viajes y ensayos) son crónicas instantáneas de la vida cotidiana, de sucesos inesperados, de los milagros que irrumpen la vida diaria; apuntes sobre actores, cómicos, amigos; de la muerte de algún conocido, y que no están incluidos en la crónica masiva de La vida en México en el período presidencial de….
                ¿Qué hace a Novo un cronista privilegiado? No la acumulación de datos, anécdotas, no la información que empapa al lector de los antecedentes que explican lo que va a leer; esa erudición queda implícita, no explícita: le muestra al lector el hecho bruto, y éste tiene que digerirlo, entenderlo y explicárselo; Novo trata al hipócrita lector como su semejante, su hermano, que está igual de enterado que él, se trate de un asunto policial (el asesinato de unos hermanos millonarios que vivían como pordioseros; el fallecimiento, a distancia, de uno que quiso ser su maestro y Novo no se lo permitió; el estreno de la semana; la disputa de la semana —resuelta a bofetadas en las mejillas del autor—, un accidente del que, por una vez, no se atreve a burlarse).
                Sabiduría en cápsulas eruditas pero escritas con un lenguaje sencillo y tono vernáculo, veraz, cotidiano, a veces con un albur implícito; hay en esas crónicas un humor inesperado aunque el lector lo espera en tratándose de la fama y el prestigio del autor.

Éstos son los antecedentes de los Inventarios de José Emilio Pacheco, que en una apretada antología acaba de publicar en tres tomos Ediciones Era, y de la que hablaré en días próximos.

Aparte, quiero denunciar a la recepcionista de Benjamín, nuestro dentisto, quien al devolverme la credencial que debo depositar para que se me facilite el ingreso al consultorio, me dijo que había salido muy guapo en la fotografía.
                También a la maquillista que me quita lo brilloso del rostro antes de entrar al aire, y quien, al finalizar la tarea, me dijo, delante de Lourdes, que me había dejado muy guapo.
                También, a nuestra amiga Rosa Montero, quien en alguna dedicatoria nos ha puesto a Lourdes y a mí el adjetivo de guapos.
                A Cristina Pacheco y a Diego, quienes cada vez que se encuentran se califican mutuamente de guapos.
                A (a destiempo) los Churumbeles de España, que no sólo espetaron el adjetivo de Guapa a una protagonista que estaba que se caía, que detenía el tránsito, sino que lo repitieron (guapa, guapa, guapa, tres veces guapa) hasta hacerlo acoso.
                A Carlos Pellicer que dijo, a manera de metáfora, que hay azules que se caen de morados (y si no lo entienden, que no denuncien).
                A Jim Morrison, quien dijo de alguien Don't ya love her as she's walkin' out the door.



domingo, 12 de marzo de 2017

De las impugnaciones a la llamada constitución; de los teléfonos portátiles y sus inconvenientes; de la feria de libros; de la dignidad en el llamado deporte

En uno de sus “estudios de mujer”, de los que escribió varios, Balzac dice que los polacos defienden las tan escasas vocales de su vocabulario. Eso no lo tomó en cuenta el “jefe” de “gobierno” cuando decidió, sin motivo alguno, suprimir las nueve vocales de Ciudad de México y las seis de Distrito Federal para que gesticulemos y gruñamos un impronunciable CDMX que no sabemos si reporte beneficios, porque más que nombre parece logotipo con derechos de autor. De una vez se lo decimos: no acataremos esa orden absurda, y no nos resignamos a ser provincianos (aunque muchas calles de la ciudad están peores que en muchas ciudades de provincia, y el tránsito, semejante al de Puebla o de Guadalajara y cerca del de Grecia).
                Varias instancias, todas respetables, impugnan la llamada constitución de cdmx, con razones válidas, entre otras, que algunos de los llamados artículos se oponen a la Constitución Federal; otros, al sentido común; valdría la pena que la llamada Academia Mexicana de la Lengua se sumara a las impugnaciones: ¿qué es eso de seres sintientes?, ¿qué se proponen con la validación de redundancias como “adultos mayores”?, ¿cómo en una constitución que propone la igualdad hace distinciones entre niños y niñas, hombres y mujeres?, ¿cómo validan anglicismos denigrantes cuando hay palabras perfectamente descriptivas para situaciones de excepción, como las destinadas para los que necesitamos ayuda externa para la vida cotidiana? Y el “jefe” de “gobierno” agarra y dice que mejor la Constitución Federal copie ésta, tan incompleta, tan desigual, tan inicua, tan pésimamente redactada.

Si es verídica la información que circula en las redes sociales, la primera línea telefónica en México se instaló en 1878; doce años después, 1100 residencias tenían línea telefónica; pocos meses antes del estallido del Movimiento Estudiantil de 1968, es decir, 90 años después de la llegada del teléfono a México, el presidente Díaz Ordaz hizo una de sus escasas llamadas a una residencia  particular para felicitarla porque le habían instalado la línea un millón; casi medio siglo años después se calcula que hay poco menos de 20 millones, incremento que se debe a la mejor tecnología, a que el precio de contratación bajó muchísimo, a la disponibilidad de más líneas; de cualquier manera 20 millones de líneas para más de 114 millones de habitantes habla de privilegios que no están al alcance de todos; pero el decremento en el crecimiento se debe también a lo barato que es tener un teléfono portátil (celular es un adjetivo equívoco, equivalente a la incorrección de nombrar computadora a las computadoras, porque las usamos para correo electrónico, para consultas en las enciclopedias computarizadas e inexactas o cuando menos imprecisas y muchas veces falsas, para ver videos comprometedores, y como veloz y cómoda máquina de escribir –es peor decirles ordenadores, pues). Ahora más del 80 por ciento de la población tiene teléfono portátil, y algunos hasta dos, uno de la oficina y otro propio (o uno propio y otro impuesto por una pretendienta celosa). Y uno duda de las cuentas del INEGI acerca de la pobreza, no porque como dicen los malquerientes hay más pobres de los que reconocemos, sino porque me niego a incluir entre la pobreza extrema a los ambulantes, las marías, los pordioseros, que traen un teléfono portátil con todo y cámara fotográfica. (Tampoco entran en las estadísticas los que pasean perros a 60 pesos la hora, y hay quienes llevan de diez a veinte perros; son paseadores adolescentes o jóvenes –¿cómo saber la diferencia si nos atenemos a la llamada constitución de la cdmx? Ésos, desde luego, no caben la promesa de López Obrador de darles otra chamba, con menos salario y más obligaciones. Y hablando de ignorantes, ¿por qué ningún especialista le aclaró a Trump qué significa la deuda interna y por qué ninguna acción de ningún presidente hace que baje o suba? ¿Ón tan los especialistas?)
                Se cuenta que cuando llegó la telefonía a Italia (hay que recordar cómo eran los aparatos, lo cual puede verse en algunas películas: un tronco delgado y largo en uno de cuyos extremos estaba la bocina, y aparte, pero atado con un cable delgado, un pequeño auricular; se tomaba el tronco con la mano izquierda y con la derecha se llevaba el auricular al oído –excepto los zurdos y los ambidextros, que presumimos de ser zurdos sin serlo), le explicaban a los italianos que con ese aparato podían comunicarse con gente a distancia; preguntaban cómo, y al explicarle cómo se tomaba, dicen que exclamaban: ¿se toma con las dos manos, y entonces cómo hacemos para hablar? –característica que no han perdido: manotear cuando hablan, como puede verse en Comisario Montalbano).
                La llegada de la telefonía portátil ha expuesto un vicio o una enfermedad que los teléfonos fijos ocultaban: nuestra dependencia a estar hablando con alguien en vez de leer, oír música, ver series buenas y películas por televisión, platicar o copular; desde endenantes: un vecino nos llamaba para que le avisáramos a su esposa que llegaría tarde o que comprara algo, porque cuando marcaba a su casa sonaba ocupado y cuando no estaba ocupada la línea, era porque la esposa no estaba en la casa; cuando un editor en el Fondo de Cultura Económica salió para ocupar un puesto diplomático, en la fiesta de despedida alguien explicó: “no perdemos un amigo, ganamos un teléfono”, y era un chiste muy socorrido: las adolescentes monopolizaban el teléfono; y luego, las casadas, para quejarse más libremente. Pero no todas: muchos hombres, tal vez en mayor número, también hablaban muchísimo, fuera por negocios o por quejarse del trabajo y de la vida cotidiana; los escritores comprometidos, y también los ya casados, sostenían largas conversaciones para sustituir los fajes y las promesas.
                La última vez que abordé un autobús (cuyos conductores desmienten al “jefe” de “gobierno” con su impericia, su conducción a mayor velocidad de la que tienen permitido conducir, con su descortesía, y con su voluntariosa manera de permitir ascenso y descenso de pasaje o, como ellos dicen, su carga), la mitad de los usuarios iban hablando, leyendo o mandando textos y mensajes. No importaría si sólo fueran los pasajeros, también lo hacen los conductores, los conductores del STP (Metro, para que lo entienda el “jefe” de “gobierno”), los conductores de autos particulares en porcentaje cercano a la mitad de quienes circulan; también, los peatones que no advierten que por atender su teléfono portátil descuidan todo lo demás; lo más grave: también  hablan mientras conducen bicicletas de pedales o de motor, con el agravante de que lo hacen en sentido contrario, sobre banquetas y pasándose los altos.
                Lo de menos es lo que dicen en voz alta: “nomás voy al cajero y saco lana y te caigo”; “fui al cajero y saqué cuatro varos” y otras indiscreciones por el estilo, que los ponen en peligro de ser asaltados, secuestrados o enamorados por goteras; claro, es más divertido cuando cuentan que las cachó el novio o el amante o el esposo cuando estaba a punto de ponerle el cuerno (¿en qué momento pasó a singular lo que era en plural, porque describía el acto de burlarse a espaldas del otro?), o hablan mal de la suegra o de los jefes, con el inconveniente de que alguien divulgue la plática que los culpables o los implicados no se dan cuenta de que no es privada. Cuando menos dan material para novela, una que sólo reproduzca esos diálogos y el posible lector imagine las consecuencias.
                ¿Es problema de incomunicación, de soledad arrepentida, de necesidad de ser escuchado aunque lo que dicen es intrascendente, inútil y que no le importa a nadie? Hablan en el vacío; eso explicaría las necedades que proliferan en facebook, con el pretexto de la libertad de expresión, las opiniones en asuntos de los que no saben, y que sólo exponen opiniones, muy pocas veces juicios.

Dice Francisco Elorriaga que fue la última vez que asistió a una feria en Minería, que nada tiene que ver ya con la ideada por Isaac Arriaga e implantada por Joe Taylor (no el beisbolista); tiene razón en casi todo, menos que en la UNAM hay precios accesibles: un cuadernillo de menos de cien páginas de Eusebio Ruvalcaba en 200 pesos no es algo razonable; y además, qué horror de muchos de sus títulos; se me antojó revisión de las películas que tienen como fondo o pretexto la UNAM, pero de la cuarta parte de la extensión de cualquiera de los tomos de la segunda edición de García Riera, a más de 700 pesos; pero es más grave aún: no pude comprar un tomo de ensayos de Blas Urrea porque el INEHRM no tenía terminal, y el efectivo era para comer en el Rey del Pavo; no hay novedades, no hay ofertas, y en algunos estantes, feria de clavos menos interesantes que la feria de libros de lance: y los expositores, cada vez más descorteses.

¿Por cierto, los directivos del INEHRM sabrán la diferencia entre guerras y revoluciones, entre golpe de Estado y revolución, entre golpe militar y revolución?

Cada vez es más difícil comer fueras. A los varios restaurantes que han cerrado, otros están en decadencia, otros cambiaron el menú, otros cocinan en los “micro, güey” con lo que pierden propiedades, sabor y se enfrían rapidísimo; lo más grave es la atención: los meseros se equivocan de mesa, de pedido, se tardan más de 20 minutos en llevar un platillo, y además se muestran altaneros.

Los puristas se quejaban: cómo es posible, decían, que la gente se conforme con ver películas por televisión: se pierden los detalles que la gran pantalla permite apreciar (pese a que observadores y críticos perdían muchos detalles, gestos, diálogos), todo se ve más chico: para ver cine hay que ir al cine. Ni siquiera las grandes pantallas de quién sabe cuántas pulgadas pueden sustituir la pantalla de plata; y ora resulta que pueden verse partidos de algún deporte, o películas, o series o telenovelas, en las diminutas pantallas de las tabletas, de los teléfonos portátiles.

Y hablando de algo cercano a los deportes, en el soccer hubo un segundo gesto de dignidad, el segundo después de cuando los necaxistas Carlos Albert, Toño Mora y compañeros intentaron la creación de un sindicato que protegiera a los jugadores de las maniobras de los directivos que cada año violan la Constitución (la buena) en el Artículo 123 y los venden como si fueran bueyes, y ellos de güeyes que se dejan (cuando menos, ahora reciben un porcentaje de la transacción); aquella gesta costó la carrera a todos los que buscaron el sindicato; ahora los árbitros se negaron a participar en los llamados juegos de primera división, por la violencia que ejercen los jugadores, en especial dos que agredieron a los jueces principales de un partido, y no fueron sancionados con un año sin jugar, como lo fueron en su época el Pato Baeza por lanzarle el balón al árbitro  (aunque todos dijeron que era exageración) y a Walter Ormeño por bajarle un diente a Felipe Buergos en un juego de América contra Toluca, y a Fernando Marcos, el entrenador, por consentirlo. Esa violencia se explica por la impunidad de los famosos, actores y deportistas que exigen en restaurantes lugares privilegiados, no hacer fila, tratar despóticamente a meseros y galopines, se van sin pagar o pagan posando para una foto o firmando autógrafos; echan el auto sobre peatones, no respetan el orden de los semáforos, se burlan de las autoridades que se atreven a no reconocerlos, y se creen superiores a los que no somos famosos. Lo peor: la queja no es porque no haya habido juegos en busca de la respuesta de las autoridades deportivas (las otras ni se meten), la queja es porque equipos y televisoras se quejan por la merma de millones en sus arcas. Y surge la pregunta: ¿de veras entran millones en estadios donde acuden menos de mil espectadores?


Hace unos días falleció Paz, abuela materna de Nahúm; él, a sus 12 años, le hizo el mejor homenaje posible. ¿Cómo no estar orgullosos de él?