lunes, 7 de agosto de 2017

Historia de otra infamia

En una página muy bien lograda de Los relámpagos de agosto, Jorge Ibargüengoitia retrata lo que pensaron los políticos mexicanos unos segundos después de que José de León Toral asesinó al presidente reelecto Álvaro Obregón: ¿y ahora quién va a quedarse en la presidencia? Plutarco Elías Calles lo solucionó con el nombramiento de Emilio Portes Gil como presidente interino, formó un partido en el que todos los aspirantes, rejegos o no, se alinearon, y logró que se nombrara candidato a un hombre del régimen pero que no formaba parte ni de la elite militar (aunque era general) ni de la intelectualidad (aunque era abogado y había sido embajador, en un tiempo en que las tareas diplomáticas las ejercían intelectuales de prestigio) ni estaba entre los líderes sindicales: Pascual Ortiz Rubio.
                Aunque no carecía de méritos, lo apabullaron sin necesidad de redes sociales, con sobrenombres humillantes, chistes y anécdotas que la gente tomaba muy en serio, con infamias que daban como verídicas: una de las historias más ingeniosas fue la que dijo Luis Cabrera, sobreviviente del carrancismo: temía que si el presidente fuera José Vasconcelos (exsecretario de Educación, exrector de la UNAM, orador, escritor, intelectual brillantísimo), temía que lo haría desterrar; que si fuera Adalberto Tejeda (exgobernador de Veracruz, exdiputado, exsecretario de Gobernación, líder laboral), temía que lo mandara fusilar; y que si el presidente fuera Pascual Ortiz Rubio, temía que lo llamara a su gabinete.
                Ortiz Rubio pensó que todo era en serio, pero se encontró con que Elías Calles se tomaba más en serio su papel de Jefe Máximo de la Revolución, y peor, que casi todos los miembros del Partido Nacional Revolucionario pensaban lo mismo que Calles; entre el presidente y el Caudillo había serias diferencias que creo inútil repetir si está al alcance de los lectores el excelente libro de Tzvi Medin: El minimato presidencial: historia política del maximato, 1928-1935 (Ediciones Era, 1982); si le da flojera a los analíticos actuales pueden rastrear los Inventarios que José Emilio Pacheco dedicó al tema más o menos por las fechas en que apareció este libro (Medin hizo después otro estudio indispensable sobre el sexenio alemanista, que los analíticos actuales también ignoran, dadas las tonterías que escriben sin arrepentimiento ni rubor).
                Los rumores, los chistes, las infamias tuvieron tanto efecto que se creó el clima de desgobierno, el presidente apenas tenía el apoyo de unos cuantos (para su mayor grandeza, la del general Cárdenas, entre otros pocos), y el clima de linchamiento. Recrea Pacheco el ambiente del 1 de septiembre de 1932: con los cañones de la Ciudadela apuntando hacia el Zócalo, hacia Palacio Nacional; Ortiz Rubio, al que le achacan la cobardía de ausentarse tras el atentado del día de su toma de posesión, cuando lo balacearon —el verbo adecuado— y que le valió uno de los más memorables epigramas de Salvador Novo (¿Pueda la bala asnicida, no por perdida ganada ni por ganada perdida, el detener la mordida?) y reapareció cuando ya no podía quitarse el epíteto de sacatón, pero tuvo la valentía de presentar su renuncia; el caos duró apenas unas horas, cuando la elite política decidió que el interinato recaería en el general Abelardo R. Rodríguez y ya Calles se encargaría de escoger a alguien menos manumiso que Ortiz Rubio (a propósito de que la valentía consiste en huir: ¿Edgeworth, Shakespeare, fray Luis de León?).
                Se dijo que el mayor logro de su gobierno era el túnel que comunica 16 de septiembre con 5 de mayo,  para que los transeúntes no cruzaran los seis o siete metros entre una banqueta y otra, en la esquina con San Juan de Letrán (Salvador Elizondo recuerda, en uno de sus relatos, el calificativo: el túnel del baboso, y también recuerda que la gente advertía que si se tocaban los barandales de la escalera podían contraer sífilis); y los apodos (Nopalito, el Baboso) eran menos injuriosos que el letrero en el cerro de Chapultepec que una escritora ignora que fue letrero y afirma que eran afirmaciones.
                Las injurias, las infamias, han hecho que la gente ignore que no fue manso lacayo de Calles, que evitó una guerra civil, que hubiera sido terrible, y no le reconocen un logro que pocos han igualado y que algunos gobiernos han ignorado; la Doctrina Estrada, muy mentada en estos días, pero sin entender de qué se trata, aunque es muy simple: el principio de la no intervención, y que dirigió la conducta de la nación ante los procesos electorales de otros países: México no interviene si el proceso es legal; pero lo legal no comprende los golpes de Estado ni los golpes militares, aunque sí las rebeliones contra dictaduras.
Por la Doctrina Estrada México mantuvo relaciones con la República Española en el exilio y no con la administración de Franco; por ello, México reconoció la Revolución cubana, pero no el golpe de Pinochet y patrocinadores contra el gobierno de Salvador Allende; por ello, por reconocer los gobiernos legítimos, dio acogida a los transterrados españoles y a los perseguidos por las dictaduras suramericanas; gracias a la Doctrina Estrada la política exterior mexicana fue tan digna durante tantos gobiernos hasta que la ignoraron los gobiernos emanados del Partido Acción Nacional.
¿Por qué cuesta trabajo entender lo que sucede ahora? La muy manida frase de George o Jorge Santayana, de que las naciones que desconocen la historia están condenados a repetirla, explica que ignoran que lo que ahora pasa en Venezuela y que México lo vivió en 1913, cuando Victoriano Huerta, en un remedo de legalidad, dio por buenas las renuncias del presidente Francisco I. Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez y asumió, luego de otro remedo de legalidad, la presidencia del país (por cierto, también se ignora que por ello no hay vicepresidencia: al derrocar al presidente los alzados deben también eliminar, por las buenas o por las malas, al vicepresidente); desconoció a los senadores y obligó a los diputados, algunos de los cuales eran sus seguidores, a reconocerlo; así sucede ahora: desconocen a los legisladores para poner a otros a modo; la Revolución maderista, que había durado unos meses, al estallar esa crisis, se prolongó con otros nombres, otros hombres, otros propósitos, otras promesas, hasta 1917, o 1919, o 1921, o 1923, o 1928, o 1929, o 1939, como se quiera. Eso va a suceder en Venezuela, de la que se desconoce todo, excepto las angustias que pasan los ciudadanos, que intentan llegar a otros países y en cuanto puedan, sacar a sus familiares; o aceptar trabajos hasta mal pagados, con tal de salir de donde consideran peligroso y fuera de la dignidad; ahora opinar allá es peligroso, y mucho más lo es para quienes juzgan, critican, señalan. Las advertencias de que burlarse del jefe mínimo de esa autollamada revolución que de socialista no tiene ni el nombre, puede costar años de cárcel; cuando sobrevivir significa sumisión; esas señales las han ignorado quienes ignoran que un presidente ha sido juzgado como el segundo peor de la historia, basados en consejas, chistes buenos o malos, y malos historiadores.

Cierto: ignorar el pasado es obligarse a vivirlo de nuevo, o exhibirse como ignorantes.

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