sábado, 22 de julio de 2017

Está bien, hablemos de beisbol (y otros asuntos)

Uno de los temores, no siempre confesados, es que al paso del tiempo nos hagamos conservadores, que no aceptemos que lo nuevo puede ser mejor que lo anterior, que lo que vivimos cuando esperábamos cambiar y hacer cambiar.
   No sólo es que con el paso del tiempo aceptemos que los clásicos dijeron cosas más interesantes e inteligentes, sino que lo dijeron mejor, que fueron más audaces y experimentales, que mantuvieron un espíritu de experimentación que nosotros, o nuestros contemporáneos, no nos atrevimos a ahondar más; es también que tememos que nuestros ejemplos caigan estrepitosamente. Fue lo que le sucedió a Ford Frick cuando vio que Mickey Mantle y Roger Maris estaban cerca de romper la marca de cuadrangulares de Babe Ruth, advirtió que, si no lo hacían en 154 juegos, se pondría un asterisco para decir que la que valía era la de Ruth; se le conoce como el “infame asterisco”, que quitaron muchos años después, aunque en los libros de récords aparecen las dos marcas: más cuadrangulares en temporada de 154 juegos: 60, de George Herman Ruth; marca en 162 juegos, 61 de Roger Maris (incluso dijeron que si el que igualaba la marca era Mantle, como sí era yanqui de toda la vida, no habría asterisco).
   Supongo que los nuevos libros, que ya no llegan a México, dicen que los 73 de Mark McGwire y los 66 de Samuel Sosa o los muchos de Barry Bonds deben tener un asterisco, porque los conectaron bajo el estímulo de sustancias que mejoran el rendimiento, como les fue comprobado a ellos y a otros, a los que les ha estado vedado el acceso al Salón de la Fama (aunque se corre el riesgo de que los nuevos periodistas, menos éticos y menos radicales, terminen por aceptarlos; si se admite que el viagra proporcione las mismas sensaciones, ¿por qué no que los esteroides ayuden a los inválidos o con disminución de sus funciones?).
   Un novato de los Yanquis, el famoso Judge (que hace que los forofos usen pelucas como de jueces británicos) ya superó el número de jonrones para un novato en ese equipo, que eran los 29 de Joe DiMaggio en 1936; ¿es mejor que el Yanqui Clipper, que Joltin Joe? A riesgo de parecerme a Pedro Septién expondré algunas teorías; Septién alegaba que el beisbol del siglo XIX había sido mejor que el del último tercio del siglo XX, y todo por los números. ¿En el siglo XX, o peor, en este XXI, alguien ha bateado tanto como el .440 de Duffy de 1894? ¿O cuando menos el .424 del diminuto Willie Keeler a principios del XX?¿Quién ha ganado 60 juegos como Hoss Radbourn en 1884? ¿Alguien se ha acercado al promedio de carreras limpias admitidas de 0.96 de Dutch Leonard en 1914, y menos ahora a los 815 juegos completos de Cy Young?
   A Septién se le olvidaba comentar que antes antes antes la distancia del montículo al home era bastante menor, diez pies menos; que la altura del montículo era mucho mayor, y eso hacía la diferencia. Sobre todo, ponchaban más. Tampoco que los foules no contaban como strikes y por eso había mejores porcentajes de bateo.
   Un aspecto más: cuando Joe DiMaggio debutó, y hasta que se retiró, había ocho equipos por liga, mucho menos jugadores y mucho menos aún lanzadores. Las expansiones han permitido más franquicias, que las ligas lleguen al Oeste y no se haya quedado el beisbol como un deporte para minorías y ubicados casi todos hacia la costa Este, que muchas ciudades tenían dos equipos (San Luis, Boston, Chicago, Nueva York [tres]) o quedaban más o menos cerca (Cincinnati, Pitsburgh, Cleveland, Detroit); que al haber menos jugadores sólo llegaban los mejores a las Mayores, y la expansión permitió que se establezcan otros con buenas cualidades, pero no excepcionales. Septién no alcanzó a ver algo más grave; si antes los lanzadores se ufanaban en completar los juegos, y había pocos relevistas, ahora se lleva la cuenta exacta de los lanzamientos efectuados (¿también las reviradas y las de calentamiento entre entradas?) y al llegar a cien, los cambian o ponen a calentar a los ya muchos relevistas. Hay tres o cuatro relevistas por equipo y por juego, y por ello los bateadores se enfrentan a bolas rápidas más veces, y es más fácil conectar jonrón a bolas rápidas que a cambios o curvas o nudilleras o a sliders (el batazo más poderoso que pegué fue, como zurdo, a mi amigo Alejandro del Valle; cuando años después en una comida se lo recordé me respondió: “claro, yo tenía una bola muy rápida”, lo que me provocó una depresión que me duró el resto de la velada); cuando a los abridores se les iba acabando la velocidad comenzaban las curvas endemoniadas, los cambios que hacían que los bateadores tiraran mucho antes de que la bola llegara al cátcher, las bolas que parecía que iban a golpear al bateador y entraban por el centro (alguna vez le pregunté a Isaac Arriaga si le había pasado, y me comentó que era espantoso alejarse sólo para ver un strike perfecto; cuando se lo pregunté a Marco Antonio Pulido me dijo que no sólo se había retirado: se había tirado al suelo), las nudilleras que hacían que los bateadores se tropezaran tratando de alcanzar el lanzamiento. Ahora cuando las pitcheadas no alcanzan las 90 millas por hora, retiran al pitcher y mandan a un relevista que tira bolas de 99 millas; no sea que los muy delicados vayan a cansarse.
   Alguna vez, una caricatura de Mad se burlaba de los bateadores altos, robustos, protegidos con casco, con guantes para que no se resbale el bat, y con porcentajes de .220; pareciera que ya los beisbolistas están cuidados como nadie se imaginaba: ¿qué pensarían Mantle, que jugó la mayor parte de su carrera vendado como momia? ¿O Ty Cobb, que se barría con los spikes levantados, o John McGrow, que dejaba lastimados a los corredores que se le barrían en tercera base?

Por cierto, los cronistas hablan de bateadores que ocasionalmente pegan jonrones: “de vez en cuando se enredan”; desde luego, no jugaron nunca, o cuando menos no se enredaban, que era la manera en que los que no éramos poderosos llegábamos a conectar algún cuadrangular; es imposible de describir, sólo cuando se pierde de vista el lanzamiento, el codo hace un movimiento inesperado, y uno siente que se ha enredado, sabe de qué se trata; el que lo hacía gráficamente era Agustín El Avestruz Rivera: se notaba cuando se enredaba. Hace años no veo más que trancazos descomunales; claro, también muchos ponches; era típico que los jonroneros se poncharan; uno de los más poderosos, Reggie Jackson, se ponchó cinco veces por cada jonrón conectado; se le reconoce que era muy valioso, porque cuando no ayudaba a su equipo ayudaba al contrincante, y es el primer jugador con más de dos mil ponches (sin ser pitcher) en llegar al Salón de la Fama. Ahora de cualquiera que conecte un cuadrangular dicen que se enredó (muchas de estas observaciones se las debo a Diego.)

La ausencia de revistas especializadas, que pasaron a ser bimestrales en vez de mensuales, los cambios de formato, la carencia de publicidad, y la renuencia de las distribuidoras a traerlas, o de Sanborns a venderlas, hace que nuestra ignorancia del beisbol actual nos tome por sorpresa: al ver la transmisión de los juegos de los Dodgers nos asombra la cantidad de novatos que, en bola, desplazaron a los jugadores de hace una o dos temporadas; incluso Adrián González, titular por su bateo pero también por su fildeo, ha sido desplazado. Todo tiene una explicación: cuando en 2011 Juan Gabriel Castro fue notificado de que ya no estaba en los planes del equipo, pensó que su futuro se restringía a la Liga Mexicana (Doble y Triple A son para prospectos), pero los Dodgers le hicieron una oferta: que se encargara de adiestrar a los novatos de las sucursales; en 2016 los Dodgers le ofrecieron algo inusitado, o inédito o inaudito: que fuera coach de calidad; ignoro cuál sea esa función, pero sospecho que en realidad lo están preparando para que sea manager; Dodgers suelen tener manager que duran muchos años, y posiblemente piensen eso de Castro, ya que como preparador y entrenador dio el resultado de que ahora son los novatos los que dan frescura y vitalidad a un equipo que ya no depende de superestrellas como Adrián, e incluso han mandado a la banca a Pederson, quien llegó a ser clasificado el mejor jardinero central de las Mayores, en muchos años.

Vi por primera vez a Héctor Lechuga en Chucherías, en 1960 (gracias a que la SEP mandó reparar la viejísima casona que alojaba a la escuela M521 —tan pobre que ni nombre tenía— y nos mandaron, de manera interina, a la cercana Fernando Bez, con horario de 11 a 15 horas, por lo que podía ver la entonces incipiente televisión matutina) haciendo pareja con Chucho Salinas; su número especial era la entrevista, en donde comenzaba a insinuar el nombre de algún político; el intocable Ernesto P. Uruchurtu era el favorito, aunque no llegaban a pronunciar su nombre: “no me diga nombres, no me diga nombres”, era el estribillo de Salinas; una muletilla de Lechuga, ya haciendo trío con Alejandro Suárez y Manuel Valdés, era “a malito a panza”, en la parodia vulgar pero divertidísima de El bueno, el malo y el feo; aunque improvisaban, el dador de chistes y muletillas era por lo general Mauricio Kleif; disfrazados de mujer (ahora los perseguirían y los calificarían de misóginos) Valdés y Lechuga acosaban a Suárez: “Maritza” –decía Valdés—, “clos de dor”, y se le montaban a Suárez que simulaba ser galán.
   Nadie recuerda que fue el pionero en el cine mexicano en acariciar, sin disimulos, glúteos femeninos; no necesitaban castigar a la dama joven con nalgadas, como Negrete, Infante y Armendáriz, entre otros (a Lilia Michel, Marga López y Rosita Quintana, respectivamente, aunque no las únicas; “respete mi dolor”, exclamaba, entre coqueta y quejosa, Quintana), ni simular el acto y que sólo se notara por la reacción de alguna extra, como lo hicieron Negrete (a Lucha Reyes), Infante y  Andrés Soler (a bellas extras); en una de las menos buenas pero no menos interesantes películas de Rogelio González, con guión de Ricardo Garibay, en el tercer episodio de La mujer de seis litros (cinta donde Kitty de Hoyos muestra las pantaletas en el primer episodio, y acarician las piernas y se deja entrever la pantaleta de la adolescente Liza Pleshete —en su única aparición en el cine— en el segundo episodio); Lechuga, además, se desnuda cuando menos un par de veces, y al final, en un cabaret, se gasta las ganancias producto de su chantaje a feligreses, con una trabajadora social, la exuberante Sandra Chávez, a quien soba los glúteos con detenimiento. Antes nadie se había atrevido en el cine mexicano a ninguna de ambas cosas, y en el cine mundial, sólo Stan Laurel, con más gracia y picardía, aunque también inocencia.

Lechuga, si hubiera conservado su frescura y el ritmo de la comedia, agarraría de bajada al “jefe” de “gobierno” de la ciudad de México, quien está en campaña electora perpetua violando las leyes del INE, con la única cualidad de mostrar cómo sería su gobierno; en una ciudad que han ido transformando en espacio para automóviles, ahora resulta que quiere limitar y hasta suprimir cajones de estacionamiento, con la idea de que, al desincentivar el uso del auto, usaremos más transporte colectivo, que es incómodo, lento, torpe, inseguro (ahora entran a asaltar en los vagones del Metro), criminal, impuntual. Lo malo es que somos quienes  pagamos; su ignorancia, por ejemplo, de que el operativo para desmantelar o disminuir uno de los carteles (así se llaman) que se apoderó de parte de la ciudad, lo agarró como se decía antes, con los pantalones bajados como al Tigre de Santa Julia; y por cierto, por allí, ya advirtieron que hay una lucha entre grupos por ver quién asalta más; de nuevo sorprendido, se llevó entre las patas a la administradora de la Miguel Hidalgo, quien tampoco sabía qué sucede en la delegación a la que desorganiza. La Miguel Hidalgo es víctima, además, del rencor del “jefe” de “gobierno”, que aumentó 50 por ciento más al transporte del rumbo: mientras los autobuses para otros lados cobran 6.50, los que salen de la corta ruta de la estación Sevilla a Polanco cobra 7 pesos; sin contar con que los ancianos fuimos despojados de la gratuidad que nos daba la edad. Lo más curioso es que ante la posibilidad de que liberen a cuatro mil reos que no eran peligrosos pero ahora graduados en las cárceles que ya no rehabilitan sino que especializan, el “jefe” de “gobierno” sólo alcanzó a decir “a ver cómo le hacen”, y se escondió. Hasta sus contlapaches lo han criticado.

Aparte del semidesnudo colectivo de las popof que mostraron su cuerpo en las primeras escenas no oficiales de la televisión mexicana, o del desnudo involuntario de Silvia Pinal en un teleteatro, pocos veces las actrices de teleteatro, comedias, o entrevistas por televisión mostraron las piernas; los espectadores tenían que conformarse con Evangelina Elizondo dirigiendo en traje de baño (o algo así) a su orquesta para admirar sus piernas, o los ballets de Constanza Hall o los bailes de las hermanas Larrañaga o Laura Urdapilleta o de Mónica Serna que salían en malla o traje de bailarinas, o las apariciones de Lola Flores, o de otras bailarinas de flamenco, quienes se daban vuelo con el vuelo de sus vestidos (es curioso que Flores fuera pródiga en mostrar sus tarzaneras en la televisión, pero sólo una vez en el cine). Ahora hasta las modositas se tiran al suelo, bailan y dejan que las levanten, o se sientan con descuidos cuidadosos, y muestran sus tangas y lo que dejan al aire las tangas. ¿Por llamar la atención del público o de los empresarios?


Conozco a varios integrantes de la Academia Mexicana de la Lengua, soy amigo de algunos de ellos, y hasta admiro lo que hacen, no todos, en la literatura o la investigación; no admiro lo que hace la institución, más preocupada por lo políticamente correcto: por ello me atrevo a proponer que ahora que destituyan a Nicolás Maduro (no digo que deroguen, porque eso sería reconocerle legalidad), sea integrante de alguna de las academias, hispanoamericanas o española (mejor si ésta), ya que muestra audacia en sus propuestas lingüistas: hace unas semanas cambió el diccionario venezolano al decir que decirle adolescentes a los adolescentes era ilógico porque, se preguntó, “¿de qué podían adolecer esos muchachos?” y derogó la palabra por “jóvenes en desarrollo”. En eso no está solo, por lo menos tres escritores mexicanos han dicho que adolescente deviene de adolecer, o seda que adolecen de lo mismo. Pero más audaz se mostró al decir que la destrampada excanciller, por defender a su “régimen”, lo hizo como “tigra”; es tanto como decirle poetas a las poetisas. 

domingo, 2 de julio de 2017

Renán, hallazgos casuales, los aguaceros de junio, la ortografía de Margarita y una posdata

Me parece que ya lo he contado muchas veces; después de una sesión de trabajo, Gustavo Sainz me dijo que me presentara en Avenida Hidalgo 18-A, frente a la Alameda y casi junto a Las Américas, una cantina que, con todo lo demás, desapareció para dar paso a la secretaría de hacienda. Que fuera de parte de él para hablar con el propietario de Libros Escogidos; de él sabía por las autobiografías del propio Sainz, de Gustavo Sainz, y por referencias de Vicente Leñero.
                Con temor, me acerqué; Leopoldo Duarte, de corbata pero la camisa arremangada, me sonrió cuando entré; le dije que iba de parte de Sainz: ya sé, eres el autor de una novela de la que me leyó un capítulo hoy, y describió la escena de ese capítulo, en el que el protagonista atisba las piernas de una compañera de escuela, la falda levemente arriba de las rodillas.
                Una semana después Sainz me dijo que Polo se había apantallado porque llevaba un libro de Thomas Mann, y se dedicó a buscarme libros suyos, que desde luego no tenía. La invitación a que fuera cuantas veces quisiera para platicar fue inmediata, no así a la tertulia sabatina, pero un día me dijo que cayera por ahí de mediodía.
                Entre todos los que asistían había figuras célebres, glorias literarias en su más puro y menos ensayado comportamiento; sobresalía el más rubio, nervioso tras una coraza de simpatía; Raúl, como todos, le decía Polito a Duarte, pero no trataba, como casi todos los demás, de hacer sentir su cercanía; de hecho, no era de los últimos en salir de El Horreo, y nunca se quedó después, como lo hacía Chucho Vargas, el inolvidable, cuya generosidad le costó la vida, según me contó Mota, años después; no todos eran literatos, pero los que no escribían ni menos publicaban, no eran menos pedantes (en el sentido original de la palabra). De todos, Vargas y Raúl Renán, el más sereno y menos ostentoso, eran los más amigables, los que siempre estaban pendientes de la charla, y los que menos trataban de imponer puntos de vista.
                Como de Otaola, de Juan Manuel Torres, de Benito, pronto me hice amigo de Raúl. Cuando varios de ellos mostraron antipatía, Renán se hizo más  y más amigo; nunca presumió de todas las cosas de las que me fui enterando a lo largo de los años: que fue una guía de los primeros pasos de José Emilio Pacheco, paciente escucha de Carlos Monsiváis, consejero de Sergio Pitol, hombre de confianza de Elías Nandino, amistoso rival de Sainz, todo eso mientras preparaban la revista Estaciones, ahora legendaria; que durante largo tiempo fue el hombre más cercano a Gabriel García Márquez, con quien se veía diario, compartían chamba, itinerario, eran vecinos en la calle de Renan, y fue de los primeros escuchas de la trama de Cien años de soledad, trama paralela porque GGM, supersticioso, no leía lo escrito sino una novela similar pero no igual.
                Al contrario de casi todos los demás contertulios, no cargaba libros, no compartía sus ambiciones, pero su plática ligera invitaba a las confidencias; con frecuencia, Lourdes y yo fuimos invitados a su casa, donde Aída se desvivía por mostrarnos su simpatía y solidaridad, y nos extrañaba que no fuera invitada a la muy misógina tertulia (también fuimos invitados a casa de Chucho Vargas, de Luisa Huertas, que tampoco asistía a la librería).
                Durante casi dos años, todos los sábados Raúl nos visitaba en Presa Nejapa, después de haber ido a su tertulia con Carlos Isla, Miguel Flores Ramírez, el gigantesco Francisco Hernández; mientras bebíamos dos cervezas, leía lo que llevaba escrito, en esa semana, de mi segunda novela, de la que fue personaje involuntario, pero aparece hasta con su nombre, como vuelve a aparecer en mi cuarta y creo que última novela.
                Una de las pocas veces en que hemos estado en un café, Lourdes y yo escuchamos divertidos la charla de Aída y las peripecias de sus hijas, torbellinos desde pequeñas, aunque fuimos vengados por María José, cuando en pleno Bellas Artes saludó a Raúl con un “quiubo panzoncito” que Raúl celebró y recordó siempre.
                Su discreción hizo que anduviera por todos lados pero nunca robaba las escenas, era un espectador crítico que, sin embargo, no expresaba su opinión a menos que se la exigiera; nunca le pedí un juicio sobre mis libros, aunque las pocas veces que nos llegamos a ver después, en los últimos 25 años de nuestra amistad, me dejo saber que no había dejado de leerme. Un día, en Literatura de Bellas Artes, a donde acudí en busca de fotografías de Rosario Castellanos, me lo topé: te doy un aventón, me dijo; ya en su auto le reclamé: cómo eres coscolino, Raulito; sólo emitió una risa discreta, aunque franca, como de alguien sorprendido en una travesura; las empleadas de Bellas Artes, las becarias, las asistentes a su taller, le coqueteaban sin reservas, a sabiendas de que no estaban frente a un lobo, como hay muchos en nuestras letras.

Hace pocos días Malva Flores inauguró su presencia en las redes con un “hoy es un día triste: murió Raúl Renán”; un correo impertinente a Mariana Bernárdez corroboró el hecho: murió en la madrugada, rodeado de sus hijas, en absoluta tranquilidad, como fue siempre su vida pública; alguien dijo que no era posible, que Raúl era inmortal; así lo parecía: inmortal, pero discreto.
                De aquella tertulia se han ausentado ya muchos: el propio Polo, el eterno Ota, Chucho Vargas, Francisco Cervantes (a quien Raúl protegió en sus últimos días, pese a que Francisco había alejado a todos, hasta al paciente Otaola, quien lo retrató con sarcasmo como Chinchulín en su Tiempo de recordar), Sainz, Leñero, Juan Manuel Torres, Beto Bojórquez, el inolvidable Armando Villagrán, el inestable Paco Alvarado; Adrián Brun, Delfina Careaga y Arturo Valdés, autoexiliados, como José Agustín, asiduo pero no contertulio; el amistoso enemigo de Polo, Carlos Hernández, también está alejado. Fuera de la tertulia, vi en Libros Escogidos a Francisco Labastida, y una vez, furtivo, al huraño pero cálido Juan Bañuelos, con quien tuve una amistad muy cercana durante algunos años, antes de que también se exiliara. Ya tampoco está.

Conocí a Raúl una tarde de marzo de 1970, y durante ocho años nos vimos una vez a la semana; después, en promedio, una vez cada dos años. Parecía alejarse de su pasado, le dolía la ingratitud de muchos de sus amigos que, encumbrados, dejaron de leerle sus obras maestras en preparación. Raúl, en cambio, buscaba a los más jóvenes, a los que, ansiosos del estímulo, los consejos útiles, lo consideraban más un compañero apenas mayor y más sabio; nadie de los que hablaron de él después tuvo alguna palabra ingrata, todos vertieron elogios; cuando cumplió 75 años, una fiesta tumultuaria los celebró, y allí estaban sus amigos, sus alumnos, sus compañeros. Ninguno de ellos fue su rival. La última vez que lo vi feliz.
                Un día lo encontramos en Los Panchos; como nosotros, hacía antesala; aunque quien lo acompañaba era una de sus hijas, no pidió que compartiéramos mesa, aunque al final, cuando se iban, se detuvo para platicar con nosotros casi media hora. Ese día noté algo que me asalta ahora, que trato de recordarlo con la cordialidad con que me trató desde siempre, cuando me vaticinó calidad y empeño: una mirada triste que se hace patente en las fotografías con que ilustraron la noticia de su ausencia, una mirada triste que nada tenía que ver con aquel lector empedernido, discreto, más amigo que rival en las especialidades con que lo retaban autores consagrados y eternos aspirantes.
                La última vez que le vi sonreír los ojos fue cuando me contó que, en el aeropuerto, García Márquez se desprendió del ejército de guaruras que lo rodeaba para ir a abrazar a Raúl, su compañero indispensable de la época cuando no era la celebridad que necesita guaruras: Renán 71, gritó, y se acercó para abrazarlo, con un abrazo con que le reconocía que, sin él, Cien años de soledad no sería lo que es.

Tres elementos del beisbol nacieron por casualidad; el más contundente y peligroso, el de aficionados que se convierten en fanáticos, enfebrecidos, a veces violentos (sobre todo en el sóquer, que no por nada se llama así), que van al parque a ver el triunfo de su equipo, no a disfrutar del juego; el dueño de los Cafés de San Luis, Chris von der Ahe, llamó fanáticos, en el sentido primitivo de la palabra, a los seguidores del equipo; el manager Ted Sullivan, para evitar que los fanáticos se ofendieran, propuso suavizar el término y acuñó el “fan” con que ahora se describe hasta a los simpatizantes de los malos comediantes que empobrecen a nuestra televisión, y hasta a los lectores de las imitadoras de las malas escritoras. “Fan” (prefiero forofo) se usa desde 1882. Claro, esta historia la he contado cuando menos dos veces en este espacio; pero hay otros dos aspectos que no existían y que sin ellos el beisbol no sería lo que es: cuando un lanzamiento cruza por la zona buena, el ampáyer grita STRIKE, y estira el brazo derecho; cuando el lanzamiento es malo, hace una seña menos notoria con la mano izquierda y grita, menos fuerte, que se trata de bola. Cuando decreta un out el gesto con la derecha es más corto pero más contundente, y el pulgar levantado que sobresale del puño derecho hace ver a todos, jugadores y espectadores, que el bateador o el corredor ha sido “out”; por el contrario, el gesto es enfático al extender ambos brazos, pero sin llegar a la altura de la cintura, para marcar que el corredor está a salvo. Todos, propios y extraños, saben lo que significan esos gestos: la leyenda dice que, a cada lanzamiento, el jardinero central de Cincinnati, William Ellsworth Hoy, interrumpía el juego para saber qué había gritado el ampáyer; harto, Cy Rigler, empezó a usar esas señales, para que Hoy se enterara; obviamente, Hoy es el mejor sordomudo que ha jugado en las Ligas Mayores; su 5’4 no fueron obstáculo para batear más de dos mil hits, 60 triples, cerca de 200 dobles, y pese a su estatura, 40 jonrones, para un promedio de .288 de por vida, excelente para finales del siglo XIX; se dice que con su poderoso brazo hizo lo que no lograron DiMaggio ni Mays ni Mantle ni Clemente ni Snider ni Al Kaline, ni en México la Mala Torres ni el Diablo Montoya ni Arando Lara: poner out a tres corredores en un juego (Diego sacó a dos, pero en juego de dos entradas). Rigler popularizó los gestos, y los forofos del beisbol los vemos sin saber cómo se originaron. Hay un problema con la leyenda: Hoy y Ringler no actuaron en las Mayores al mismo tiempo, pero como dice John Ford, cuando la verdad es diferente de la leyenda, siempre es preferible la leyenda.
                Hay un tercer detalle: la presencia femenina en el beisbol: la dueña de un equipo en los años setenta obligó a los jugadores a que se cortaran el cabello, que no usaran barba, y quería obligarlos a que asistieran a misa los domingos; el bajo rendimiento la convenció de que no podía tratarlos como a párvulos (¿en ella se habrán inspirado para aquella cinta en que una mujer quiere que su equipo pierda para venderlo?). Hay más mujeres en los parques de beisbol, en todo el mundo, que en los estadios de sóquer, que por algo se llama así; y están enteradas y disfrutan el juego, que es harto complicado; ¿cómo empezaron a simpatizar con un deporte que pueden entender pero no jugar, como demuestra James Thurber? Por la presencia de un pitcher Tony Mullane, al que apodaban “El Apolo del Box”; el dueño de Cincinnati en 1886, Aaron Stern, advirtió que cuando lanzaba Mullane, en las tribunas había una gran cantidad de mujeres que iban a admirar al alto (para la época: 5´10) y apuesto zurdo; entonces ideó un buen truco: lo ponía a lanzar especialmente contra equipos débiles; así, se hizo de una buena cantidad de triunfos: cinco años seguidos ganó más de 30 juegos, aunque en cuatro de esas temporadas perdió 20 juegos; en total, en 13 años, tuvo marca de 288-228, ponchó a 1803 bateadores pero dio 1408 bases por bolas, y tiró una barbaridad de wild pitches: 343; a las mujeres no les interesaba más que admirarlo, y Stern lo ponía a lanzar, repito, contra equipos flojos, pero declaraba ese fecha “Ladies Day”, para que fueran más mujeres. Años después Don Drysdale y Sandie Koufax tenían éxito con las forofas, sin dejar de ser buenos lanzadores; en los años sesenta sobresalió Bo Belinsky, regular tirando a malo, pero tuvo romances con Ann Magret, Tina Louise, Connie Stevens (¿alguien se acuerda de ella?) y sobre todo la vampiresa Mamie von Doren, y no recuerdo si casó con ella; sí, que su eficacia fuera de los diamantes hizo que bajara su rendimiento como jugador.
                Aquí, en 1965, las tribunas del jardín derecho se llenaban de jóvenes popof (pirrurris, diría López Obrador) que iban a admirar al right fielder de Tigres, Héctor Barnetche, cuya carrera duró año y medio.
                Aunque, claro,  el más exitoso fue DiMaggio, que conquistó nada menos que a Marilyn Monroe; a costa de su carrera: su productividad bajó de .301 a .263, y de 32 jonrones a 16. Se entiende, claro.
                Ahora Derek Jeter y Álex Rodríguez compiten con los futbolistas que tienen cariñitos de un instante con estrellas del cine y la farándula; al primero, una le dejó un legado millonario, pero en infección venérea; sin embargo, como con los futbolistas queda la sensación de que no las atraen con su juego sino, como dice la canción de Rubén Fuentes, “vienen por su dinero”. Aunque claro, los estimulantes que engrandecieron los números ofensivos de Rodríguez pudieron ayudarlo a mejorar su rendimiento fuera de los diamantes.

Se burlaron de Margarita Zavala por un cartel donde se decía “el que no trance”, y dijeron que era “transe”, de “transacción”; en el confiable y Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos, de Héctor Manjarrez, Grijalbo, 2011, se dice “transa, tranza: Engaño, fraude, timo, trácala, trinquete”. Y es que no es lo mismo una transacción, que puede ser tranquila, honrada, sin engaños, que la tranza, que siempre es una trácala; como dicen los clásicos, hay que saber leer los diccionarios. Claro, Zavala no había leído el útil y ameno libro de Manjarrez, si no, hubiera contestado como se merecían sus críticos.

Los aguaceros de junio se agandallaron en las delegaciones que más se han opuesto a los delirantes proyectos del “jefe” de “gobierno” del Distrito Federal. ¿Habrá sido castigo divino, o contribuyeron al desastre los trabajadores del “gobierno” capitalino al no desazolvar y sí en cambio acumular basura en las coladeras, para así propiciar las inundaciones que recuerdan a las de 1952?

"El avión que transportó a los participantesdel Symposium desde Ciudad de México hasta Mérida, comenzó a dar tumbos cerca del Pico de Orizaba: furioso, José Luis Cuevas alegaba que él no estaba dispuesto a morir en un accidente tan estúpido como éste, porque los diarios sólo dirían en sus titulares: Trágico accidente aéreo en que perecen numerosos intelectuales ilustres y a continuación  una lista en la que figuraría, entre muchos, su nombre; y lloraba recordando todos los viajes en avión que había desperdiciado sin morir, ya que entonces los periódicos hubieran traído el encabezamiento: Genial pintor José Luis Cuevas perece en accidente aéreo." Eso lo relata José Donoso en Historia personal del Boom (Lumen, 1972). Sorpresivamente, Cuevas, sin aspavientos como hubiera querido, murió anoche. Cuando Lourdes estaba embarazada de Diego nos lo topamos en la Juan Martín, antes de una exposición; "va a ser niño", dijo, y pidió ser el padrino, lo que no le gustó a su esposa Berta;después, lo veíamos esporádicamente, y siempre tuvo gestos amistosos, no sólo amables; palabras amistosas, cálidas, en el ingreso de Vicente Rojo en Colegio Nacional. La última vez, en Moliere 222, en donde me reconoció como el que cierra el video donde se recreó el Mural Efímero, con palabras célebres: "sólo lo fugitivo permenece y vive", y su saludo cálido y cercano; y otro recuerdo: el día que Ana Elda Jiménez y yo conocimos, gracias a Víctor Manuel Ruiz Carmona, a José Emilio  Pacheco, éste se excusaba: perdónenme, soy un pésimo anfitrión; si fuera José Luis Cuevas les ofrecería un café, un refresco, mi sillón preferido; asombrado, por la imagen difundida por diarios y televisión, de un belicoso y arrogante Cuevas, expresé mi asombro, y Pacheco repitió: Cuevas es una dama, atento, amable, correctísimo. Y Fue cierto.