lunes, 25 de julio de 2016

Una comedia de John Ford; AMLO recula; consejos para políticas; la mejor novela de Hornby

Para todo cinéfilo el nombre de John Ford es sagrado; autor de innúmeras obras maestras, hizo del western la épica moderna, según el dicho de Guillermo Cabrera Infante (de quien están publicando su obra completa y sus sobras, en ediciones carísimas). Poco puede agregarse a lo que han dicho el propio Cain –de pasada: nunca reseñó ningún filme de él—, Ayala Blanco, Peter Bogdanovich sobre todo, cuando mucho una lista de sus mejores cintas: La diligencia, El joven Lincoln, El último hurra, Los tres padrinos, Los buscadores, su trilogía sobre el ejército con las maravillosas actuaciones de John Wayne, Victor McLaglen, Pedro Armendáriz, Henry Fonda, Maureen O’Hara, Miguel Inclán; y luego la extraordinaria El hombre que mató a Liberty Valance, y la formidable El hombre quieto;  hay otras cintas que salen de su ámbito peculiar, que no suceden en el oeste sin perder su tono épico, y que muestran sentido del humor más del acostumbrado.
                Ford, como Shakespeare, sabía que nadie puede aguantar dos horas de pura tragedia, y en sus mayores dramas destensan la acción, y meten algunas escenas cómicas; en El ocaso de los cheyenes, en medio de la diáspora, de la caravana que llevará a los cheyenes a un refugio, y en el que una mártir deja su clase socioeconómica para unirse a los desposeídos, pasan por Tucson, donde Wyatt Earp debe atender un estallido de violencia, y para ello interrumpe una partida de poker; para evitar que le hagan trampa, pone su puro encima de las cartas; si se cae la ceniza, advierte, es que tocaron el mazo y entonces los ajusticiará; el nerviosismo de los otros jugadores es comiquísimo. Esa misma distensión es la que aparece en varias escenas de Romeo y Julieta, por ejemplo. En Escritos bajo el sol (Las alas de las águilas) la mayor parte del tiempo, un increíblemente ágil John Wayne, que al principio de la cinta baila de manera aceptable, se la pasa en cama, paralítico, sin síntomas de tragedia; en Bill, qué grande eres, la acción que pudiera parecer inverosímil presenta a un personaje que anhela ir a la guerra, pero su increíble puntería se lo impide; es compensado con una acción inesperada, tan fulminante que nadie la cree.
                Pero he visto ya tres veces una cinta de la que habla poco en sus largas entrevistas con Bogdanovich, quien tampoco insiste en su singularidad: La taberna del irlandés (o El paraíso de Donovan); filmada poco después de El hombre que mató a Liberty Valance, aprovecha la vitalidad de Lee Marvin para ponerlo a madrearse otra vez con John Wayne con un pretexto muy divertido; sólo lo hacen una vez al año, cuando celebran, el mismo día, su cumpleaños; la trama carece de trama; un mínimo pretexto lleva a una isla pacífica a una mujer de negocios a mostrar que su padre es un desbalagado e inmoral, para reclamar la totalidad de las acciones de una empresa naviera, y se encuentra con que tres niños pueden disputársela; la mujer, una actriz poco renombrada, Elizabeth Allen (más protagonista de series televisivas como Dr. Kildare, Ruta 66, 77 Sunset Strip, El fugitivo, La ciudad desnuda, Barnaby Jones, El hombre de CIPOL, Texas, y que aparece también en El ocaso de los cheyenes, muestra las piernas, algo inusitado en alguna cinta de Ford (excepto cuando se insinúan las de Dorothy Lamour en Huracán), y no sólo una vez; tres niños cantan y tocan al piano “Martinillo” que repentinamente convierten en rock, que también bailan; Wayne, quien se sintió incómodo aunque no se nota en la cinta, enamora a la mujer aunque ambos se resisten a aceptarlo, y además debe aceptar que ella lo vence en una carrera de natación y en otras cuestiones; además, trata a Allen como a Marvin, o como en cintas de otro director pero discípulo de Ford (Howard Hawks), a Robert Mitchum o a Dean Martin: con cariñosa rudeza; como en pocas cintas de Ford, se anticipa el final alegre, pero no complaciente: las competencias seguirán. Por si fuera poco, un par de niños, que debieran de ser disciplinados, son unos vándalos divertidísimos: de grandes serán como Mississippi o como Ricky Nelson.
Un dato extra: Ford, quien admiraba la presencia de John Wayne, responde a Hawks en una materia sorpresiva: en Río Bravo, Angie Dickinson, luego de besar a Wayne, sentencia: “es mejor cuando no lo hace una sola”; antes, en Tener y no tener, Lauren Bacall dice algo parecido cuando besa a un reacio Bogart (“es mejor cuando lo hacen dos”), y en El Dorado, Charlene Holt es también la que besa a Wayne y dice una frase similar; en Hatari  Elsa Martinelli le pregunta cómo le gusta que lo besen, y al principio la experiencia es decepcionante; en La taberna del irlandés Allen reta a Wayne a besarla, y como lo ve dudar, le avisa: me han besado antes; Wayne la toma sin mucha delicadeza, y aunque ella lo espera, al terminar, exclama: “yo pensaba que antes me habían besado”. Más mezcla, maistro, o le remojo los adobes, hubiera dicho Germán Valdés. Al final de la cinta la arrastra como arrastra a O´Hara en El hombre quieto, y la doma a nalgadas, como Jorge Negrete a Lilia Michel en No basta  ser charro o Pedro Armendáriz a Rosita Quintana en El charro y la dama.
                Ford, quien sin filmar una sola cinta con obras de Shakespeare es quien más se le acerca en intensidad y manejo del drama, hizo una cinta sonriente, divertida, y sin drama, por una vez en su carrera.

En alguna competencia olímpica los expertos estaban seguros de que un corredor mexicano, quien tenía las mejores marcas en su especialidad (los 800 metros libres) en esos momentos, obtendría una medalla cuando menos de plata, para orgullo de la nación (muchos países dependen de la habilidad de algunos deportistas para mostrar el avance de su cultura, de la eficacia de su gobierno, o cuando menos de la superioridad de su raza); pero terminó en un decepcionante sexto o séptimo lugar entre ocho competidores; la decepción fue tan inmediata como cuando Raúl Macías fue vencido por Alphonse Halimi o un equipo mexicano cayó 8-0 el 10 de mayo de 1960 ante un equipo inglés (si hubiera sido en esta época, con el periodismo sensacionalista actual, entonces sólo reservado a Tabloide hubieran cabeceado “Nos Dieron en la Madre” o “¡Qué Poca Madre!”). Cuando le preguntaron a ese corredor el por qué de su derrota sólo alcanzó a responder, tajante: “pos es que los otros corrieron más rápido”; de ese tono fue la respuesta del “jefe” de “gobierno” capitalino, cuando lo interrogaron sobre las inundaciones en una de las zonas privilegiadas de la ciudad (aunque construida sobre minas, lo que representa un riesgo ante seísmos de intensidad violenta, que están esperando los sismólogos alarmistas): pos es que llovió más fuerte de lo normal. Si es uno de los candidatos de la izquierda, ante los titubeos y temores del gobierno (sobre todo del qué dirán, pues pide perdón aunque no haya cometido delitos), podemos anticipar que la caballada está flaca (para seguir con las metáforas deportivas, un boxeador fino y elegante como Lalo Guerrero, titubeaba y hasta dicen que retrocedía cuando un rival de menor categoría pero mucha mayor valentía como José Toluco López hacía como que lo embestía, echando “el bulto” por delante; el público celebraba el triunfo del macho sobre el temeroso). El “jefe” de “gobierno” enmudeció cuando un engallado chamaco le dijo fascista porque no deja que las manifestaciones de los maistros lleguen al Zócalo. Cuando a Luis Echeverría lo apedrearon en CU (¿cuál es la bebida favorita de los estudiantes?: Presidente con sangrita), él los encaró y les gritó “jóvenes fascistas”. Los patos le tiran…

Un chiste conocido pero siempre vigente, por la moraleja: cuentan que una ranita desenfrenada quiso desafiar la velocidad de un tren, pero fue vencida, y el tren la arrolló y le arrancó las ancas; repuesta del aturdimiento, quiso regresar por ellas ancas, pero no calculó y otro tren la arrolló, aplastándole la cabeza; la moraleja es que no hay que perder la cabeza por unas nalgas. Deberían entenderlo algunas mujeres dedicadas a la política, que arriesgan el puesto, la integridad y su futuro por unas nalgas masculinas.

Las normas son para violarlas, decía un amigo enamorado de una vecina llamada Norma; pero corresponde al Reglamento de Tránsito del Estado del Valle de Anáhuac; la mayoría de los automovilistas conduce con el teléfono portátil encendido, y muchas veces enviando mensajes de texto; las rayas o cebras, si no están despintadas y pálidas, sirven de estacionamiento, no de cruce peatonal; las luces preventivas no sirven para prevenir sino para que los conductores aceleren, y cuando se pone el semáforo en rojo, dos tres o cuatro automóviles se lo brincan; los motociclistas y ciclistas andan por el carril de la derecha, y rebasan por la derecha, y todavía reclaman cuando se estrellan contra autos estacionados o con peatones que intentan cruzar las calles; los ciclistas andan por la banqueta y echan bronca cuando se les reclama, porque saben que si atropellan a alguien, los dejan libres, excepto si los asesinan; los agentes policiales sólo observan, si es que dejan el teléfono portátil sin usar, por unos segundos; ni siquiera Julio Hubard, el segundo mejor boxeador entre los escritores mexicanos de los  siglos XX y XXI, se atreve a reclamar porque muchos automovilistas traen armas que desenfundan aunque ellos sean los que cometen infracciones; cualquier rozón, cualquier reclamo, lo resuelven a golpes o balazos, de ellos o de sus guaruras. Y peor: ya los conductores del Metro (línea 7, viernes a mediodía) manejan con portátil en mano, aunque no se pudo verificar si también enviaban textos escritos.

Reculó AMLO; ya no exige que derroquemos a Peña Nieto ni que se deroguen las leyes, sólo que le suavicen la transición para cuando se haga elegir presidente, sino en 2018 o 2024, en 2030; pero las redes sociales, donde sus seguidores llaman a derrocar al gobierno tirano (y lo dicen quienes deberían de conocer la historia) lo han exhibido arrogante, derrochador, con lujos de lo que carecen los políticos a los que ataca; con sus mismos errores, es decir, sacando provecho de la amistad que tienen con potentados que lo invitan a palcos lujosos; no es delito, pero es inadecuado; y cuando quiere limar asperezas le hacen ver sus incongruencias, sus llamados a la violencia. Sobre todo, su insistencia en que cuando sea presidente revertirá leyes, tratados, reformas, obviando que el presidente no manda, obedece; ése es también el dilema de Donald Trump, quien asegura que tomará medidas a las que no tendrá derecho, si es que gana las elecciones, sino que debe obedecer a las Cámaras, y que, en su país, los estados son libres, y no podrá ordenarles nada; fracasará, como ha fracasado como empresario; debería ver lo que pasó en otros países que le dieron la presidencia a empresarios, y los llevaron a la quiebra (moral, cuando menos).

Ya he hablado en este blog de Nick Hornby, cuando encontré y me maravillé con Fiebre en las gradas, que habla de la pasión por el futbol en Inglaterra; pero más que eso es un retrato de la generación que va de mediados de los cuarenta a finales de los cincuenta, de José Agustín a Juan  Villoro; más que Murakami, del que difícilmente volveré a leer ningún libro más que para desmentir algún elogio que le hice, deslumbrado, Hornby llena sus libros de música, de la música con la que crecimos y nos desarrollamos; no por nada una de sus mejores novelas, Alta fidelidad, está hecha a base de las listas que hacemos los forofos del rock y sus aledaños, y con la integración y desintegración de parejas sentimentales; no por nada la cinta basada en la novela, dirigida por Stephens Frears y con John Cusack en su mejor papel, es un fiel retrato de las tiendas de discos (Ameba, por ejemplo), que ya no existen porque MixUp ya no trae ni siquiera los discos de Paul Simon, por ejemplo, y espera que lo descarguemos de Internet, porque a los nuevos compradores no les importa la fidelidad ni el sonido de las piezas.
                Juliete desnuda, Todo por una chica, 31 canciones, aunque no tan deslumbrantes, son igualmente buenas; pero acaba de llegar, en edición mexicana pero con lamentable traducción madrileña de Jesús Zulaika, Funny Girl, una novela tramposísima que nos hace creer que la historia que cuenta es real, porque aparecen personajes como Harold Wilson (con un trato burlón aunque no tan brutal como el que le dedica George Harrison en Taxman), Lucille Ball, en quien se inspira para el personaje principal, y hasta retrata portadas de libros inexistentes y fotografías de personas ficticias.
                La trama es lo de menos, aunque le sirve para hacer un retrato de varias generaciones, en especial la nacida dentro de ese lapso generacional, y que llega a la ancianidad sin haber sido ni adulta ni madura, y que le queda el consuelo de que ya nadie muere antes de los 80 años, y debe sobrellevar una vejez a la que no se resigna, todavía intenta ligar y no desecha la idea de completar una “asignatura pendiente”; sólo los calvos olvidan el cabello largo y las mujeres conservan la figura de cuando veinteañeras; uno de los protagonistas, cuando son reconvenidos por los jóvenes, le recuerda que son de la misma edad de Bob Dylan y Dustin Hofman que, por otra parte, se conservan más jóvenes que Bono y que Brad Pitt(y).
                La anécdota comienza cuando Barbara Parker gana un concurso de belleza, título al que renuncia porque sabe que su porvenir será el que le soben las nalgas todo el tiempo, y se va a buscar otros caminos; de vendedora de cosméticos pasa a ser actriz, con un brevísimo intermedio como posible edecán padroteada por un agente de actores; su inteligencia, audacia, atrevimiento la convierten en una estrella inmediata que imita a su idolatrada Lucille Ball, que sobrevivió a la decadencia gracias a su programa I Love Lucy, que en México se siguió trasmitiendo hasta los años sesenta patrocinado por General Electric, creo recordar, y antes de que fuera desplazado por Domingos Herdez.
                Cómo hacen para que el programa, convertida en serie, dure varias temporadas, se narra con agilidad, intensidad, y un profundo sentido de la visión social; cómo ven el programa viejos, maduros, jóvenes y niños; cómo se deterioran las relaciones entre los personajes, cómo se describe el despertar sexual y una revolución que en muchos medios se limitó a un mayor tránsito a muchas camas sin que las mujeres, quienes mejor lo vivieron, fueran calificadas de lagartonas ni siquiera por sus ex parejas; los primeros atisbos del destape de los homosexuales; la infidelidad descarada, la pedantería de los intelectuales que sólo viven para desprestigiar el trabajo de los demás sin argumentos, sólo con diatribas y descalificaciones.
                Varias generaciones son enjuiciadas por Hornby, abuelos, padres, protagonistas y los hijos de éstos; sin embargo, no se trata de juicios sumarios, sólo son expuestas sus vivencias, su imposibilidad de madurar, su tortura de no tener dónde morir con dignidad; las masas que responden con exactitud a lo que los productores, periodistas, políticos, esperan de ellos.
                Es un libro lleno de humor; y como todos los libros con humor, es amargo e infeliz, aunque el sabor que deja es maravilloso, deslumbrante por su ingenio y por su exactitud, excitante a ratos. Hornby es uno de los mejores autores de esa generación, y su descripción de Londres parece corresponder, con dos o tres décadas de retraso, a lo vivido en México en los años setenta y ochenta.

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