domingo, 3 de julio de 2016

Perico; Juan Domingo Argüelles; Villanos divertidos; el retiro de dos músicos

Lo conté en El juego de las sensaciones elementales, único libro firmado por Gustavo Sainz que no va a reeditarse: estábamos en Nazas cuando llegó un adolescente, casi niño, y de inmediato albureó a Sainz, se puso a echar relajo con Alfonso y con Cuauhtémoc; poco días después Alfonso me llamó, en plena madrugada, para avisarme que había chocado el VW rojo de Sainz, que había heridos, que le ayudara; fui con Mario Magallón a la delegación, en el centro y me puse a hacer llamadas, para juntar lana y sacarlo antes de que lo entambaran. Mario se quedó a ayudarlo y yo me fui a recolectar dinero; uno de los lugares fue a la casa de Cuauhtémoc, en la Del Valle, un departamento pequeñísimo, nada parecido al lujo con el que vivía, vestía, presumía; en el patio estaba ese adolescente que había visto semanas antes de visita en Nazas; me guió hacia la  morada de Cuauhtémoc, quien me avisó que le habían hablado, que ya no era necesaria su aportación, que Alfonso ya estaba fuera.
                Volví a ver a ese adolescente en La Onda, donde me reclutó Cuauhtémoc para que fuera parte del equipo que haría el suplemento; al principio, además de Jorge D’Angeli y Cuauhtémoc estábamos Héctor Rivera y yo; Perico (Raúl Cuevas, née Pedro Raúl Pérez Cuevas) era el office boy; antes de que saliera el primer número Héctor fue reemplazado por Abel Ramos, excelente reportero harto relajiento.
                Perico iba a recoger discos con Luis Arturo Cárcamo, Rossy quién sabe qué, Óscar Mendoza, Pepe Návar; a veces, libros a editoriales, aunque más bien yo iba Joaquín Mortiz, Siglo XXI; luego, con Manuel Gutiérrez quien me sustituyó un tiempo, al Fondo de Cultura Económica, más a platicar con mi amiga Alba Rojo y con Andrea Huerta.
                Otra labor de Perico era llevar los materiales con Raúl Rodríguez, con Héctor Dávalos, asistirnos en la formación; era más amigo que asistente, y más asistente de Cuauhtémoc que de los demás, pero era muy divertido.
                Desde los tiempos de Nazas comenzó a tomar clases con Aníbal Angulo, y luego más formalmente a trabajar con él; después trabajó como fotógrafo para diversas revistas, y posaron para él lo mismo vedetes que actrices con más renombre; cuando Aníbal emigró a vivir más a sus anchas, Perico se convirtió en el fotógrafo favorito de las artistas dispuestas, antes mucho menos que ahora, a desnudarse.
                De vez en cuando me lo topaba en la calle, y con más frecuencia trataba de alburearme, aunque más bien era víctima de mis bromas, en las redes sociales. Cada vez que nos comunicábamos decía que iba a invitarme a desayunar, y siempre bromeaba por mi obediencia a Lourdes (él estuvo cuando nos casamos hace 43 años). No dejaba de invitarme a los estrenos de las obras donde actuaba su hija. Reacio a salir, más bien iba María José antes que yo.
                Un día me llamó para pedirme el prólogo para un libro que iban a editar con fotografías suyas; le correspondería a Cuauhtémoc, pero fue asesinado hace algunos años.

¿Por qué consentir en hacer una introducción para unas fotografías? No se trata de que esas fotografías sean de Raúl Cuevas, a quien conocí desde 1970 en que compartíamos labores en una oficina que tuvo, entre otros, a Cuauhtémoc Zúñiga, Óscar Mata, Anamari Gomis, Arturo Jiménez, Alfonso Rodríguez, bajo el mando de Gustavo Sainz; y después, con Cuauhtémoc Zúñiga, Óscar Sarquiz, Manuel Gutiérrez Oropeza, y las constantes visitas de Gabriel Careaga, Elena Urrutia, Alaíde Foppa, Luis Arrieta, Julio Amador, bajo la dirección de Giorgio De’Angeli. Su humor, su vitalidad, su capacidad para distorsionar cualquier situación en un momento desternillante convivían con su disciplina, que sabía ocultar, así como sus ganas de transformar y perpetuar esos momentos; bajo la guía de Aníbal Angulo pudo concretar esos deseos de que la realidad se eternizara.
                “¿Por qué consentir en hacerle una introducción a una colección de fotografías? La fotografía es una conjunción de artesanía (habilidad para enfocar, encuadrar y resaltar un objetivo) con inspiración y sentido de la oportunidad (capturar un momento gracioso, humorístico, sensual); todo arte necesita de esas cualidades, pero los fotógrafos, muchísimos fotógrafos, se han especializado en eternizar un gesto, para resaltar lo grotesco de una persona o de una calle o de una construcción; se dice que algunas de las fotografías más célebres fueron posadas, violaron la intimidad de quien fue retratado, que se consiguieron gracias a la repetición forzada de una postura o, más recientemente, que se fabricaron artificialmente por las técnicas modernas semejantes a las que hacen que canten juntos cantantes que vivieron en épocas diferentes. Además, no sé nada de fotografía, y sólo puedo decir que algo me gusta o que no me gusta (como nos pasa a todos con el cine).
                “Pero me encuentro con unas fotografías que no son periodismo ni sociología, que no se burlan de la pobreza ni resaltan la majestuosidad de un espectáculo que se repite a diario (un amanecer,  la belleza incomprensible, temeraria, del mar; o la opulencia de una montaña, o el pánico ante un abismo insondable); no son reproducciones de la realidad, son recreaciones y transformaciones de una realidad que ansía ser vista desde todos los puntos de vista posibles, de producir emociones diferentes.
                “En las fotografías de Raúl Cuevas encontré algo que no encuentro más que en unos cuantos artistas ora sí que de la lente: una manera distinta de lo que tenemos enfrente, pero en forma plástica; estos retratos me hicieron pensar en la pintura que, a principios del siglo XX, hizo que nos fijáramos en las partes ocultas de la vida, que viéramos una mesa, una silla, una mesa de operaciones, en pleno movimiento; que nos encontráramos con bañistas, o con naturalezas muertas, pero en tercera dimensión; que nos fijáramos no en las sonrisas enigmáticas sino en los paisajes emotivos, transfigurados, detrás de esas sonrisas enigmáticas; Leonardo imaginaba un cuadro perfecto que consistiría en un punto rojo en medio de un lienzo blanco; eso lo pueden hacer sólo los artistas.
                “Los retratos de Raúl Cuevas semejan ese cubismo, ese abstraccionismo que encuentra, desde una sola posición, todos los ángulos de una calle, de un templo, de un pueblito o del fragmento de una ciudad.
                “Raúl no los inventó, sólo nos los descubre y nos permite a los espectadores reinventarlo y ver un mundo que estaba detrás; es un fotógrafo singular que invierte su humor, su capacidad de distorsionarlo, en darle otro sentido a lo cotidiano.”
                El libro no apareció, y cuando lo interrogaba, sólo me decía que me platicaría en un desayuno. Ese desayuno es imposible: hace algunas semanas me escribió el entrañable Aníbal Angulo para avisarme que Perico ya no está con nosotros, víctima de una rara enfermedad, tan rara que apenas un puñado la padece; había puesto en sorteo alguna de sus cámaras para adquirir un aparato que lo ayudara con ese mal que le impedía respirar con naturalidad, él, que se la pasaba sin aire porque lo gastaba en carcajadas. Me quedó a deber ese desayuno, y unos cuantos chistes más.

La siempre seria pero sonriente Sandra Licona me telefonea para avisarme que en la presentación de Aquiles, la nueva y peor novela de Carlos Fuentes, un imbécil, aprovechándose de mi ausencia en ese acto, se hizo pasar por “Eduardo Mejía, de El Universal”, y uno de los empleados, de los pocos que no me conocen, le entregó un ejemplar. Sospecho quién fue, o por lo menos quién lo envió, alguien tan anónimo como cobarde. Quienes hacen presentaciones de libros saben que si voy a ellas no tengo tiempo de leer, como hacen muchos que hacen reseñas sin leer el libro, o que hablan de poesía sin entenderla. Recibí apoyo unánime, excepto de alguien que debería de haberme apoyado y que por lo tanto se convierte en el principal sospechoso. Agradezco las muestras de solidaridad, y resalto la coincidencia entre la opinión de mi querido amigo Sergio Romano (“sólo hay un Eduardo Mejía”) y de Alejandra Valadez (“Lalito sólo hay uno”): a ambos, y a todos los demás, muchas gracias.

Mi amigo Juan (nombre) Domingo (de parte de padre) Argüelles (de parte de madre), mártir e incansable promotor de un género cada vez más practicado y cada vez peor ejercido, el de la poesía, y más mártir promotor de la lectura, acaba de publicar un libro imperdible: El libro de los disparates. 500 barbarismos y desbarres que decimos y escribimos en español, en una edición (Ediciones B) muy aceptable y manuable pese a sus más de 500 páginas, aunque con un acento de más en la contraportada.
                Juan, que soporta la lectura de cientos de aspirantes a poetas, señala una cantidad gigantesca de errores que se cometen, sobre todo en la escritura; Juan apunta que algunos escritores inciden en esas pifias, aunque las vemos con mucha más frecuencia en los periódicos, que cuando menos tienen la excusa de que no están escritos en español, sino en periodiqués, un lenguaje que nació corrompido, y que corrompe a los redactores más dotados (en el ejercicio periodístico, digo); hasta los dirigidos o coordinados por dizque literatos utilizan desapercibido en vez de inadvertido; sobretodo (abrigo) por sobre todo; abordo por a bordo; lenguaje binario en vez de maniqueísmo, e ignoran las diferencias entre homófonos.
                Podría ser un buen manual para quienes nos dedicamos a teclear para elegir bien las palabras adecuadas, sólo que en los diarios tecleamos de prisa, muchas veces sin tiempo para enmendar erratas ni errores; los manuales y gramáticas enseñan cómo no escribir mal, pero ninguna cómo escribir bien (adivine mi cita); es de lamentar que los reporteros y los redactores desaprovechen este libro, que sin embargo no es ésa su función; no sé qué tanto quiso Juan engañar al decir que es un manual, cuando en realidad es una muestra de la inutilidad de las enciclopedias por Internet; Wikipedia –dicen amigos, conocidos y otras especímenes— tiene diez mil menos errores que la Enciclopedia Británica, y casi siempre, a menos que no quiera pelearme, pido que me señalen los mil más graves, y me gano su encono.
                Un técnico en computación, mientras componía en la que trabajo, escuchó una canción en una antología que puse en el tocadiscos, y me dijo que le gustaba mucho ese cantante; ¿de qué año será?, se preguntó al tiempo que se puso a buscar en la enciclopedia electrónica de su mayor confianza: lo encontró y me dijo orondo la fecha de nacimiento de ese cantante; al mismo tiempo le mostré en una enciclopedia de rock la fecha real; ésa fue una victoria más, pero inútil, porque para todos es más rápido consultar en la computadora que levantarse a verificar en alguna enciclopedia; yo no digo que consulto la Británica: no tengo espacio ni para ésa ni para la Espasa, que es mi favorita por su precisión para describir enfermedades, lo que alimenta mi hipocondria, pero hay varias confiables, exactas y precisas, más que las cibernéticas.
                La mayor cualidad del libro de Juan es mostrar la falacia de Internet, de Google, que incurren en errores e inexactitudes literalmente en miles, decenas de miles, centenares de miles de veces, y hasta millones, cuando es tan fácil tomar un diccionario; y allí está otra cualidad de Juan, cuando exhibe la torpeza de la Real Academia de la Lengua al admitir equívocos sólo por complacer a críticos sin sentido, al grado de que han convertido su Diccionario en un diccionario de uso en vez de un diccionario normativo, y muy complaciente.
                Juan es riguroso, pero tiene fallas; una curiosa: confunde pleonasmos con redundancias (rebuznancias, decimos en las redacciones), no advierte una falacia bastante común: decir inequitativo por inicuo, e inequidad por iniquidad, ni sanciona a los que dicen “la poeta” en vez de poetisa, error en que ya incurre la machista Real Academia, que sin embargo sigue diciéndole actriz en vez de “la actor” a la mujer que actúa, o hace como que, como correspondería, si se tratara de que las ignorantes poetisas piensen que un adjetivo dedicado exclusivamente a ellas es denigrante. Tampoco sanciona “modisto”, que sólo es adecuado en la cinta de René Cardona hijo con Mauricio Garcés en uno de sus mejores papeles, pero no registra dentisto, futbolisto, ensayisto; tampoco corrige a quienes escriben “se los dije”. Pero son errores pequeños, y muy difundidos.
                Por cierto, hace días alguien quiso regañarme en facebook cuando dije que se dice gasolinera en vez de gasolinería (Roberto Gómez Bolaños corrigió, incorrectamente, a Chinchulín, al decirle que se dice gasolinería al lugar donde se expende y gasolinera a la que lo vende, y Chinchulún, imbécil, se quedó callado), y me dijo que “era” y “ería” eran etimologías; tardé varios cuartos de hora en dejar de reírme a carcajadas. Quien quiera ver la razón de por qué se dice gasolinera, vea el libro de Juan, quien, por desgracia, donde más tiene razón es en mostrar que
no sólo los redactores y reporteros fallan al escribir, sino muchos que se dicen escritores.

A propósito de nada, la excelente, exigente, rigurosa poetisa Mariana Bernárdez se queja del comadrazgo en la poesía femenina, y tiene razón, Me quejo más de que haya tan pocos lectores de un género al que tanto le debemos.

Anuncian con pesar que, por culpa de un dolor periférico, Eric Clapton se retira, cuando menos de los conciertos, y seguramente de las grabaciones, porque  ya le es imposible tocar la guitarra; hace pocas horas Paul Simon anunció que se retira de la música, nomás acabe la gira donde promueve (no promociona, como dicen de manera incorrecta periodistas, editores y publicistas; Juan tampoco sanciona ese mal uso del idioma, aunque sanciona “precuela”, que demuestra cuán tontos son los neocríticos de cine) su más reciente disco; lo hace justo cuando encuentra un nuevo lenguaje, nuevos instrumentos, nuevos ritmos, y acerca más su muy peculiar ritmo a la música sinfónica; por cierto, dedica una canción muy divertida a Papa Cool Bell, quien tuvo el prestigio de ser el hombre más rápido del planeta, capaz, decía, la leyenda, de apagar la luz y antes de que ésta desapareciera del todo, él ya estaba en la cama, metido en las cobijas; la leyenda puede exagerar (la hazaña se la adjudicaron en los años cincuenta a Remolinillo, cuyas acciones se narraban en prosa en los cómics de La Pequeña Lulú), pero Simon comenta algo más real: en una ocasión, con un toque de bola, logró llegar a tercera base; no se narra que Babe Ruth pegó un jonrón de cuadro.
                Clapton ya había acusado decadencia y sus discos eran muy caseros, a lo que tiene derecho, pero sus forofos admiramos su incitación a la inconformidad, su manera genial de manifestar sus males de amor, y cómo hacía llorar la guitarra; Simon había perdido vitalidad, pero no mucho. Es lástima que se retire, aunque lo hace en plena forma, no como Axl o como Slash: debieran de ser otros los que no volvieran a tocar ni en vivo ni en estudio.
               
Cada vez admiro más a Arturo Martínez, no sólo de los mejores villanos de  nuestro cine, buen rival de Lalo González Piporro, no sólo un artesano hábil como director de churros divertidos y coherentes (casi todos), sino el protagonista de dos de los mejores momentos de un villano; en Quiéreme porque me muero, de Chano Urueta, borra al galán Abel Salazar, en un papel muy secundario, como el insoportable jefe de personal Señor Rodríguez, muy amaneradito, pero sin exagerar, a lo que eran tan aficionados quienes hacían papeles de afeminados (otra excepción: Guillermo Rivas, en Ensalada de locos); pese a lo breve de su papel, se come a todos en esa cinta; y en Policías y ladrones, como El Cocholoco, jefe de una pandilla de gánsteres compuesta por luchadores profesionales en la vida real, que secuestra al insoportable Adalberto Martínez y a una bella y discreta Lucy González, a los que van a asesinar exponiéndolos al olor de gas lp, y para que no se oigan sus gritos en la calle, ponen en un tocadiscos Garrard un chachachá muy sabroso, “tócale bien al compás”, y mientras esperan que se rindan, en otro cuarto, Martínez y sus secuaces comienzan, con discreción pero harto ritmo, a bailar ese chachachá, cinta con un humor inusual en el director Alejandro Galindo.
                No olvido que Arturo Martínez fue el que disparó la bala que atravesó el corazón de Juan Charrasqueado, su rival de amores de Miroslava, lo que se comprende, aunque se hace odioso cuando le explica que, muerto Charrasqueado (lo que le hacen creer a Miroslava), está dispuesto a sustituirlo, pero como ya fue de él (de Pedro Armendáriz), no tiene por qué ser por las tres leyes. Reviso la filmografía de Arturo Martínez y creo recordar haber visto cuando menos 111 de las 180 cintas en que participó, Juan Charrasqueado la primera.


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