martes, 12 de agosto de 2014

Reclamos de un forofo de Sarita; b y v; inútiles divagaciones sobre el deporte

Me escribe un enfurecido español, escudado en su anonimato, para tacharme de mediocre y loco por atreverme a dudar de la capacidad histriónica de Sarita Montiel, por afirmar que luego de Veracruz (tiene razón en reclamarme por adjudicársela a Anthony Mann, no al culpable Robert Aldrich, autor también de Apache, Doce del patíbulo, Cuatro por Texas) nada memorable hizo; me reprocha no entender que Sarita Montiel (Marco Antonio Campos me aclara que le hizo el feo a Pedro Infante, una de las pocas que se le escaparon) es la máxima estrella cinematográfica que dio España (por encima de Carmen Maura, Maribel Verdú, Candela Peña, por no hablar de las legendarias actrices de teatro como Emma Penella, o de los actores Fernando Fernán Gómez, Fernando Rey, Francisco Rabal, o alguno de los eficaces actores actuales), y sobre todo, por no entender la conmoción que sufrió España entera a la muerte de la muy mediocre Montiel. Si es un símbolo de España, puedo decir, junto a Ninón Sevilla, Arturo de Córdova y Viruta: “Ahora lo comprendo todo”.

En su Gramática española (1975; aún no cumple 40 años) de Juan Alcina French y José Manuel Blecua, se habla de la v labiodental; en los recientes Ortografía de la lengua española, el Nuevo diccionario de dudas y dificultades (de Manuel Seco), el anterior, Diccionario de dudas de la lengua española, en el Diccionario panhispánico de dudas, El buen uso del español y otros, se burlan de quienes hablan de las letras labial y labiodental; en todos estos diccionarios y manuales, al contrario de French y Blecua, afirman que en el buen español se pronuncian exactamente igual, y que quienes, como en el pasado, juntan labios y dientes para pronunciar vino, vino, venir, son exagerados y pecan de ultracorrección, que lo correcto es pronunciar igual bello y vello (para quienes estas palabras tengan igual significado deben sufrir al recordar mejores tiempos), baca y vaca, y dejan el sentido de labial y labiodental a las prácticas privadas del erotismo.
                Pero los gramáticos y los académicos, como los sabios redimidos de Bola de fuego, no conocen el lenguaje corriente, el de la calle, el indómito, que cabe a duras penas en los diccionarios y menos aún en las gramáticas. Una de las reglas ortográficas es que b va después de m, y v después de n y de d; es decir, al pronunciar envase, envuelto, enviado, adviento; en esos casos, lo natural es pronunciar la v juntando labio inferior y dientes; si se pronuncia, como quieren los gramáticos, usando sólo los labios, se interrumpe la pronunciación natural, o pronunciamos mal: emvuelto, embase (a menos que sea término beisbolero).  ¿Alguna vez los gramáticos hablarán en voz alta y se darán cuenta de lo que escriben? ¿Leerán lo que escriben los poetas, los novelistas?
                Cuando menos, en sus avances, tímidos y temerosos, los académicos advierten (con v labiodental) que el criterio gramatical seguirá siendo el gramatical y no el políticamente correcto; que el  género predominará sobre el sexo, y que lo correcto es “los diputados” y no “los diputados y las diputadas”, aunque se admiten los lugares comunes de “señoras y señores”, “damas y caballeros” o, como decía La China Mendoza, “señoras y señores, niños y niñas y Monsiváis”; hay quien afirma que la Academia ya ordena esa imposición de los alumnos y las alumnas, o la utilización de la arroba para determinar ambos sexos en un vocablo impronunciable y además absurdo. Cuando menos, por ahora no.
                Y si los gramáticos leyeran, sabrían que “guión” y “rió” se pronuncian, sindudamente, como bisílabos; por lo corto de estas palabras creen que son monosílabos, lo que da lugar a que buenos libros que no aceptaron la ya obsoleta sugerencia (¿o sugestión?) de eliminar acentos indispensables, escriban guion y rio (de reír), lo que los incluyen en el género de libros híbridos.
                Y para que más le duela a los académicos, ninguna editorial seria, y sólo una revista seria, aceptaron esas sugerencias; y para regocijo de académicos inteligentes (que los hay), se seguirán acentuando sólo y éstos (y sus derivados), porque lo absurdo de que el contexto del texto aclara el sentido de esas palabras fue derrotado; los escritores tendrán que aprender a acentuar cuando se debe y cuando no, y no dejarlo al arbitrio de los lectores, que han demostrado ser más inteligentes que los autores.

Circularon por poco tiempo los comentarios más tontos o incoherentes o absurdos de algunos futbolistas; algunos dijeron que no importa perder todos los juegos si al final ganan el campeonato, o que perdieron porque no metieron un gol, o cosas por el estilo, que no asombran aunque sí divierten; los emiten jugadores que cobran millones de pesos, dólares o euros, que tienen los favores sexuales de actrices, modelos o niñas bien que, es de suponer, los superan con mucho en elegancia, atractivo físico y seguramente en inteligencia y en preparación, y que sólo precipitan el fin de sus carreras y la ruina moral de sus vidas, por andar recordando lo que pudo haber sido y no fue. Pero casi al final de esas compilaciones, casi como remate, pusieron una frase monumental de Franz Beckenbauer, quien tuvo la fama de haber sido uno de los jugadores más finos y elegantes, y sobre todo, de los inteligentes: explicó las finalidades de su deporte: sólo hay una opción: ganar, perder o empatar.
                Si Beckenbauer dijo eso, el futbol está perdido; qué puede esperarse de los demás; lo triste es que tienen admiradores y forofos mucho más inteligentes que ellos.
               
Tal parece que el país escoge el peor de todos los deportes para hacerlo el más popular, al menos entre los televidentes: los clavadistas mexicanos se llevan un buen número de preseas en justas internacionales; los arqueros destacan también (por estos días se llevaron dos medallas de oro y una de plata), el Checo Pérez está entre los mejores en cada carrera de Fórmula 1, a menos que lo choquen y le pongan trampas; cada vez hay más atletas que se cuelan en los primeros lugares, en volibol tanto varonil como femenil compiten en las finales de competencias mundiales, el equipo de basquetbol llegó ya también a las finales, y hay buenos pitchers y buenos fildeadores en Ligas Mayores y en Triple A; y las televisoras consumen gran parte de su tiempo al transmitir futbol, que es donde menos se destaca, y donde más culpan a los árbitros por los malos resultados, que es como culpar a Dios por nuestros errores.

En el torneo de futbol supuestamente mundial afloraron muchas cosas que suenan igual de absurdas que las declaraciones de esos jugadores: el deporte no es tal, es un negocio y para que siga siéndolo, hay que acabar con la ética que debe regir toda competencia; si para que un equipo conserve a sus admiradores es necesario golpear a la mala, cometer faltas al reglamento y luego alegar que no fueron faltas, los directivos premian esa conducta, que la avalan los árbitros, cometen los jugadores y toleran y perdonan sus seguidores, que en vista de lo cual se ganan el mote de fanáticos que son capaces de insultar a sus amigos si se atreven a sostener un punto de vista diferente; además, en el balompié no caben los criterios, sino las opiniones; los comentaristas en vez de aclarar y descifrar y explicar una táctica, una estrategia y un plan de juego, sólo opinan, y encima hay que soportarlos; faltan al profesionalismo y cuando un árbitro aplicó el reglamento, en vez de aclarar que las reglas sancionan una falta, así sea leve, si se trata de estorbar de manera ilícita las acciones de un equipo en busca de una anotación; los comentaristas opinaron que no era falta, y mantuvieron la esperanza de que fallara el jugador que cobraría la falta, para que el equipo al que le iban ganara.
                (Por más que intento explicarme la frase, no entiendo qué quiere decir “le voy”, “¿a quién le vas?”; si quiero decodificarla, como decía Gustavo Sainz, lo más que puedo imaginarme es que el aficionado puede apostar por el triunfo de algún equipo –o boxeador, o competidor en cualquier justa deportiva. Y allí es donde menos me explico esa actitud: ¿por qué alguien apuesta –dinero, subordinación por unos días, sometimiento a una tarea degradante [como las apuestas entre Sergio Corona y Manuel Valdés, sólo que ellos lo hacían con gusto y sentido del humor], y a veces las consecuencias son drásticas– cuando carecen de influencia en el resultado, cuando no está en sus manos ganar o perder?
                (No moralizo: aposté con Manuel Arellano, primo del Cuate Arellano –medio defensivo del Necaxa, suplente de Jaime Salazar, el mejor amigo de Fu Man Chu Reinoso a quien antes de que apodaran Fu Man Chu [por aquel mago a quien ya recuerdan muy pocos, a menos que se exhiban sus muy disfrutables cintas] – lo conocían como El Cuate Reinoso] y perdí, porque mi favorito era América que perdía con Guadalajara  y con Necaxa; curado de ese fanatismo que muy pronto conjuré, perdí una apuesta con Cuauhtémoc Valdés por no hacer bien las cuentas en el balance de triunfos y derrotas entre Tigres de México y Diablos Rojos del México; apuesta que no pagué porque Cuauhtémoc aceptó que había abusado de mis malos cálculos; aposté varias veces, pero en algo en lo que tenía más control: la baraja, hasta que en una ocasión perdí casi toda la quincena y me quedé con lo justo para los pasajes, pero no para las comidas; me recuperé, gané lo doble la siguiente quincena, y no volví a apostar en casa de mi tío Enrique, experto en el juego; aposté y gané y perdí en algo donde tenía más control, el dominó, en casa de Mario Magallón; pero el producto de esas apuestas se pagaba en la taquería de don Rafa, así que daba lo mismo ganar o perder. Es más, el que ganaba era el que pagaba.)

Algo curioso con las faltas al reglamento del futbol: en 1962, en uno de sus mejores partidos, la selección mexicana estaba a un par de minutos de empatar con el seleccionado español  cuando Sol, uno de los componentes legendarios del Real Madrid (junto con Gento, D’stefano y Puskas) se le escapaba a Raúl Cárdenas, medio del Zacatepec y antes del Necaxa, y compañero de Pedro Nájera en el seleccionado mexicano; pudo haberlo detenido, si lo hubiera zancadilleado; no lo hizo, siempre fue un jugador muy correcto, y de allí a que terminó su carrera como jugador, le reprocharon no haber fauleado al español; en el torneo más reciente, Rafael Márquez trastabilló, sacó de balance a un jugador holandés; si no lo hubiera hecho probablemente se hubiera creado una situación de anotación pero que, a como estaba jugando el portero del equipo mexicano, tenía muchas posibilidades de anularlo; fauleó, y en vez de que los forofos mexicanos le reprocharan su actitud artera, le reprochan al árbitro haber marcado la falta. Que no fue, dicen, sin conocer el reglamento, que sanciona ya no la falta, simplemente la intención de cometerla.

Sigo con deportes: en una variante de las carreras de autos, hubo un choque, producto del cual uno de los competidores quedó con su vehículo arruinado (para esa competencia: esos autos los hacen y deshacen con facilidad; entre otras cosas, por ello las colisiones son aparatosas pero casi nunca graves para los corredores); se enojó, y en plena carrera, que no la habían suspendido (porque su auto no estorbaba en la pista), se metió en medio del tráfico para retar a golpes a quien lo chocó; en esas carreras la velocidad es alta, aunque en las filmaciones no lo parezca; lo evitaron cuatro vehículos, pero para desgracia de todos, quien lo chocó se lo topó de frente y lo atropelló; quien piensa con el corazón está perdido; y un comentarista se atrevió a exclamar: y le echan la culpa al muerto.

Para evitar contaminación los sábados, día en que mucha gente descansa en sus trabajos y comparte con la familia (los domingos los desperdicia frente al televisor), decidieron prohibir la circulación de los autos con más de 15 años de antigüedad, más de 60 por ciento, dicen los que saben de estadísticas, de los vehículos de la ciudad de México y la zona metropolitana y estados circunvecinos; según estudios recientes, que dejen de circular seis de cada diez autos ha traído la reducción del cinco por ciento de consumo de gasolina, lo que significa un desequilibrio en las cuentas del gobierno que se encaprichó en imponer esa medida; además, el ocho por ciento de los vehículos de transporte público aportan más del 80 por ciento de la contaminación total de los vehículos y sólo el 20 por ciento está a cargo de los autos particulares, nuevos o no, que emiten menos pero contaminan más; y no se dieron cuenta que quienes no circulamos los sábados tenemos que hacerlo en domingo, con el agravante de que nos topamos con miles de ciclistas que, por ellos mismos, no contaminan, pero provocan que los automovilistas, al frenar y frenar, y consumir media hora en un trayecto que no debería hacerse en más de cinco minutos, contaminen más. O sea, no saben hacer cuentas. Y tanto y tanto, como diría la nana, que los de su propio partido ya advirtieron que esa medida provocará derrotas electorales de las que no podrán reponerse en mucho tiempo y ya le retiraron su apoyo. De no ser un asunto tan enojoso, resultaría divertido.


Me dice Diego: los resultados de tu retiro equivalen, en otro sentido, a lo que hizo Tony Larusa con los Medias Blancas y los Atléticos; sólo que yo no tuve la culpa (y no provoqué la perjudicial salida de Jorge Orta).