Con puntualidad
no siempre acostumbrada, apareció la nueva edición, la XXIII, del Diccionario de
la Lengua Española, editado por la Real Academia Española y publicado por
Espasa; el primero es conocido como DRAE, y la segunda como RAE, siglas que
facilitan la redacción pero no la pronunciación.
La RAE fue puntual en presentar
a la prensa el DRAE, de manera simultánea, en los países que oficialmente
hablan y escriben en español (o castellano, ya no sé; España es donde menos
bien hablan el idioma, dijeron Reyes y Borges), pero Espasa no lo fue en
ponerlo a la venta; en las librerías que me quedan cerca, aunque cercadas por
las obras en Mazarik, no lo tenían; en Porrúa ignoraban que se hubiera presentado
el jueves 16 de octubre, y con la información,
afirmaron que lo tendrían pasado el fin de semana siguiente, porque ya lo
tenían en las bodegas; en la Gandhi ya lo tenían, aunque la persona que atiende
por teléfono ignoraba que ya hubiera aparecido, y me exigió el ISBN, que
conseguí en la misma página de la Gandhi en Internet; como pedí el DRAE, me
regañó: no se llama DRAE, sino Diccionario de la Lengua Española; lo apartó en
mi nombre y me dio tres días para pasar a recogerlo, es decir, entre sábado y
lunes; pasé dos horas después, y en efecto, estaba en la caja, a mi nombre; cuesta
dos pesos menos que la edición anterior, aunque está encuadernado en rústica, y
es mucho más voluminoso.
(Esto de las nuevas librerías es
un desastre: los vendedores, aunque tengan localizada la sección donde están
los géneros, o las editoriales, tienen que acudir a la computadora para
encontrar el libro que uno le pide; en la Gandhi de Polanco había un empleado melenudo,
eficaz, informado y atento [todos son atentos, en realidad], que no necesitaba
la computadora; no sé si lo ascendieron o se fue a otro lugar; los que se
quedaron no son tan eficaces. Pero en todas las librerías pasa lo mismo:
consultan en computadora en vez de ir a la sección de poesía, o novela
hispanoamericana, o europea, a buscar el título requerido; suelo preguntar por
libros agotados, aunque no necesariamente inexistentes; casi nunca encuentran
lo que pido; llevo casi un año buscando una edición decente del Quijote
de Avellaneda; si cuento las respuestas creerán que las invento, como si
tuviera tan grande imaginación.)
La primera
tentación es ver la lista de los académicos; subsiste en muchos países
premiar la calidad o la popularidad de los escritores con el nombramiento de
académicos; hay algunos que pertenecen a dos academias y en ambas viola las más
elementales normas gramaticales; hay alguno que ha confesado que ignora la
diferencia entre verbos y preposiciones, otros que no saben conjugar verbos y
muchos que no saben contar número de sílabas, o de plano que no saben qué es
una sílaba. Aunque hay muchos que por su calidad de científicos, o filólogos su
aportación es valiosa; otros, porque manejan el lenguaje coloquial aunque sean
derrotados por los que abominan el lenguaje coloquial; pero más de uno ha
demostrado ignorancia no sólo gramatical, también en otras áreas.
La segunda tentación es ver cuál
fue el criterio para aceptar o desechar palabras; se supone que, por orden
histórico, muchas palabras de uso antiguo van antes que en la acepción moderna;
sin embargo, la de “vestuario”, la que en 1970 era la novena acepción ahora es
la tercera, y la más usada en la prensa deportiva española (y sus repetidoras
Televisa y Canal 13) aunque existe la palabra “vestidor”, que sólo tiene esa acepción.
Alguno de sus amigos me contaba
que Antonio Alatorre pensaba que las reuniones de académicos serían aburridas,
por lo que ni siquiera consideraba formar parte de la AM; lástima, se hubiera divertido
muchísimo al encontrar que la definición de “a” es “el sonido de la letra a”;
que “noviazgo” es el tiempo que dura el noviazgo (ya lo dije en mi reseña en El
Librero, de El Universal, pero no
deja de divertirme), y que desaparece “puta”, o más bien se une a “puto”, pero
ya no se habla de la mujer que ejerce la prostitución, sino en un muy discreto
cuarto lugar, y con terminación masculina; persiste “prostituta” como persona
que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero, con lo que ignoran a
quienes lo ejercen para conseguir un ascenso, una calificación o por simple
gusto de la variedad en que se encuentra el gusto, variedad determinada por la
palabra “piruja”, que si en México es sinónimo de puta, en el DRAE tiene una
acepción más reconfortante, que es “mujer —ellos son los que lo dicen—joven,
libre y desenvuelta”, aunque en la práctica eso remitiría a coqueta, que según el
DRAE es quien gusta agradar por el simple gusto de agradar, pero más aún la que
gusta de agradar a muchos, sin que conlleve cópula, que en su segunda acepción
es juntarse sexualmente; coquetear es tener una relación en la que no se
compromete quien coquetea, aunque para eso ya adoptaron un término de las
revistas del corazón, el ”amigovio”, que se distingue del amante en que se toma
las cosas más a la ligera y no anda veriguando si la pareja coge o no con la
esposa/so, o con otras personas. En la realidad, amante es la persona que exige
exclusividad sexual, que no económica.
No se entiende por qué, si todas
las acepciones de período (que prefieren a periodo) conllevan la noción de
tiempo, cada vez que lo mencionan le dicen “período de tiempo”, lo que es una
redundancia (“repetición o uso excesivo de una palabra o concepto”), pero la
limitan a éste, no lo usan en subir; nunca dicen “subir para arriba”, aunque todas
las acepciones tienen ese sentido: “ir hacia arriba”, “llegar a un nivel más
alto”…
Ha habido muchos críticos al
DRAE a lo largo del tiempo; Raúl Prieto se especializó en leer lo que él
llamaba El Mamotreto, y se burlaba despiadadamente de cada error que
encontraba, cuando menos uno por página, tanto por la ceguera, el
empecinamiento de la RAE de creer que el idioma se centraba en el habla
madrileña y menospreciaba las muy ricas variantes en toda la América española;
los madrazos eran memorables y muy divertidos (Madre Academia y variantes, en diversas ediciones y editoriales);
muchos académicos mexicanos, me consta, insistían en que tenía tanta razón que
debería tener un sillón confortable en la Academia donde pescara todos los
errores y ayudara a enmendarlos. Él veía esa invitación, o insinuación, como
una afrenta y pensaba que hacía más bien con la crítica que con los consejos;
consejos que, además, aunque los mexicanos aceptaran en España desecharían. Por
ejemplo, allá siguen diciendo “mejicanidad” y “mejicano”, sin que la Academia
Mejicana proteste, o ponga una nota manifestando su inconformidad.
Pero las críticas y puyas
calaron; la actitud de la RAE ha sido menos arrogante, menos altanera, y aunque
subsiste su lema de pulir, fijar y dar esplendor al lenguaje, es más permisiva
o tolerante o de plano negligente, y se pasa de dejada; acepta, por ejemplo,
lonchera, el recipiente pequeño, de plástico, metal u otro material que sirve
para llevar comida ligera, especialmente los niños a la escuela; ¿por qué decir
“comida ligera” si arribita de esa definición aceptan la de “lonche”, que es
precisamente la “comida ligera” (ligera en qué: ¿en carbohidratos, calorías,
proteínas?); ¿por qué no poner que es un recipiente para llevar lonche? Ora
que, ¿dónde se dice lonche? Según Gilberto Martínez Solares, es un vocablo regiomontano
en boca de Agustín Isunza, pero en el DF, aunque las loncherías se llamen
loncherías, pronunciamos “lonch” y escribimos "lunch"; ¿y por qué en especial los niños? ¿No han
visto a los obreros con su lonchera en glorietas y parques y banquetas a la
hora del lonch? Y si oficializan lonch, ¿por qué no “guajolota”, que es un
alimento matutino tan popular y nutritivo como el lonch, o más? ¿Y si quieren
llevar los huevos duros, dicho sea inocentemente, como ya no es comida ligera
pierde el apelativo de lonchera? ¿O se refiere al peso del alimento?
En donde más se advierte que la
RAE busca si no complacer cuando menos no enmuinar a los hispanohablantes no hispanos,
es en su aceptación de que la “v”, en la actualidad, se pronuncia como “b”,
aunque no lo acepte Gutiérrez Vivó. Lo enfatiza (y pongo enfatiza nomás por
hacer enmuinar a Juan José Utrilla, pero más muina debe darle saber que la RAE
ya oficializó “enfatizar”): se pronuncia como “b”, sin darse cuenta, como
dijimos hace unos pocos meses, que no se pronuncia como “b” en “envase”, “envío”,
“envidia”, a menos que pronunciemos “embase”, “embío”, “embidia”; si se
pronuncia la “n”, por fuerza la “v” se pronuncia como “v” y no como “b”; ¿cómo ven?
También acepta “desapercibido” como sinónimo de inadvertido, lo cual empobrece el lenguaje y pierde el
sentido de dejar de percibir.
Trescientos años en la vida de una
institución pueden ser muchos o muy pocos; en caso de la RAE, es muy reciente
que aceptó que su actitud en la política, la ciencia, la religión y en
cuestiones sociales era, cuando menos, conservadora, y en muchos casos
reaccionaria; pensaba que América, todavía muy entrado el siglo XX, seguía
siendo una colonia que permitía que en sus (con)dominios no se metiera el Sol, aunque
frente a otros idiomas era sumisa, más que humilde; incapaz de darle nombre a
las prendas que adoptaba para la vida diaria, aceptó “suéter” aunque permitía
que se escribiera sweater; al fondo le llama combinación (menos mal que no lo
nombra como los cubanos, fondillo); a
los calzones o pantaletas (derivación de
calzas o de pantalones), bragas, cuando las mujeres no tienen qué bragarse; al
brassier o sostén, sujetador (¡y en una edición española, de Ultramar, de Mirándola dormir le hicieron ese cambio
a Homero Aridjis, sin considerar ritmo y acentuación); para estacionar un auto
emplean un horrible anglicismo, españolizado: aparcar, aunque alegan que no
viene de parking, sino de parque, pues en su sexta acepción es el lugar donde
guardan transitoriamente algunos vehículos; y aún se atreven a decir que en
México (¿o Méjico?) decimos parqueo, sin que los hayan desmentido (a quién le habrán preguntado o dónde lo habrán leído? Sospecho el nombre de la culpable, que estudia las palabras desde un cubículo sin oír ni leer fuera de él.)
Frente a una literatura
combativa, audaz, experimental tanto en estructura como en lenguaje, con una posición
social respetable y honesta, como es la española desde hace tres siglos; frente a un cine divertido, inteligente, singular,
original, desinhibido; frente a una música que no desmerece de otras artes y
que respeta a sus clásicos (aunque Serrat, Autie, Sabina, canten feo), la RAE y
el DRAE desmerecen muchísimo, están muy a la zaga, y no comparten los adelantos
hispanos, desdeñan a todo un continente (hispanohablantes en Estados Unidos
inclusive), e ignoran que el español está vivo, se transforma sin perder
elegancia ni formalidad; muchas palabras (quizá y quizás; incluso e inclusive,
por ejemplo) son tratadas con ligereza y descuido. Insisto: la RAE, por miedo a
las críticas, admitió voces que no tenían por qué estar en el DRAE, y ya desde
hace dos ediciones antes ha cambiado: ya no es normativo, es un diccionario de
uso, pero muy inferior al de María Moliner (útil sobre todo para escritores,
más que para lectores) y el de Manuel Seco. Y muy atrás, en el caso de la
utilidad para los mexicanos, del excelente Diccionario del Español de México.
Llega una noticia
cómica de tan dramática: en Australia se prohibirá la puesta en escena de Carmen, la ópera, no porque la protagonista sea ligera de
cascos (¿coqueta, piruja, puta?) sino porque es cigarrera (no los vende, los
fabrica) y porque en la obra se fuma, y ya sabemos que los hitlerianos
guardianes de la vida ajena se molestan cuando ven que alguien fuma, y se arrogan
atribuciones que no son suyas, alegan cuestiones científicas falsas apoyados en la muy mentirosa OMS; ¿podríamos imaginar
qué va a pasar si no detenemos a esos guardianes del orden y la vida sana?
Modificar la portada de Abbey Road,
suprimir las escenas de Help!, Casablanca, Cartas marcadas, Manhattan, La Cucaracha y omitir de la lista
de nuestras favoritas “Fumando espero”,
igual de buena con Sarita Montiel que con Nacha Guevara, ambas, enemigas de lo
políticamente correcto.
No lo digo de ardido: ayer 28 hizo
un año fumé mi último cigarro, aunque puedo recaer y seguramente lo haré; lo
hice sin ganas, porque se me ha desaparecido el apetito del tabaco, que
disfruté muchos años sin abusar (los agentes de seguros me decían: eso no es
fumar, aunque las autoridades perredistas ahora dirían que un cigarrillo es
suficiente para provocar las muertes propia y varias ajenas –sin que uno pueda
escoger a la víctima involuntaria o pasiva); fumé por hacer enojar a José
Emilio Pacheco, no porque él me prohibiera fumar, sino porque decía que como ya
nadie fumaba, todos le gorreaban los cigarros; le volé uno, pero su muina duró menos de un
minuto, y se dedicó a contarnos chistes, anécdotas, sucesos, durante más de una
hora. Creo que podré reproducir cada una de las las palabras que nos dijo ese memorable
día; lo malo es que podré repetir muy pocas de ellas; si dijera todo, molestaría
a muchos.
Vigilan que no fumemos, que
pongamos poca azúcar y nada de sal a nuestros alimentos, y permiten a los
fotógrafos indiscretos que anden cazando a las famosas que, deliberada o inadvertidamente
muestran las piernas, el aguayón (que, me repito, en la edición conmemorativa
de La región más transparente de la
RAE aseguran que se refiere a los pechos femeninos), las tarzaneras o las chichis.
Y aquí es cuando vuelvo a
discordiar con la RAE; para nosotros, chichi es pecho, derivado del náhuatl
(como cacahuate); de allí también chichón, chipote y Chichonal; para el DRAE,
eso es chiche y en cambio chichi es coño (vulva [¿bulba?] y vagina); y en otra
acepción, es “inútil”. Allá ellos.
¿Por qué vigilan la vida privada
y permiten que invadan la vida privada de los famosos, célebres o populares?
¿Será que las fotografías, como los cadáveres en los clósets, no pueden ocultarse,
aunque uno las desniegue?
(Como ven, en
algunos párrafos quiero molestar, aunque espero que mis amigos no se molesten.)
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