El más reciente
número de BBC Music trae el anuncio
de la Colección Karajan: 101 discos en 13 álbumes, que contienen grabaciones en
vivo ahora remasterizadas, la obra completa con la Filarmónica de Viena, las
sinfonías de Beethoven, dos con sus solistas favoritos (dicen que, sobre todo, Argerich), dos para la música alemana romántica, sus versiones de los músicos
rusos, de Handel a Bartok, uno completito con Sibelius, dos para música coral, otro
campechaneado con franceses y rusos y otro con sinfonías clásicas. Como dijo
José de la Colina al respecto de Camilo José Cela, qué ganas de tener la obra
completa de Karajan para no oírla.
Desde que la Real
Academia de la Lengua anunció que iba a suprimir acentos ociosos hubo oposición
de muchos académicos, tanto de España (Javier Marías, uno de los más ruidosos)
como de México (notoriamente, José Emilio Pacheco); ante la pregunta constante
de cómo iba el lector a distinguir entre solo y sólo, la Academia contestaba
que por el contexto; cuando se preguntaba por qué suprimir el acento de guión
alegaron que porque es monosílabo, aunque “ahi nos lo dejaban a nuestro
criterio”, pero asumían que las academias restantes obedecerían “ciegamente al
que manda” (una de mis citas preferidas), y a partir de sus indicaciones sus demás
publicaciones (Ortografía, Gramática, Nueva gramática básica, Compendio ilustrado y azaroso de todo lo que siempre quiso saber sobre la lengua
española, Las 500 dudas más
frecuentes) siguieron ese criterio. Pero en vísperas de la publicación de
la nueva versión del Diccionario, en voz de uno de sus miembros, reconocen su
derrota: casi ninguna publicación seria le hizo caso, las buenas editoriales se
abstuvieron de suprimir los acentos de sólo, de éste, y otros; las malas
editoriales y las malas revistas (de las buenas, sólo una hizo caso) tendrán
que asumir que durante unos pocos años escribieron con faltas de ortografía, y
los malos correctores tendrán que esforzarse de nuevo para dejar los textos
como debe ser. Y los escritores no podrán alegar que por el contexto podremos
deducir de qué están hablando. Lo que no se dijo es si continuarán con su
objetivo más reciente, es decir, es diccionario de uso, o será normativo. ¿Será
regida por cuestiones políticamente correctas? ¿Seguirán diciendo “la poeta”, ¿seguirán
condenando a los inválidos y a los lisiados, los sordos, los tartamudos, los
que sufrimos de pie plano? ¿Los miopes seguiremos siendo débiles visuales?
¿Insistirán que la v y la b suenan igual? Sí, si se trata de “vaso” y “basta”,
de “evadir” y abastecer”, pero no si se trata de “envase”, “adverbio”. Por algo
la v se llama labiodental, y la otra, más simple, labial.
Sin embargo, debo agregarme a
esas protestas por un idioma políticamente correcto: un reportaje reciente
confirma que mucha gente ha sido discriminada por su apariencia, que por ello,
por no vestir de mono (como se dice en las novelas de Vargas Llosa) son
maltratados, rechazados en bancos, o han sido rechazados al pretender a alguna
mujer. Lo he sufrido, como lo han sufrido todos los chaparros. Más de una, en la adolescencia, me dijo "si midieras 15 centímetros más", y se referían a la estatura.
Menos en broma,
relato que por no vestir traje, o por chaparro, o por usar barba, no sé por
qué, fui maltratado en varios bancos, concretamente en la sucursal de Banamex
en Homero, frente a Liverpool Polanco (que no está en Polanco, sino en Chapultepec
Morales, pero así son de pretenciosos los que viven en lugares aledaños a Polanco), a finales de abril. Acudí a ella, acompañado de Nahúm, porque deseaba
abrirle una cuenta de ahorros, atraído por sus ofertas: tarjeta para hacer
retiros y, en ciertos comercios, realizar compras; no se necesitaba una suma
muy alta para abrirla (me niego a decir “aperturar”); cuando fui a preguntar,
aceptaron toda la documentación, excepto la copia del acta de nacimiento, pero
me dijeron dónde obtenerla con rapidez; no me tardé ni tres cuartos de hora en
regresar. No había más que una persona esperando que alguno de los ejecutivos
(números 18 y 19) se desocupara (el número 20 estaba desocupado, o mejor dicho,
ocupado en ir a quitarle el tiempo a los otros dos); la ficha que me dieron
prometía que en cinco minutos sería atendido; sin embargo, sin ficha, el
ejecutivo 20 llevaba a clientes o trajeados o ayudantes de potentados, que
hacían gala de prepotencia (después, me encontré a uno de ellos en otro banco,
enojado porque me atendían y tenía que esperar [cinco minutos] a que terminaran
mis trámites), o mujeres que vestían simulando elegancia, y que sin ficha
entraban y saludaban de beso a esos ejecutivos; luego de 45 minutos de espera
por fin se desocupó uno de ellos, y aunque intenté entrar, me evadió, fue a las
cajas y regresó con un hombre al que dio preferencia aunque mi ficha era la
siguiente. Cuando le reclamé, a gritos me dijo “tengo que atender a mis
clientes”; por desgracia, yo también soy cliente de ese banco, pero ni saludo
de beso a esos cuates ni los adulo, sólo exijo que traten con decencia sin
fijarse si mi ahijado es moreno, si soy chaparro, si no uso traje (en los
últimos 40 años he usado corbata dos veces, y mando a la chingada a los
restauranteros que se niegan a servir a quienes no vayan de corbata). Nos
fuimos, pese al hambre, a Banorte, donde en menos de 15 minutos nos abrieron la
cuenta de Nahúm.
Hubo una vez un
escritor que alardeaba de no leer más que lo que entendía, y que por ello nunca
leería a Rimbaud; ahora da conferencias sobre los mejores autores mexicanos. Y
hay quien le cree. Y quien cree que escribe.
Marco Antonio
Pulido me hace ver que Scarlett Johansson y Penélope Cruz pelean,
amigablemente, por un actor (no importa cuál) en una cinta de Woody Allen (Vicky Cristina Barcelona); conocía y
recordaba las escenas, pero al momento de escribir se me escapó; sobre todo,
porque la impresión que tengo es que la cinta cobra vida cuando aparece Cruz, y
se apaga cuando se va.
Pero en busca de más escenas vuelvo a ver Damn Yankees, una obra maestra de las muchas que hizo Stanley
Donen, y no puedo dejar de pensar que Televisa hizo un pacto con el Diablo
similar al del protagonista de la cinta: hacer creer que un equipo de futbol
tiene posibilidades de ganar un torneo en el que participan otros que creen que
representan el deporte de su país (y creen que es mundial), y que cuando acontezca la desilusión, porque
su calidad es mucho menor que la de la mayoría de otros participantes, habrá
tragedias de las que se aprovechará el Diablo para repoblar el infierno, ahora
que el papa Francisco dice que es sólo una imagen y una metáfora (¿no será una
argucia para que nos confiemos?). En la cinta, Ray Walston (nadie mejor que él)
regresa su juventud a Robert Shafer, lo convierte en Tab Hunter, con facultades
para batear, fildear, y encabeza a los Senadores de Washington para hacer creer
a los forofos que pueden ganar el campeonato de la Liga Americana (hace un
siglo se decía “Washington: primero en la paz, primero en la guerra, último en
la Liga Americana” –frase que aludía a la reticencia de Estados Unidos para
entrar a la Primera Guerra Mundial, a la creencia de que cuando se decidiera a
hacerlo sería decisivo para la derrota alemana, y a que el equipo de beisbol
terminaba en los últimos lugares), y al perder en el último juego contra los malditos
Yanquis, que entonces ganaban todos los campeonatos (diez en 12 años, en los
años cincuenta y sesenta), habría más suicidios que durante las crisis económicas de 1929
y 1932 (se insinúa que las provocó el Diablo); éste, interpretado por un
Walston que, como Andrés Soler, nunca tuvo una actuación mala, es tan pícaro
que se gana la simpatía del espectador, pero la historia de amor que hay detrás
–Shafer, al rejuvenecer, debe abandonar
a su esposa Shanon Bolin–; como está por ceder y romper el contrato (un momento
de debilidad de Walston al incluir una cláusula que le permite a Shafer renunciar antes del último juego del campeonato), llama a la mujer más fea de
Rohde Island, Gween Verdon, convertida en seductora, aunque no tan bella, y que
le sirve para convencer a los rejegos, para que seduzca a Hunter, y así conquistar
miles de almas que se irán al infierno, porque, excepto los amparados por San
Juan Diego, el suicidio es lo único que la iglesia no perdona.
Aunque Walston hace berrinche y regresa a Shafer su vejez feliz, éste
atrapa un batazo largo de Mickey Mantle, tan torpemente como Willie Mays en la
última jugada en que intervino, como jardinero de Mets, en la Serie
Mundial de 1973; Shafer oye a su esposa Bolin cantar y con eso vence la
tentación, para berrinche de Walston y
satisfacción de Verdon; Walston todavía hace un intento: no basta con el
campeonato: van los Senadores por la Serie Mundial. El chiste es que los
forofos se emocionen y ante la derrota del equipo, se suiciden y se vayan al
infierno.
Al leer las declaraciones de forofos, jugadores, directivos, locutores,
conductores de programas televisivos y radiofónicos, periodistas, conocedores,
pareciera que tienen fe en que el equipo de Televisa (creer que es el
representante del deporte mexicano es otro de los trucos del Diablo) tiene
alguna oportunidad; difícilmente habrá suicidios, pero sí muchos descreídos y
hasta alguien que pierda la fe.
No es la misma época en que la fe movía el mundo, y que al perder esa fe, muchos
preferían abandonar la vida; hubo suicidios de jovencitas hasta en Suramérica a
la muerte de Jorge Negrete y también con la de Pedro Infante; lo peor, ni
siquiera eran sus conocidas, a lo mejor los vieron de lejos en alguna gira.
Afirmo que Walston no tuvo ninguna actuación mala; no es que me retracte,
pero su participación en The Sting es
discreta, como la de todos los que aparecen en esa cinta que el tiempo ha
borrado sus errores y disminuido la importancia de lo que obtienen al defraudar
al tahúr engañado, y se pierden los cálculos de cuánta lana le toca a cada cómplice.
Es injusto que se le recuerde más por Mi
marciano favorito que por Kiss me,
Stupid, indudable obra maestra, una más de Billy Wilder; también, bajo
Wilder, interpreta a un lujurioso jefe que se aprovecha de Jack Lemmon en The Apartment; trabajó también para Josh
Logan y para Frank Tashlin, y siempre con eficacia.
(Otra argucia del Diablo: que dice el entrenador del equipo de Televisa y otras compañías privadas, que durante lo que dure el torneo no va a dejar que los jugadores cojan. Se le olvida a Herrera que las mejores actuaciones de los equipos en esos torneos, en los últimos 40 años, han sido de equipos a los que dejan llevar a sus novias, esposas, secretarias, asistentas, masajistas; y si no hay, sus mañas se darán.)
Hubo una vez un
comentarista y reseñista de libros que al prologar uno, habló maravillas del
texto y del autor; semanas más tarde reseñó ese mismo libro para un suplemento cultural,
donde señaló defectos de estructura, de lenguaje, objeto la trama; cuando el
autor le preguntó por qué las distintas versiones, contestó que el prólogo lo
había escrito como parte de su chamba, y lo que publicó en el periódico era su
opinión.
Los autores jóvenes, cuando
publicaron sus primeros libros, recibieron una llamada del crítico que, a
manera de entrevista, preguntaba por sus influencias, sus propósitos, sus
lecturas, le aclaraban el sentido de su obra, sus ambiciones; y cuando pensaban
que estaba por aparecer una entrevista con sus respuestas, lo que veían era una
reseña en la que el crítico se apropiaba de las respuestas, como si fueran sus
argumentos para hacer una crítica; críticas que lo llevaron a ser considerado
el mejor crítico de México, en opinión de él mismo, y no tuvo empacho para
proclamarlo por escrito. Con ese epíteto, que se creyó sin dudarlo ni
ruborizarse, quiso crear prestigios y destruir reputaciones, pero también
falló. Falló al equivocarse y rechazar, para su publicación, obras que fueron
consagradas por los jurados de diversos premios, por la crítica, y sobre todo
por los lectores. No le quedó más remedio que seguir haciendo el ridículo y,
entonces, decir que navegaba contra la corriente.
Tuvo aciertos, desde luego: hizo
varias veces la misma antología, y con el buen gusto de excluirse de ellas,
como lo hizo notar José Emilio Pacheco, quien le aplaudió y agradeció esa
medida; la fama de impulsar a los escritores jóvenes le dio otro prestigio, que
sin embargo le escamoteó a quienes confiaron en él, le dieron libertad para
crear colecciones, que sus mismos jefes le sugerían, y luego hizo creer que las
inventó. Pasó a la historia con méritos que fueron de otros, pero su obra real
no es digna de compilarse; si se hiciera, se vería que tuvo pocas ideas, que sus
lecturas fueron planas, sin imaginación, repetitivas, y llevadas por sus
simpatías y sus muchas antipatías; sus amigos de la juventud, a los que
aparentemente encumbró con sus reseñas y entrevistas, cuando se negaron a
contestar las impugnaciones que le hicieron autores que lo refutaron, los
convirtió en sus enemigos, y entonces negó sus méritos y, también contra la
corriente, los atacó, los minimizó, mientras la crítica mundial los encumbraba.
Puede que haya sido sincero: no le entendió a esa obra. Terco, llegó a ser
sincero: se negó a elogiar lo que no entendía; se redujo al silencio, o mejor,
se convirtió en biógrafo de sí mismo, con mucho éxito: publicó varias veces su autobiografía,
sin cambiarla, ampliarla o mejorarla, en diversos periódicos.
Su silencio posterior fue su
mayor éxito: se llevó el prestigio de haber sido el mejor crítico, soportó que
lo denunciaran, que lo balconearan, que lo expusieran; como nadie lo leía, como
ya no se arriesgaba, terminaron por creer que fue rudo, que puso puntos sobre
íes, que calificó a los escritores con rigor y justicia y que no tuvo miedo a
nadie.
Otro pillín: promete y promete, y nada de nada. Pero sus esfuerzos sólo mostrarán lo enclenque que es.
Tengo muy pocas,
pero muy valiosas, primeras ediciones de Efraín Huerta. Me consuela que son buenas ediciones. Y si las ven al revés, es una prueba más de mi condición de excéntrico y de mi incapacidad técnica.
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