miércoles, 19 de marzo de 2014

Cine, homenajes y lecturas de Freud

Días después de haber evocado algunas cintas, vuelvo a verlas, menos bien que en el cine, mucho mejor que en las viejas pantallas de televisión, y mucho mejor que en una tableta, un teléfono celular o una pantalla de computadora; El espectáculo más grande del mundo enfrenta a dos tipos duros, Charlon Heston y Cornel Wilde, aunque no con la misma rivalidad de Burt Lancaster (duro) y Tony Curtis (menos duro) en Trapecio. Cornell y Wilde dejan que Betty Hutton escoja al que quiera, al fin que el premio de consolación, Gloria Ghaham, es más bella, más sensual, más inteligente y menos parlanchina.
                Nunca me gustó el circo, aunque alguna vez creí que sí; los payasos no me divertían pues su rutina era la misma todas las temporadas y terminaban con ridículas corretizas, además de que siempre se caían de las sillas. Así, James Stewart pierde elegancia, galanura y simpatía, además de que no engaña al policía que lo acosa; y las mujeres, en mallas y remedos de traje de baño pierden poder de seducción.

Creo recordar en dónde vi casi cada película; a veces, en qué canal. Gracias a las carteleras de estrenos que rememora Jorge Ayala Blanco, refuerzo la mejoría que, lo dice Nietzsche, se deja engañar; no puedo olvidar el estreno de Muñeca reina en el cine Orfeón porque fuimos todos los de Equipo Creativo: Gustavo Sainz, Alfonso Rodríguez Tovar, Nemorio Mendoza, Arturo Jiménez, Perico, Aníbal Angulo; Alfonso, Arturo y Aníbal obtuvieron premios o menciones en el concurso de cartel para promover la cinta, y ese día les entregaron sus premios; las edecanes llevaban las faldas más cortas que encontraron los promotores, pero no se pusieron de acuerdo ni en el modelo ni en el color de las tarzaneras. La película no me gustó, y sigue sin gustarme; las veces que la proyectaron en televisión sólo vi hasta cuando Ricardo Rocha seduce a su secretaria Anel, aunque me parecía que cortaban abruptamente la escena; terminaba de verla cuando Helena Rojo, seducida por segunda vez, habla y habla en vez del llanto de esa primera vez. Hace unos días la vi completa, y creo que distorsiona la historia, el final es patético, y excepto algunos diálogos, salidos del relato de Fuentes, la cinta es floja, rígida; la falda de Amilamia es demasiado corta aunque se trata de una cinta de los años setenta, cuando las minifaldas parecían más taparrabos que faldas. En ninguna de las veces que la había visto advertí, hasta hace unos días, la referencia a Él, de Buñuel: cuando Rocha y Rojo hacen planes para cuando vivan juntos, él habla de tener un departamento en un piso alto, para ver a la gente desde arriba, como hormigas, sintiéndose superior; Rojo dice que siempre ha vivido en planta baja. Pero en ninguna de las reseñas que leí de esa cinta vi que mencionaran la referencia; a la mayoría de los críticos se les pasó, lo mismo que a mí.

Intento no repetir aquí las notas que hago para El Librero, en El Universal, pero en esas páginas no podía, por espacio, abundar en todos los errores de Freud en México (FCE), en tantas visiones equívocas, en tantos lugares comunes y exclamaciones tan bárbaras y sin sentido.
                Uno de los primeros errores es asegurar que como Freud inventó el psicoanálisis, practicó en otros lo que no podía hacer por sí mismo; es decir, que fue el pionero en analizar los traumas y las obsesiones de sus pacientes, sin tener antecedentes; Rubén Gallo olvida que Freud basó su sistema en los experimentos de su maestro Jean Martin Chacot, quien hipnotizaba a los adictos a ciertas drogas para curarlos, y que los que se sometían a este método no recordaban lo que hacían o decían en esas sesiones; no puede afirmarse que desconociera las reacciones, sólo que en vez de curar adicciones, buscó las causas de los miedos, las obsesiones, lo que paralizaba a la gente (véase la biografía de Freud, de Jones, publicada en Barral Editores, en 1971, en tres volúmenes); los malos lectores de Freud, dice Gallo, lo consideran un obseso del sexo; Gallo, sin darse cuenta, cae en el mismo error.
                Gallo tiene el acierto de rescatar versos paródicos, imitaciones, bravatas en poemas satíricos que Salvador Novo publicó en la revista El Chafirete, pero se basa sólo en La estatua de sal para rescatar la práctica de autoanálisis; La estatua, que Gallo afirma que fue publicada en el Fondo de Cultura Económica (la primera edición fue en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), es un libro que Novo no quiso publicar; hace referencia a él en la entrevista con Emmanuel Carballo publicada en el suplemento La Cultura en México, suplemento de Siempre!¸ en septiembre de 1965 (entrevista que tuvo efectos inesperados: Novo dice que Jaime Torres Bodet no tuvo vida, que desde siempre tuvo biografía; Novo sintió que traicionaba al amigo [¿o al funcionario influyente?], y Torres Bodet se cuestionó si era eso verdad, si había desperdiciado su vida por sus labores como funcionario, un funcionario cumplido, cabal y patriota); dice que una vida como la suya no es apta para las buenas conciencias. Carballo, en una plática que tuve con él, me refirió algunas de las anécdotas que cuenta Novo, sobre todo la que habla de la elección que debió de hacer entre el pitcher y el manager del equipo de beisbol en que jugó en la adolescencia; es decir, supe de esa anécdota casi 20 años antes de que se publicara el libro; Novo completa allí el poema “El amigo ido”, con datos más íntimos de su relación con Napoleón, compañero de escuela y de escarceos sexuales.
                La estatua de sal iba a salir publicado en Empresas Editoriales, en donde Carballo, gracias a la gentileza y la calidad de Rafael Gimenes Siles, publicó varias series: Nuevos Escritores Mexicanos del Siglo XX Presentados por sí Mismos, Carta a un Joven, Toda la prosa y los primeros tres volúmenes de La vida en México en el periodo presidencial de, de Novo; los tres mejores, por cierto; las antologías de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX, la primera de José Emilio Pacheco y la segunda de Carlos Monsiváis; las Lecturas Históricas Mexicanas de Ernesto de la Torre Villar y algún tomo del pensamiento de la reacción mexicana, de Gastón García Cantú. Desconozco si fue por el temor de Novo de manchar la reputación de varios personajes importantes de la vida pública mexicana, entonces aún vivos, o se dio cuenta de que su prosa, en ese libro, era mala, mediocre, que se leía sin la fluidez de sus crónicas y sus ensayos, que las historias se cortan abruptamente, que se detiene, acelera, vuelve a interrumpirse, que no hay malicia en los relatos. El proyecto se suspendió; al publicarse en los años noventa ya no escandalizó, recibió elogios por la valentía de Novo de hablar sin escrúpulos de su vida sexual, y balconear a mucha gente; pocos se fijaron en que, fuera de esos aciertos, no había literatura, no había la buena prosa de uno de los mejores prosistas mexicanos de toda la historia, en un periodo de su vida en que escribía de manera maravillosa.
                Si sólo hubiera autoanálisis de Novo en La estatua de sal, entendería uno que Gallo se fijara tanto en sus confesiones y en sus lecturas de Freud; pero resulta que toda la prosa de Novo, en ensayos y crónicas, y hasta en poemas, abunda en relatos de sueños y sus posibles interpretaciones; que muchas veces, las más, los toma a broma; que sus sueños los hace públicos y que pocas veces se refiere a relaciones íntimas, en las que es más indiscreto cuando por alguna carta, una charla, rememora a alguien que se fue; y antisentimental, no intenta retener a nadie; en ocasiones lo invade la melancolía, pero la vence al revivir los buenos momentos.
                Gallo también se hubiera fijado en que lo de El Chafirete y el haber sido seducido por el chofer de la familia era una coincidencia, y no lo obsedían tanto los choferes como los luchadores, algún jardinero, los obreros que lucían su musculatura al realizar trabajos frente a su casa o su oficina, algunos actores, en fin…, que Gallo se obsesionó tanto con una figura, que la hizo única; y también es de resaltar que no se fijó en que Novo era un provocador, un transgresor, y sus angustias no se limitaban, si es que lo afectaban, en su vida sexual. Pero Gallo encuentra algo y se fija (de fijación) en él y lo repite hasta que aburre; a eso me referí cuando dije que debería de someterse a un análisis para saber si su tendencia a repetirse es por inseguridad o por su ausencia de autocrítica o simplemente por carecer de cualidades literarias.
                (Un paréntesis: si Gallo quería fijarse en literatos para hablar de su relación con el psicoanálisis debió haber leído a Sergio Pitol, quien en su juventud, para que el psicoanalista lo entendiera, leyó frente a él su “Vitorio Ferri cuenta un cuento”, y al terminar, lo encontró dormido, por lo que, indignado abandonó la consulta, abandonó el psicoanálisis, y comenzó a escribir con más entusiasmo; sin embargo, en su segunda autobiografía relata cómo, en su intento por dejar de fumar, las sesiones lo condujeron a recuerdos que no eran como los creía, y que aquellos sucesos lo perturbaron de manera brutal, para casi toda la vida, y que en cuanto los exorcizó, lo abandonaron como angustia y dolor. Carlos Fuentes, en cambio, se negó a someterse al, psicoanálisis, por temor a curarse de sus angustias y obsesiones; le dijo a James R. Fortson: ¿te imaginas a Dostoievsky en el diván del psicoanalista? Adiós Crimen y castigo.)

Es más breve lo que puede comentarse de la lectura de Gallo a la obra más popular y más personal de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México: en un párrafo Gallo descubre y no entiende algo elemental: que se trata de un análisis del pueblo mexicano; sólo que hay una circunstancia: eso es sociología, no psicología; la una habla de la sociedad, la otra del individuo; los métodos son diferentes, lo mismo que sus motivaciones. (Otro olvido de Gallo: dice Pacheco que a Freud le costó una vida llegar a la conclusión a la que llegó Calderón de la Barca con un solo verso.)

¿Para qué abundar en su muy mala lectura de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; cierto, Paz menciona a Freud, lo que no quiere decir que se base en él; hay más cercanía a Husserl, a quien también menciona, sin que Gallo lo advierta.

A estos agravios se agrega otro: al hablar de Lemercier Gallo se desvía y diserta sobre la calidad de las obras sobre el tema: el drama de Leñero, la novela de Mauricio González de la Garza, la novela de Manuel Capetillo (a la que califica de noveau roman, tendencia que, dice, estaba de moda; tuve el privilegio de publicarla para la Universidad Veracruzana, en los años ochenta; la antinovela mexicana se dio a finales de los sesenta y principios de los setenta; Capetillo se acerca más a la literatura neogótica que, por esos años, emprendieron en México algunos autores, como Luisa Josefina Hernández y Juan Tovar), más que a la obra de Lemercier, al que, por cierto, le da unos llegues fuertecitos Leñero en una de sus Vivir del teatro en que hace retratos poco favorables de mucha gente. Y para que más nos duela, Gallo compara a Leñero-González de la Garza-Capetillo nada menos que con El monasterio de los buitres, de Francisco del Villar, una de sus obras más patéticas, aunque con una escena memorable: una poco sensual Irma Serrano se hace acompañar de una más seductora Macaria para, al agacharse y mostrar las piernas a un indefenso monje, insinuar que las mujeres son instrumentos del demonio para tentar al inocente.
                Además omite que El monasterio de los buitres está basada en Pueblo rechazado, sólo que cumpliendo los requerimientos del cine, y además de las cintas de Del Villar: que haya mujeres grotescamente sexuales (fue capaz de quitarle la elegancia y delicadeza a Cecilia Pezet en El llanto de la tortuga y a Helena Rojo en Los perros de Dios).
                Para hablar de la cultura de un país hay que conocer al país. Gallo no lo conoce bien y lo esquematiza, lo ve sin las muchas sutilezas, bastante a ciegas.

Un oxímoron sugerido por Borges: “la literatura española”.

La Real Academia de la Lengua anuncia la aparición, en octubre, de la vigésima tercera edición de su Diccionario; por lo que anticipa, vuelve ser en un solo tomo seguramente poco manuable, porque eliminan unas cuantas palabras no en afán de ligereza ni de corrección, sino porque se usan poco; en cambio, agregan cinco mil definiciones más; vuelve a ser políticamente correcto, aunque no se autocensura, pues no quita palabras ofensivas (las palabras no son ofensivas, sino la intención con que se usen: madre no es mala palabra a menos que la anteceda un adjetivo ése sí cizañero [iba a decir cizañoso, pero en la XXII aún no está admitido]), pero aclara que son majaderas; hará convivir algunas con sus sustitutas complacientes, y caerá, seguramente en imprecisiones: en la edición vigente se dicen que modista es una mujer que posee una tienda de modas, y una persona que se dedica por oficio a crear prendas de vestir; modisto no es un hombre que posee una tienda de prendas de vestir, sólo un hombre que por oficio las diseña y confecciona; o sea que es un hombre, no una persona. Ya lo he dicho, pero no me canso de repetirlo: si es modisto porque es hombre, ¿por qué no hablan de futbolistos, beisbolistos, deportistos, dentistos, ensayistos?
                Además, ya tienen una mala, porque dicen, según las fuentes que anuncian esa nueva edición, que jonrón en un batazo tan fuerte que sale del campo (en el beisbol es parque, no campo) y le permite al que lo pegó recorrer las cuatro bases; además de que el Diccionario del Español de México ya trae esa definición, los académicos ignoran que aunque no salga del parque puede permitirle, por la fuerza y la colocación, recorrer las cuatro bases; se le llama jonrón de campo. Y quienes saben de beisbol conocen el jonrón de cuadro, de Babe Ruth, que pegó un batazo tan elevado que cuando cayó, él ya estaba barriéndose en home (¿cómo le llamarán los académicos?).

Grace Slick ha sido admirada por aquellos a quienes le gusta la música: su poderosa voz, su manera de cantar, su belleza, su picardía; es mejor su época en Jefferson Airplane que la de Jefferson Starship en su última etapa, y sus discos solistas son buenos a secas. Ahora, más cerca de los 70 que de los 60 años, sigue alegre, activa, con una vitalidad envidiable; y a diario nos muestra, a sus forofos, además de videos de sus piezas clásicas (casi todas) de su conjunto, y de otras muchas personalidades a las que admira, sigan vivas o no; Kate Bush también nos recuerda a cantantes a los que sigue y la entusiasman; Stevie Nicks a diario habla de sus pasiones, entre las que resalta a las hermanas Wilson; la violinista Stephanie Chase pone en las redes fragmentos de conciertos de músicos que la mantienen joven y entusiasta, y fue quien informó que Vanessa Mae iba a competir en los Juegos Olímpicos de Invierno, sin dejo de envidia, antes al contrario; Michael Tilson Thomas, director de la Sinfónica de San Francisco, al enlistar sus cinco piezas favoritas, pone en tercer lugar (después de unos lieders de Mahler y unas canciones de Webern), “A Day in the Life”, de Beatles. ¿Por qué los literatos, sin abandonar la crítica, no pueden dejarse de envidias y celos?

En aras de la no discriminación (perdón por la horrible sintaxis) y en épocas en que se exige igualdad de género, ¿van a prohibir “Los nenes con los nenas, las nenas con las nenas”, del Filósofo de Tabasco?


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