Días después de
haber evocado algunas cintas, vuelvo a verlas, menos bien que en el cine, mucho
mejor que en las viejas pantallas de televisión, y mucho mejor que en una
tableta, un teléfono celular o una pantalla de computadora; El espectáculo más grande del mundo
enfrenta a dos tipos duros, Charlon Heston y Cornel Wilde, aunque no con la
misma rivalidad de Burt Lancaster (duro) y Tony Curtis (menos duro) en Trapecio. Cornell y Wilde dejan que
Betty Hutton escoja al que quiera, al fin que el premio de consolación, Gloria
Ghaham, es más bella, más sensual, más inteligente y menos parlanchina.
Nunca me gustó el circo,
aunque alguna vez creí que sí; los payasos no me divertían pues su rutina era
la misma todas las temporadas y terminaban con ridículas corretizas, además de que siempre
se caían de las sillas. Así, James Stewart pierde elegancia, galanura y
simpatía, además de que no engaña al policía que lo acosa; y las mujeres, en
mallas y remedos de traje de baño pierden poder de seducción.
Creo recordar en
dónde vi casi cada película; a veces, en qué canal. Gracias a las carteleras de
estrenos que rememora Jorge Ayala Blanco, refuerzo la mejoría que, lo dice
Nietzsche, se deja engañar; no puedo olvidar el estreno de Muñeca reina en el cine Orfeón porque fuimos todos los de Equipo Creativo: Gustavo
Sainz, Alfonso Rodríguez Tovar, Nemorio Mendoza, Arturo Jiménez, Perico, Aníbal
Angulo; Alfonso, Arturo y Aníbal obtuvieron premios o menciones en el concurso
de cartel para promover la cinta, y ese día les entregaron sus premios; las edecanes llevaban las faldas más cortas
que encontraron los promotores, pero no se pusieron de acuerdo ni en el modelo
ni en el color de las tarzaneras. La película no me gustó, y sigue sin
gustarme; las veces que la proyectaron en televisión sólo vi hasta cuando Ricardo Rocha
seduce a su secretaria Anel, aunque me parecía que cortaban abruptamente la
escena; terminaba de verla cuando Helena Rojo, seducida por segunda vez, habla
y habla en vez del llanto de esa primera vez. Hace unos días la vi completa, y
creo que distorsiona la historia, el final es patético, y excepto algunos
diálogos, salidos del relato de Fuentes, la cinta es floja, rígida; la falda de
Amilamia es demasiado corta aunque se trata de una cinta de los años setenta,
cuando las minifaldas parecían más taparrabos que faldas. En ninguna de las
veces que la había visto advertí, hasta hace unos días, la referencia a Él, de Buñuel: cuando Rocha y Rojo hacen
planes para cuando vivan juntos, él habla de tener un departamento en un piso
alto, para ver a la gente desde arriba, como hormigas, sintiéndose superior;
Rojo dice que siempre ha vivido en planta baja. Pero en ninguna de las reseñas
que leí de esa cinta vi que mencionaran la referencia; a la mayoría de los
críticos se les pasó, lo mismo que a mí.
Intento no
repetir aquí las notas que hago para El Librero, en El Universal, pero en esas páginas no podía, por espacio,
abundar en todos los errores de Freud en
México (FCE), en tantas visiones equívocas, en tantos lugares comunes y
exclamaciones tan bárbaras y sin sentido.
Uno de los primeros errores es
asegurar que como Freud inventó el psicoanálisis, practicó en otros lo que no
podía hacer por sí mismo; es decir, que fue el pionero en analizar los traumas
y las obsesiones de sus pacientes, sin tener antecedentes; Rubén Gallo olvida
que Freud basó su sistema en los experimentos de su maestro Jean Martin Chacot,
quien hipnotizaba a los adictos a ciertas drogas para curarlos, y que los que
se sometían a este método no recordaban lo que hacían o decían en esas
sesiones; no puede afirmarse que desconociera las reacciones, sólo que en vez
de curar adicciones, buscó las causas de los miedos, las obsesiones, lo que
paralizaba a la gente (véase la biografía de Freud, de Jones, publicada en
Barral Editores, en 1971, en tres volúmenes); los malos lectores de Freud, dice
Gallo, lo consideran un obseso del sexo; Gallo, sin darse cuenta, cae en el
mismo error.
Gallo tiene el acierto de
rescatar versos paródicos, imitaciones, bravatas en poemas satíricos que
Salvador Novo publicó en la revista El
Chafirete, pero se basa sólo en La
estatua de sal para rescatar la práctica de autoanálisis; La estatua, que Gallo afirma que fue
publicada en el Fondo de Cultura Económica (la primera edición fue en el
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), es un libro que Novo no quiso
publicar; hace referencia a él en la entrevista con Emmanuel Carballo publicada
en el suplemento La Cultura en México,
suplemento de Siempre!¸ en septiembre de 1965 (entrevista que tuvo efectos inesperados:
Novo dice que Jaime Torres Bodet no tuvo vida, que desde siempre tuvo
biografía; Novo sintió que traicionaba al amigo [¿o al funcionario influyente?],
y Torres Bodet se cuestionó si era eso verdad, si había desperdiciado su vida
por sus labores como funcionario, un funcionario cumplido, cabal y patriota);
dice que una vida como la suya no es apta para las buenas conciencias.
Carballo, en una plática que tuve con él, me refirió algunas de las anécdotas
que cuenta Novo, sobre todo la que habla de la elección que debió de hacer
entre el pitcher y el manager del equipo de beisbol en que jugó en la
adolescencia; es decir, supe de esa anécdota casi 20 años antes de que se publicara el libro; Novo completa allí el poema “El amigo ido”, con datos más íntimos de su
relación con Napoleón, compañero de escuela y de escarceos sexuales.
La estatua de sal iba a salir publicado en Empresas Editoriales, en
donde Carballo, gracias a la gentileza y la calidad de Rafael Gimenes Siles,
publicó varias series: Nuevos Escritores Mexicanos del Siglo XX Presentados por
sí Mismos, Carta a un Joven, Toda la
prosa y los primeros tres volúmenes de La
vida en México en el periodo presidencial de, de Novo; los tres mejores, por cierto; las antologías de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX, la
primera de José Emilio Pacheco y la segunda de Carlos Monsiváis; las Lecturas Históricas Mexicanas de Ernesto
de la Torre Villar y algún tomo del pensamiento de la reacción mexicana, de
Gastón García Cantú. Desconozco si fue por el temor de Novo de manchar la
reputación de varios personajes importantes de la vida pública mexicana, entonces aún vivos, o se dio cuenta de que su prosa, en ese libro, era mala, mediocre, que se leía
sin la fluidez de sus crónicas y sus ensayos, que las historias se cortan
abruptamente, que se detiene, acelera, vuelve a interrumpirse, que no hay
malicia en los relatos. El proyecto se suspendió; al publicarse en los años
noventa ya no escandalizó, recibió elogios por la valentía de Novo de hablar
sin escrúpulos de su vida sexual, y balconear a mucha gente; pocos se fijaron
en que, fuera de esos aciertos, no había literatura, no había la buena prosa de
uno de los mejores prosistas mexicanos de toda la historia, en un periodo de su
vida en que escribía de manera maravillosa.
Si sólo hubiera autoanálisis de
Novo en La estatua de sal, entendería
uno que Gallo se fijara tanto en sus confesiones y en sus lecturas de Freud;
pero resulta que toda la prosa de Novo, en ensayos y crónicas, y hasta en poemas, abunda en
relatos de sueños y sus posibles interpretaciones; que muchas veces, las más,
los toma a broma; que sus sueños los hace públicos y que pocas veces se refiere
a relaciones íntimas, en las que es más indiscreto cuando por alguna carta, una
charla, rememora a alguien que se fue; y antisentimental, no intenta retener a
nadie; en ocasiones lo invade la melancolía, pero la vence al revivir los
buenos momentos.
Gallo también se hubiera fijado
en que lo de El Chafirete y el haber
sido seducido por el chofer de la familia era una coincidencia, y no lo
obsedían tanto los choferes como los luchadores, algún jardinero, los obreros
que lucían su musculatura al realizar trabajos frente a su casa o su oficina,
algunos actores, en fin…, que Gallo se obsesionó tanto con una figura, que la
hizo única; y también es de resaltar que no se fijó en que Novo era un provocador,
un transgresor, y sus angustias no se limitaban, si es que lo afectaban, en su
vida sexual. Pero Gallo encuentra algo y se fija (de fijación) en él y lo
repite hasta que aburre; a eso me referí cuando dije que debería de someterse a
un análisis para saber si su tendencia a repetirse es por inseguridad o por su
ausencia de autocrítica o simplemente por carecer de cualidades literarias.
(Un paréntesis: si Gallo quería
fijarse en literatos para hablar de su relación con el psicoanálisis debió
haber leído a Sergio Pitol, quien en su juventud, para que el psicoanalista lo
entendiera, leyó frente a él su “Vitorio Ferri cuenta un cuento”, y al
terminar, lo encontró dormido, por lo que, indignado abandonó la consulta,
abandonó el psicoanálisis, y comenzó a escribir con más entusiasmo; sin
embargo, en su segunda autobiografía relata cómo, en su intento por dejar de
fumar, las sesiones lo condujeron a recuerdos que no eran como los creía, y que
aquellos sucesos lo perturbaron de manera brutal, para casi toda la vida, y que
en cuanto los exorcizó, lo abandonaron como angustia y dolor. Carlos Fuentes,
en cambio, se negó a someterse al, psicoanálisis, por temor a curarse de sus
angustias y obsesiones; le dijo a James R. Fortson: ¿te imaginas a Dostoievsky
en el diván del psicoanalista? Adiós Crimen
y castigo.)
Es más breve lo
que puede comentarse de la lectura de Gallo a la obra más popular y más
personal de Samuel Ramos, El perfil del
hombre y la cultura en México: en un párrafo Gallo descubre y no entiende
algo elemental: que se trata de un análisis del pueblo mexicano; sólo que hay
una circunstancia: eso es sociología, no psicología; la una habla de la
sociedad, la otra del individuo; los métodos son diferentes, lo mismo que sus
motivaciones. (Otro olvido de
Gallo: dice Pacheco que a Freud le costó una vida llegar a la conclusión a la
que llegó Calderón de la Barca con un solo verso.)
¿Para qué abundar en su muy mala lectura de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; cierto, Paz menciona a Freud, lo que no quiere decir que se base en él; hay más cercanía a Husserl, a quien también menciona, sin que Gallo lo advierta.
A estos agravios
se agrega otro: al hablar de Lemercier Gallo se desvía y diserta sobre la
calidad de las obras sobre el tema: el drama de Leñero, la novela de Mauricio
González de la Garza, la novela de Manuel Capetillo (a la que califica de
noveau roman, tendencia que, dice, estaba de moda; tuve el privilegio de
publicarla para la Universidad Veracruzana, en los años ochenta; la antinovela
mexicana se dio a finales de los sesenta y principios de los setenta; Capetillo
se acerca más a la literatura neogótica que, por esos años, emprendieron en
México algunos autores, como Luisa Josefina Hernández y Juan Tovar), más que a
la obra de Lemercier, al que, por cierto, le da unos llegues fuertecitos Leñero
en una de sus Vivir del teatro en que
hace retratos poco favorables de mucha gente. Y para que más nos duela, Gallo compara
a Leñero-González de la Garza-Capetillo nada menos que con El monasterio de los buitres, de Francisco del Villar, una de sus
obras más patéticas, aunque con una escena memorable: una poco sensual Irma
Serrano se hace acompañar de una más seductora Macaria para, al agacharse y
mostrar las piernas a un indefenso monje, insinuar que las mujeres son
instrumentos del demonio para tentar al inocente.
Además omite que El monasterio de los buitres está basada en Pueblo
rechazado, sólo que cumpliendo los requerimientos del cine, y además de las
cintas de Del Villar: que haya mujeres grotescamente sexuales (fue capaz de
quitarle la elegancia y delicadeza a Cecilia Pezet en El llanto de la tortuga y a Helena
Rojo en Los perros de Dios).
Para hablar de la cultura de un
país hay que conocer al país. Gallo no lo conoce bien y lo esquematiza, lo ve
sin las muchas sutilezas, bastante a ciegas.
Un oxímoron
sugerido por Borges: “la literatura española”.
La Real Academia
de la Lengua anuncia la aparición, en octubre, de la vigésima tercera edición
de su Diccionario; por lo que anticipa, vuelve ser en un solo tomo seguramente poco manuable, porque eliminan unas
cuantas palabras no en afán de ligereza ni de corrección, sino porque se usan
poco; en cambio, agregan cinco mil definiciones más; vuelve a ser políticamente correcto, aunque no se autocensura, pues no
quita palabras ofensivas (las palabras no son ofensivas, sino la intención con
que se usen: madre no es mala palabra a menos que la anteceda un adjetivo ése
sí cizañero [iba a decir cizañoso, pero en la XXII aún no está admitido]), pero
aclara que son majaderas; hará convivir algunas con sus sustitutas
complacientes, y caerá, seguramente en imprecisiones: en la edición vigente se
dicen que modista es una mujer que posee una tienda de modas, y una persona que
se dedica por oficio a crear prendas de vestir; modisto no es un hombre que
posee una tienda de prendas de vestir, sólo un hombre que por oficio las diseña
y confecciona; o sea que es un hombre, no una persona. Ya lo he dicho, pero no
me canso de repetirlo: si es modisto porque es hombre, ¿por qué no hablan de
futbolistos, beisbolistos, deportistos, dentistos, ensayistos?
Además, ya tienen una mala,
porque dicen, según las fuentes que anuncian esa nueva edición, que jonrón en
un batazo tan fuerte que sale del campo (en el beisbol es parque, no campo) y
le permite al que lo pegó recorrer las cuatro bases; además de que el
Diccionario del Español de México ya trae esa definición, los académicos
ignoran que aunque no salga del parque puede permitirle, por la fuerza y la
colocación, recorrer las cuatro bases; se le llama jonrón de campo. Y quienes
saben de beisbol conocen el jonrón de cuadro, de Babe Ruth, que pegó un batazo
tan elevado que cuando cayó, él ya estaba barriéndose en home (¿cómo le
llamarán los académicos?).
Grace Slick ha
sido admirada por aquellos a quienes le gusta la música: su poderosa voz, su
manera de cantar, su belleza, su picardía; es mejor su época en Jefferson
Airplane que la de Jefferson Starship en su última etapa, y sus discos solistas
son buenos a secas. Ahora, más cerca de los 70 que de los 60 años, sigue
alegre, activa, con una vitalidad envidiable; y a diario nos muestra, a sus
forofos, además de videos de sus piezas clásicas (casi todas) de su conjunto, y
de otras muchas personalidades a las que admira, sigan vivas o no; Kate Bush
también nos recuerda a cantantes a los que sigue y la entusiasman; Stevie Nicks
a diario habla de sus pasiones, entre las que resalta a las hermanas Wilson; la
violinista Stephanie Chase pone en las redes fragmentos de conciertos de
músicos que la mantienen joven y entusiasta, y fue quien informó que Vanessa
Mae iba a competir en los Juegos Olímpicos de Invierno, sin dejo de envidia, antes al contrario; Michael
Tilson Thomas, director de la Sinfónica de San Francisco, al enlistar sus cinco
piezas favoritas, pone en tercer lugar (después de unos lieders de Mahler y
unas canciones de Webern), “A Day in the Life”, de Beatles. ¿Por qué los
literatos, sin abandonar la crítica, no pueden dejarse de envidias y celos?
En aras de la no
discriminación (perdón por la horrible sintaxis) y en épocas en que se exige igualdad
de género, ¿van a prohibir “Los nenes con los nenas, las nenas con las nenas”, del Filósofo de Tabasco?
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