lunes, 31 de marzo de 2014

Poetas de 1956; primeras ediciones de Paz

En 1956 publicaron, en libros, periódicos, revistas, suplementos nacionales, 320 poetas, la mayoría mexicanos, unos cuantos españoles (León Felipe, Manuel Altolaguirre, por ejemplo), cubanos (Cinto Vitier), colombianos (Alfonso López Michelsen, luego presidente de su país); algunos datos curiosos: entre esos poetas se contaron Herminio Ahumada, el segundo diputado en increpar a un presidente en plena Cámara de Diputados (a Miguel Alemán; el primero había sido Aurelio Manrique, quien le gritó “¡farsante!” a Plutarco Elías Calles; Ahumada estaba un tanto protegido no sólo por su popularidad –atleta olímpico en 100 y 200 metros planos—, diputado antireeleccionista y yerno de José Vasconcelos; algo así como Everio, el poeta-deportista de De perfil); también, Hexiquio Aguilar, uno de los mayores especialistas en Derecho de Autor; otros: Juan José Arreola, con un soneto; Ricardo Garibay, con una canción; y Jorge Saldaña, con su nombre completo: Jorge Isaac; Enrique Soto Izquierdo, diputado después; Miguel Álvarez Acosta, director de Bellas Artes; Griselda Álvarez, mejor poetisa que gobernadora de Colima, aunque nació en Jalisco; las dos poetisas con la fama de haber sido las escritoras más bellas de la literatura mexicana: la costarricense Eunice Odio y la estridentista María del Mar (asmo, completaba Novo); Héctor Azar, mejor conocido como dramaturgo; Miguel Castro Ruiz, más famoso como periodista; Horacio Espinosa Altamirano, quien habitaba en los cafés de la ciudad.
            Entre todos ellos, quienes siguen en activo son Juan Bañuelos y Dolores Castro. Los mayores libros de ese año fueron Práctica de vuelo, de Carlos Pellicer; Las provincias del aire, de Jaime García Terrés; Tarumba, de Jaime Sabines, y Palabras en reposo, de Alí Chumacero.

Más o menos así comencé mi participación en la presentación del más reciente libro de Kyra Galván, quien nació en 1956; por cierto, ese año también publicó poemas Mercedes Durand, que escribió las palabras preliminares de Un pequeño moretón en la piel de nadie, el primer libro de Kyra, publicado por Raúl Guzmán en su pequeña pero célebre Contraste (Raúl fue el jefe de la Librería Universitaria, en Insurgentes, la que se cayó por el terremoto de 1985; tuvo la librería Contraste en Leibinz, donde luego estuvo por alguno meses una sucursal de la Librería Del Sótano; otra Contraste estuvo en Insurgentes Centro, que después fue la Librería Buñuel); lo más sobresaliente fue, para Durand, el nombre de la autora: “¡qué extraño nombre para una mujer!”
            Los verdaderos presentadores fueron Angelina Muñiz-Huberman y José María Espinasa; el editor del libro y pretenso moderador debió de haber sido Víctor Roura, quien no se presentó y no tuvo la decencia de dar explicaciones; tampoco estuvieron sus escuderos. La presentación se efectuó en la librería Elena Garro, bella pero incómoda. No hubo tampoco presencia alguna de los funcionarios de la librería, ni de la editorial; nadie quien recibiera, presentara, despidiera.

Habíamos quedado que la biblioteca que se construyó durante el periodo presidencial de Manuel Ávila Camacho, bajo el cuidado de Jaime Torres Bodet, se llama Biblioteca México, y la que está en Buenavista se llama Vasconcelos; así, confiados en el anuncio de que antier sábado se inauguraría la exposición Pasión bibliográfica, que exhibiría todas las primeras ediciones de los libros de Octavio Paz, fuimos Lourdes y yo; para llegar a tiempo, tomamos un taxi que nos cobró 85 pesos porque gracias al metrobús, que debe ahorrar tiempo, Insurgentes es un desmadre; pero resulta que no era allí, sino en la México que ya no se llama así; haciendo muina, nos fuimos de Buenavista a la Ciudadela; llegamos con 15 minutos de retraso; cuando entrábamos nos topamos de frente con Salvador González, a quien tuve que zarandear para que nos reconociera. “Vine a comparar mis ediciones”, dijo; nosotros también íbamos a palomear y, como en la época de los álbumes, decir “ya, ya, ya, ya, chin, ésta no”. Pero resulta que a pesar del anuncio en periódicos, murales y Letras Libres, siempre no, que se inaugura hasta las 16 horas de hoy lunes 31 de marzo; o fuimos muchos los que no supimos leer o unos cuantos que no saben escribir. Tampoco algún funcionario dio explicaciones, y nos remitían con los policías quienes tuvieron que aguantar imprecaciones y cuestionamientos, aunque no toletazos ni cocteles Molotov. Nomás de puro coraje, pongo en ocho fotografías mis primeras ediciones de los libros de Octavio Paz, algunos bastante raros; muy pocos se me escapan (Salamandra, por ejemplo, que tengo en segunda edición, lo mismo que Cuadrivio, que juraba que tenía en primera, pero no). El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes insiste en equivocarse sin importarle lo que sufran los lectores.

Dice Octavio Paz en su correspondencia con Arnaldo Orfila Reynal que la crítica debe ser “parcial, apasionada, polémica”. Ojalá todos pensaran así. Por cierto, en esas cartas temía que Poesía en movimiento fuera apabullada, borrada por la Poesía mexicana del siglo XX, de Carlos Monsiváis. Hoy, Poesía en movimiento sigue siendo un referente, y de la de Monsiváis sólo se acuerdan los coleccionistas.

Tres acotaciones: 1) Dèja Lu regresa con ánimos, confiando en su mala memoria, en la mala memoria de la gente, en mi mala memoria, y en el nulo juicio de sus mecenas; 2) ¿Qué tan lícito es que se condicione la publicación de una nota en una revista de prestigio, a que se hable mal de un escritor laureado? 3) ¿de quién nos acordamos al releer el epigrama que recoge Daniel Cosío Villegas al hablar de un político del siglo XIX que dice: “¡Qué personaje tan pobre, / qué personaje tan tonto; / y lo malo es que tan pronto / comenzó a enseñar el cobre!”?








Y Borges tenía razón en lo del futbol.



miércoles, 19 de marzo de 2014

Cine, homenajes y lecturas de Freud

Días después de haber evocado algunas cintas, vuelvo a verlas, menos bien que en el cine, mucho mejor que en las viejas pantallas de televisión, y mucho mejor que en una tableta, un teléfono celular o una pantalla de computadora; El espectáculo más grande del mundo enfrenta a dos tipos duros, Charlon Heston y Cornel Wilde, aunque no con la misma rivalidad de Burt Lancaster (duro) y Tony Curtis (menos duro) en Trapecio. Cornell y Wilde dejan que Betty Hutton escoja al que quiera, al fin que el premio de consolación, Gloria Ghaham, es más bella, más sensual, más inteligente y menos parlanchina.
                Nunca me gustó el circo, aunque alguna vez creí que sí; los payasos no me divertían pues su rutina era la misma todas las temporadas y terminaban con ridículas corretizas, además de que siempre se caían de las sillas. Así, James Stewart pierde elegancia, galanura y simpatía, además de que no engaña al policía que lo acosa; y las mujeres, en mallas y remedos de traje de baño pierden poder de seducción.

Creo recordar en dónde vi casi cada película; a veces, en qué canal. Gracias a las carteleras de estrenos que rememora Jorge Ayala Blanco, refuerzo la mejoría que, lo dice Nietzsche, se deja engañar; no puedo olvidar el estreno de Muñeca reina en el cine Orfeón porque fuimos todos los de Equipo Creativo: Gustavo Sainz, Alfonso Rodríguez Tovar, Nemorio Mendoza, Arturo Jiménez, Perico, Aníbal Angulo; Alfonso, Arturo y Aníbal obtuvieron premios o menciones en el concurso de cartel para promover la cinta, y ese día les entregaron sus premios; las edecanes llevaban las faldas más cortas que encontraron los promotores, pero no se pusieron de acuerdo ni en el modelo ni en el color de las tarzaneras. La película no me gustó, y sigue sin gustarme; las veces que la proyectaron en televisión sólo vi hasta cuando Ricardo Rocha seduce a su secretaria Anel, aunque me parecía que cortaban abruptamente la escena; terminaba de verla cuando Helena Rojo, seducida por segunda vez, habla y habla en vez del llanto de esa primera vez. Hace unos días la vi completa, y creo que distorsiona la historia, el final es patético, y excepto algunos diálogos, salidos del relato de Fuentes, la cinta es floja, rígida; la falda de Amilamia es demasiado corta aunque se trata de una cinta de los años setenta, cuando las minifaldas parecían más taparrabos que faldas. En ninguna de las veces que la había visto advertí, hasta hace unos días, la referencia a Él, de Buñuel: cuando Rocha y Rojo hacen planes para cuando vivan juntos, él habla de tener un departamento en un piso alto, para ver a la gente desde arriba, como hormigas, sintiéndose superior; Rojo dice que siempre ha vivido en planta baja. Pero en ninguna de las reseñas que leí de esa cinta vi que mencionaran la referencia; a la mayoría de los críticos se les pasó, lo mismo que a mí.

Intento no repetir aquí las notas que hago para El Librero, en El Universal, pero en esas páginas no podía, por espacio, abundar en todos los errores de Freud en México (FCE), en tantas visiones equívocas, en tantos lugares comunes y exclamaciones tan bárbaras y sin sentido.
                Uno de los primeros errores es asegurar que como Freud inventó el psicoanálisis, practicó en otros lo que no podía hacer por sí mismo; es decir, que fue el pionero en analizar los traumas y las obsesiones de sus pacientes, sin tener antecedentes; Rubén Gallo olvida que Freud basó su sistema en los experimentos de su maestro Jean Martin Chacot, quien hipnotizaba a los adictos a ciertas drogas para curarlos, y que los que se sometían a este método no recordaban lo que hacían o decían en esas sesiones; no puede afirmarse que desconociera las reacciones, sólo que en vez de curar adicciones, buscó las causas de los miedos, las obsesiones, lo que paralizaba a la gente (véase la biografía de Freud, de Jones, publicada en Barral Editores, en 1971, en tres volúmenes); los malos lectores de Freud, dice Gallo, lo consideran un obseso del sexo; Gallo, sin darse cuenta, cae en el mismo error.
                Gallo tiene el acierto de rescatar versos paródicos, imitaciones, bravatas en poemas satíricos que Salvador Novo publicó en la revista El Chafirete, pero se basa sólo en La estatua de sal para rescatar la práctica de autoanálisis; La estatua, que Gallo afirma que fue publicada en el Fondo de Cultura Económica (la primera edición fue en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), es un libro que Novo no quiso publicar; hace referencia a él en la entrevista con Emmanuel Carballo publicada en el suplemento La Cultura en México, suplemento de Siempre!¸ en septiembre de 1965 (entrevista que tuvo efectos inesperados: Novo dice que Jaime Torres Bodet no tuvo vida, que desde siempre tuvo biografía; Novo sintió que traicionaba al amigo [¿o al funcionario influyente?], y Torres Bodet se cuestionó si era eso verdad, si había desperdiciado su vida por sus labores como funcionario, un funcionario cumplido, cabal y patriota); dice que una vida como la suya no es apta para las buenas conciencias. Carballo, en una plática que tuve con él, me refirió algunas de las anécdotas que cuenta Novo, sobre todo la que habla de la elección que debió de hacer entre el pitcher y el manager del equipo de beisbol en que jugó en la adolescencia; es decir, supe de esa anécdota casi 20 años antes de que se publicara el libro; Novo completa allí el poema “El amigo ido”, con datos más íntimos de su relación con Napoleón, compañero de escuela y de escarceos sexuales.
                La estatua de sal iba a salir publicado en Empresas Editoriales, en donde Carballo, gracias a la gentileza y la calidad de Rafael Gimenes Siles, publicó varias series: Nuevos Escritores Mexicanos del Siglo XX Presentados por sí Mismos, Carta a un Joven, Toda la prosa y los primeros tres volúmenes de La vida en México en el periodo presidencial de, de Novo; los tres mejores, por cierto; las antologías de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX, la primera de José Emilio Pacheco y la segunda de Carlos Monsiváis; las Lecturas Históricas Mexicanas de Ernesto de la Torre Villar y algún tomo del pensamiento de la reacción mexicana, de Gastón García Cantú. Desconozco si fue por el temor de Novo de manchar la reputación de varios personajes importantes de la vida pública mexicana, entonces aún vivos, o se dio cuenta de que su prosa, en ese libro, era mala, mediocre, que se leía sin la fluidez de sus crónicas y sus ensayos, que las historias se cortan abruptamente, que se detiene, acelera, vuelve a interrumpirse, que no hay malicia en los relatos. El proyecto se suspendió; al publicarse en los años noventa ya no escandalizó, recibió elogios por la valentía de Novo de hablar sin escrúpulos de su vida sexual, y balconear a mucha gente; pocos se fijaron en que, fuera de esos aciertos, no había literatura, no había la buena prosa de uno de los mejores prosistas mexicanos de toda la historia, en un periodo de su vida en que escribía de manera maravillosa.
                Si sólo hubiera autoanálisis de Novo en La estatua de sal, entendería uno que Gallo se fijara tanto en sus confesiones y en sus lecturas de Freud; pero resulta que toda la prosa de Novo, en ensayos y crónicas, y hasta en poemas, abunda en relatos de sueños y sus posibles interpretaciones; que muchas veces, las más, los toma a broma; que sus sueños los hace públicos y que pocas veces se refiere a relaciones íntimas, en las que es más indiscreto cuando por alguna carta, una charla, rememora a alguien que se fue; y antisentimental, no intenta retener a nadie; en ocasiones lo invade la melancolía, pero la vence al revivir los buenos momentos.
                Gallo también se hubiera fijado en que lo de El Chafirete y el haber sido seducido por el chofer de la familia era una coincidencia, y no lo obsedían tanto los choferes como los luchadores, algún jardinero, los obreros que lucían su musculatura al realizar trabajos frente a su casa o su oficina, algunos actores, en fin…, que Gallo se obsesionó tanto con una figura, que la hizo única; y también es de resaltar que no se fijó en que Novo era un provocador, un transgresor, y sus angustias no se limitaban, si es que lo afectaban, en su vida sexual. Pero Gallo encuentra algo y se fija (de fijación) en él y lo repite hasta que aburre; a eso me referí cuando dije que debería de someterse a un análisis para saber si su tendencia a repetirse es por inseguridad o por su ausencia de autocrítica o simplemente por carecer de cualidades literarias.
                (Un paréntesis: si Gallo quería fijarse en literatos para hablar de su relación con el psicoanálisis debió haber leído a Sergio Pitol, quien en su juventud, para que el psicoanalista lo entendiera, leyó frente a él su “Vitorio Ferri cuenta un cuento”, y al terminar, lo encontró dormido, por lo que, indignado abandonó la consulta, abandonó el psicoanálisis, y comenzó a escribir con más entusiasmo; sin embargo, en su segunda autobiografía relata cómo, en su intento por dejar de fumar, las sesiones lo condujeron a recuerdos que no eran como los creía, y que aquellos sucesos lo perturbaron de manera brutal, para casi toda la vida, y que en cuanto los exorcizó, lo abandonaron como angustia y dolor. Carlos Fuentes, en cambio, se negó a someterse al, psicoanálisis, por temor a curarse de sus angustias y obsesiones; le dijo a James R. Fortson: ¿te imaginas a Dostoievsky en el diván del psicoanalista? Adiós Crimen y castigo.)

Es más breve lo que puede comentarse de la lectura de Gallo a la obra más popular y más personal de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México: en un párrafo Gallo descubre y no entiende algo elemental: que se trata de un análisis del pueblo mexicano; sólo que hay una circunstancia: eso es sociología, no psicología; la una habla de la sociedad, la otra del individuo; los métodos son diferentes, lo mismo que sus motivaciones. (Otro olvido de Gallo: dice Pacheco que a Freud le costó una vida llegar a la conclusión a la que llegó Calderón de la Barca con un solo verso.)

¿Para qué abundar en su muy mala lectura de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; cierto, Paz menciona a Freud, lo que no quiere decir que se base en él; hay más cercanía a Husserl, a quien también menciona, sin que Gallo lo advierta.

A estos agravios se agrega otro: al hablar de Lemercier Gallo se desvía y diserta sobre la calidad de las obras sobre el tema: el drama de Leñero, la novela de Mauricio González de la Garza, la novela de Manuel Capetillo (a la que califica de noveau roman, tendencia que, dice, estaba de moda; tuve el privilegio de publicarla para la Universidad Veracruzana, en los años ochenta; la antinovela mexicana se dio a finales de los sesenta y principios de los setenta; Capetillo se acerca más a la literatura neogótica que, por esos años, emprendieron en México algunos autores, como Luisa Josefina Hernández y Juan Tovar), más que a la obra de Lemercier, al que, por cierto, le da unos llegues fuertecitos Leñero en una de sus Vivir del teatro en que hace retratos poco favorables de mucha gente. Y para que más nos duela, Gallo compara a Leñero-González de la Garza-Capetillo nada menos que con El monasterio de los buitres, de Francisco del Villar, una de sus obras más patéticas, aunque con una escena memorable: una poco sensual Irma Serrano se hace acompañar de una más seductora Macaria para, al agacharse y mostrar las piernas a un indefenso monje, insinuar que las mujeres son instrumentos del demonio para tentar al inocente.
                Además omite que El monasterio de los buitres está basada en Pueblo rechazado, sólo que cumpliendo los requerimientos del cine, y además de las cintas de Del Villar: que haya mujeres grotescamente sexuales (fue capaz de quitarle la elegancia y delicadeza a Cecilia Pezet en El llanto de la tortuga y a Helena Rojo en Los perros de Dios).
                Para hablar de la cultura de un país hay que conocer al país. Gallo no lo conoce bien y lo esquematiza, lo ve sin las muchas sutilezas, bastante a ciegas.

Un oxímoron sugerido por Borges: “la literatura española”.

La Real Academia de la Lengua anuncia la aparición, en octubre, de la vigésima tercera edición de su Diccionario; por lo que anticipa, vuelve ser en un solo tomo seguramente poco manuable, porque eliminan unas cuantas palabras no en afán de ligereza ni de corrección, sino porque se usan poco; en cambio, agregan cinco mil definiciones más; vuelve a ser políticamente correcto, aunque no se autocensura, pues no quita palabras ofensivas (las palabras no son ofensivas, sino la intención con que se usen: madre no es mala palabra a menos que la anteceda un adjetivo ése sí cizañero [iba a decir cizañoso, pero en la XXII aún no está admitido]), pero aclara que son majaderas; hará convivir algunas con sus sustitutas complacientes, y caerá, seguramente en imprecisiones: en la edición vigente se dicen que modista es una mujer que posee una tienda de modas, y una persona que se dedica por oficio a crear prendas de vestir; modisto no es un hombre que posee una tienda de prendas de vestir, sólo un hombre que por oficio las diseña y confecciona; o sea que es un hombre, no una persona. Ya lo he dicho, pero no me canso de repetirlo: si es modisto porque es hombre, ¿por qué no hablan de futbolistos, beisbolistos, deportistos, dentistos, ensayistos?
                Además, ya tienen una mala, porque dicen, según las fuentes que anuncian esa nueva edición, que jonrón en un batazo tan fuerte que sale del campo (en el beisbol es parque, no campo) y le permite al que lo pegó recorrer las cuatro bases; además de que el Diccionario del Español de México ya trae esa definición, los académicos ignoran que aunque no salga del parque puede permitirle, por la fuerza y la colocación, recorrer las cuatro bases; se le llama jonrón de campo. Y quienes saben de beisbol conocen el jonrón de cuadro, de Babe Ruth, que pegó un batazo tan elevado que cuando cayó, él ya estaba barriéndose en home (¿cómo le llamarán los académicos?).

Grace Slick ha sido admirada por aquellos a quienes le gusta la música: su poderosa voz, su manera de cantar, su belleza, su picardía; es mejor su época en Jefferson Airplane que la de Jefferson Starship en su última etapa, y sus discos solistas son buenos a secas. Ahora, más cerca de los 70 que de los 60 años, sigue alegre, activa, con una vitalidad envidiable; y a diario nos muestra, a sus forofos, además de videos de sus piezas clásicas (casi todas) de su conjunto, y de otras muchas personalidades a las que admira, sigan vivas o no; Kate Bush también nos recuerda a cantantes a los que sigue y la entusiasman; Stevie Nicks a diario habla de sus pasiones, entre las que resalta a las hermanas Wilson; la violinista Stephanie Chase pone en las redes fragmentos de conciertos de músicos que la mantienen joven y entusiasta, y fue quien informó que Vanessa Mae iba a competir en los Juegos Olímpicos de Invierno, sin dejo de envidia, antes al contrario; Michael Tilson Thomas, director de la Sinfónica de San Francisco, al enlistar sus cinco piezas favoritas, pone en tercer lugar (después de unos lieders de Mahler y unas canciones de Webern), “A Day in the Life”, de Beatles. ¿Por qué los literatos, sin abandonar la crítica, no pueden dejarse de envidias y celos?

En aras de la no discriminación (perdón por la horrible sintaxis) y en épocas en que se exige igualdad de género, ¿van a prohibir “Los nenes con los nenas, las nenas con las nenas”, del Filósofo de Tabasco?


lunes, 3 de marzo de 2014

Cineadicción, cine por televisión

La conmovedora escena de Day for Night, en la que el director del filme, encarnado por el director del film, François Truffaut, sueña que va de niño a robarse los cartelones de un cine, debe haber provocado que miles de cinéfilos se hayan identificado, si no en el hecho, cuando menos en las ambiciones.
                Alrededor del rumbo donde viví desde 1952 hasta 1974 había varios cines, al alcance, cuando mucho, de un tranvía: el Cine de la Villa, al que nunca fui pero sí lo visitó Isaac Arriaga Soto, según me confesó muchos años después, y también sus motivos, que no revelaré; estaba, a la vuelta de la casa, el Tepeyac, y a unas cuantas cuadras, el Lindavista; al tiro de un viaje en camión estaba el Soto, y más lejos, pero que lo visité varias veces para ver Nevada Smith, Tamy Show y alguna otra, el Cosmos, que ahora será convertido en antro de cultura, aún indefinido; y cercanos a la Alameda, es decir, frente a la terminal de los camiones que iban a la Estrella y a Fundidora de Monterrey, el Alameda, el Variedades, el Regis, el París, el Paseo, el Del Prado; ya en la adolescencia llegaba hasta el Robles, el Diana cuando recién estrenado, el Chapultepec, frente a la Diana (que no estaba donde está hoy, por ignorancia de las autoridades); alguna vez, de pinta, fui al cine México a ver Hawaii, que no hubiera visto por mi voluntad; antes, cuando dependía de mis mayores, vi el Cinelandia, el Mariscala; en el Orfeón, el día que se estrenó, El castillo de los monstruos, una de las pocas cintas donde Evangelina Elizondo no mostró sus piernas prodigiosas; nos llevó Chata; en el Cinelandia, caricaturas que decía que me gustaban, aunque en realidad no tanto; allí, también, muchos cortos de los Tres Chiflados, cuya mejor actuación es un cameo en The Dance Girl, en la que Clark Gable le da una nalgada a Joan Crawford, que ella agradece.
                De las cintas estrenadas entre 1950 y 1959 vi, o he visto, poco más de 1,300, ritmo que mantuve hasta los años ochenta, en que fueron desapareciendo muchos cines. Si hago un ejercicio de memoria que me deje como al profesor Alba cuando se esforzaba mucho, podría recordar no la fecha, sí en qué cine las vi; en el Teresa, ahora de cintas cachondas, vi en un programa doble Singin´in the Rain y Freud, que nada tienen que ver; en el Latino un inspector no dejaba entrar a Lourdes a ver El Santo Oficio; a la salida le agradecimos sus buenas intenciones. Creo que nunca entré al Diana, pero recuerdo con claridad la noche en que regresamos, a pie, del Lindavista a Escuela Industrial, luego de haber visto, seguro que en estreno, El espectáculo más grande del mundo, del que, al verla ahora en televisión, recuerdo casi todas las escenas, aunque entonces no entendí la trama; y pude ver las escenas del trapecio porque no me había invadido la acrofobia que hace unos años me impidió ver el corto de Roger Rabitt en la montaña rusa (me dio acrofobia sin que me haya desprendido de ella cuando, en 1978 o 1979, crucé por un puente movedizo el Viaducto, por culpa de las obras de la línea 3 del Metro; debo haberme tardado media hora en cruzarlo, y a cada paso que daba se movía como en muchas cintas de guerra). Recuerdo menos Candilejas, que también vimos allí.
                Si a mi tío Pepe le debo prácticas deportivas que ahora me asombra que haya podido desempeñar, a mi tío Enrique le debo la pasión por el cine, sobre todo por el western; iba los domingos por mí, y veíamos las tres películas de la matiné; él iba con algunos amigos, y aún recuerdo, debe haber sido 1959 o 1960, cómo se asombraron, y lo expresaron con silbidos de admiración (fiu fiu, dice la Real Academia que debe escribirse) cuando apareció Angie Dickinson en corsé, mostrando sus piernas largas y torneadas, ante un no tan impávido John Wayne, en Río Bravo; con él vi El pistolero invencible, que apenas hace un par de años pude conseguir en video; también me emocioné con Scaramouch y con El prisionero de Zenda, con Stewart Granger, sobre todo en el duelo a espadazos que mantiene con James Mason, que la verdad, espadeaba mejor que Granger; con éste, vi La carreta de la muerte, en la que alterna con Robert Mitchum, y creo recordar que Mitchum era el villano; en el Tepeyac vi la mayoría de las películas que gocé en la infancia y adolescencia; ya mayorcito, con Mario Magallón íbamos a desaburrirnos cuando no había juego de dominó, y un día llevamos a Delfina Careaga a ver Winchester 73, la décima vez que la veía (y la he visto doce veces más).
                Pero en el Tepeyac, sobre todo, iba a ver los cartelones; empezaba los domingos, a la salida de la matiné, que ya anunciaban los de la siguiente semana; los martes los cambiaban de lugar y los ponían en los escaparates laterales, en las escaleras, junto a la taquilla; en los escaparates o vitrinas que daban a la calle ponían las de la siguiente semana; cambiaban de martes a jueves, y el viernes ponían dos cintas que exhibían hasta el siguiente lunes. Era cuando estrenaban en sus pantallas las cintas que habían recorrido el circuito de los cines Variedades o Robles, que pasaban al Cosmos y luego al Tepeyac, o al revés, y terminaba su recorrido en el Soto.
                Cuando mis andanzas me llevaban más lejos, me acercaba al Lindavista para ver los cartelones; uno de los atractivos era ver las fotografías, que luego identificaba en las escenas cumbres, porque era obvio que para eso las ponían, porque eran las escenas cumbre. Nunca me interesó comprarlos en la Lagunilla, cuando era posible visitarla; era como tener una infidelidad permitida; tampoco intenté robar ninguno.

Si exceptuamos los programas que consistían en dos o tres cintas de Pedro Infante (Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Pepe el Toro; ATM, ¿Qué te ha dado esa mujer?; ¡Ahí viene Martín Corona!, El enamorado, Necesito dinero), casi no exhibían cine mexicano, aunque allí, demasiado chico para no conmoverme, en un solo programa exhibieron Juan Charrasqueado, En la Hacienda de la flor, Yo maté a Juan Charrasqueado. Es tarde perdí una bufanda, y no volví a tener una sino hasta los ochenta. Un programa que ponían cada año era El manto sagrado y Demetrio el gladiador, pero como era en Semana Santa, no me dejaban ir; de hecho, apenas las vi hace unos meses. Pero durante una larga época no me perdí, salvo por alguna circunstancia imprevisible, ninguna matiné; allí vi más de 20 cintas de Laurel & Hardy, vi Escuela de sirenas con Red Skelton y la pantorrilluda Esther Williams, en una época en que comencé a distinguir a las actrices por sus muslos más que por sus rostros; en 1967, estrenando la precartilla, nos dejaron entrar en el Tepeyac a Paco Alvarado y a mí para ver una cinta que entonces titularon Espía por error, con Doris Day (no he vuelto a verla: ¿Caprice?, ¿The Glass Buttom Boat?), en la que en una escena en la que Day corretea a ¿Elizabeth Traser?, junto a una puerta le arranca el vestido; aparece ¿Traser? desnuda una fracción de segundo, sin que se note nada, porque en cuanto reaparece por otra puerta, en la misma carrera, ya está cubierta con una toalla. No satisfizo nuestra curiosidad, aunque la cinta, creo que de Frank Tashlin, nos divirtió mucho.
                Cada año exhibían La mandrágora, y se anunciaba como clasificación D, es decir, para mayores de 21 años; cuando pude entrar a verla me aburrió muchísimo; con la sala casi vacía, a la espera de algo excitante, alguien que iba en pandilla gritó: ¡cómo los tienen!, y otra voz anónima contestó: ¡grandotes!, lo que provocó la risa de todos, incluido el que lanzó el primer grito. Fue lo más divertido de esa función.
                El primer desnudo que vi en cine fue uno de Mia Farrow en Rosemary’s Babe, en la época de los estrenos simultáneos en varias salas; una de ésas, el Tepeyac; en una escena, en un yate, Farrow se despoja de la ropa para bajar a la cabina para que se la eche el Diablo, que al parecer fornicaba con mucho ritmo; durante unos segundos aparece de espaldas, con las nalgas muy visibles; se asegura, sin embargo, que no eran las suyas, porque estaba demasiado delgada (en el Mad dijeron, sin embargo, que el trasero de Farrow era menos delgado que el de la doble); en otra escena, en una cópula con John Cassavetes, se le ve un pecho; esas escenas, importantes, son lo menos importante de la cinta; además, cuando la han retransmitido por televisión, las eliminan.
                Las nalgas de Fay Dunway, auténticas pero de lejos, las vimos en The arragentment, cuando está desnuda, en una playa; los expertos dicen que también las enseñó Deborah Kerr, pero no la recuerdo (y la recordaría). Por esa misma época, Angélica María mostró las piernas y las pantaletas varias veces en Cinco de chocolate y uno de fresa, que vi en el Variedades, acompañado de una amiga que no sabía dónde meterse; en ese mismo cine, Mario Magallón y yo contemplamos atónitos el trasero de Ana Martin en una cinta que no he vuelto a ver más que una vez, suprimida esa escena (Trío, cuarteto).
                Aunque dice la historia que el primer desnudo frontal en cine comercial fue el de Hedy Lammar en Éxtasis, tan temprano como en 1932, en realidad, ya con la intención de ir rompiendo los esquemas de la moralidad, hubo tres desnudos, breves pero excitantes en Blow-Up, con la dirección de Antonioni basado en un cuento de Julio Cortázar, en la época en que comenzábamos a admirar a ambos; pero cuando la vi en cine, los desnudos de Vanessa Redgrave, de Gillian Hills y sobre todo el frontal de Jane Birkin, los habían suprimido. Vi en el cine Tlatelolco con una amiga, cuando se inauguró, Romeo y Julieta sin las escenas de desnudos, que ahora pasan en televisión en pleno mediodía. Cuando leí un pasaje memorioso de Woody Allen, que va a ver Mónica, de Bergman, no por la película sino por un desnudo, recordé el éxito de Blow-Up no por la trama ni la dirección, sino por los desnudos que aquí no se vieron. Se vieron, en cambio, los traseros de las protagonistas de Las margaritas pervertidas, que nada tenían que ver con la trama, aunque sí con su espíritu. En los setenta, en una reseña, Amparo Muñoz, que dos o tres años antes había sido Miss Universo, abría y cerraba su bata, mostrando su desnudez plena, en una escena que dura casi un minuto (a propósito, dice El Doctor que el Miss Universo es el más racista de todos los concursos, porque sólo han triunfado terrícolas).

He visto muchas películas desde 1952 en que me llevaron a ver Cenicienta en el cine Alameda, y lo que más me impresionó fue el cielo que parecía tachonado de estrellas, más que el argumento, del que no creí que los ratones hablaran, ni me importó la historia de amor. Lo he dicho varias veces: suelo responder, espontáneamente, a cualquier pregunta, con frases de películas, muy diversas; casi nunca mi interlocutor identifica la frase; la vida nos da muchas oportunidades y no hay que despreciarlas; en la librería Madero antes de que fuera Antigua me presentaron a un sacerdote, quien me preguntó cuál era mi gracia: no me quedó más que responder: la facilidad de palabra; por desgracia, azorado de esa oportunidad, achaqué la farse a Tin Tan más que a Mario Moreno, que es quien la pronuncia.
                Pero la vida no es como el cine: aunque he visto romances como si fueran argumentos de película, como el de Antonio Flores González con La Reventada (su nombre, en chino, significa “la que llega con el amanecer”); aunque conozco aventuras que en el cine parecerían inverosímiles, aunque trato a gente que ha vivido como las tragedias de José María Linares Rivas (con mucho, mi actor favorito del cine mexicano), sé que el cine es ficción, que la vida continúa después de la palabra fin, que al mismo tiempo que las pasiones y la diversión subsisten las penurias, a veces laborales y a veces económicas; que hay trampas, que no siempre el Diablo viene y se pone de nuestra parte (aunque nunca nos abandona del todo), que los amigos fallan y a veces traicionan; que la vida se parece más al cine de Woody Allen que al de Jacques Tati. ¿Qué es lo que me hace pensar de esa manera fatalista, por qué me quejo de que la vida no sea como en el cine? En ninguna escena ni Jorge Negrete ni Pedro Infante ni David Silva ni Emilio Tuero ni Pedro Armendáriz ni José María Linares Rivas (sólo a veces Dean Martin y John Wayne) se quitan el sombrero y quedan despeinados y sudorosos, como yo en estas fechas.

Algunas irreverencias de mi pasión por el cine: me gusta más The Magnificent Amberson que Citizen Kane; me gustan más Laurel & Hardy que Chaplin (a últimas fechas, lo soporto más); soy capaz de ver La sombra del otro con tal de ver a Viruta y Capulina cantando “En dónde está mi saxofón” y “Una aventura más”; me gustan más los westerns de John Ford que sus obras dramáticas, y sigo disfrutando mucho el cine de Raoul Walsh, aunque hace casi 45 años que no veo de nuevo Gentleman Jim, y fui al cine más por ver los rostros de Vivien Leigh, Virginia Mayo, Audrey Hepburn, Pier Angeli, Claudette Corbett, Susan Hauward, Maureen O’Hara, Maureen Sullivan, Eleanor Powell, Gene Tierney, Lauren Bacall, Joan Fontaine, Norma Sheare, Olivia de Havilland, Eleanor Parker; es decir, rostros perfectos.
                Otra confesión sentimental: me daban unas inmensas ganas de llorar al escuchar el vals, interrumpido varias veces, en la escena de la coronación en Scaramouch.

Escuché en mi infancia algunas canciones que llevo en los oídos, pero que pocas veces he vuelto a oír: “Voy a mandarles pedir a los ángeles del cielo / una pluma de sus alas para poderte escribir”; “el Diablo salió a pasear / y le dieron chocolate / y tan caliente que estaba / que hasta se quemó el gaznate”; “que viva y viva, que viva y va / el partido por la mitad” (en esa canción hacían ministra a María Victoria); “un muerto resucitó cuando estaba en el velorio porque de pronto sintió las piernas de Carolina [que no son largas ni son finas]”; “en una casa enfrente de la Universidad / habita una muchacha que es una calamidad” (compré una de las peores cintas de Pardavé, Mil estudiantes y una muchacha, sólo por la canción, que cantan incompleta); “píntame de colores pa’ que me llamen Supermán” (que Carlos Fuentes cita en La región más transparente), y sobre todo “la televisión / pronto llegará”, que pasó de moda cuando llegó a México, como preveía la canción.
En donde vivía éramos los únicos que teníamos televisión; los domingos iban a la casa algunos de los otros niños del edificio, para ver el Teatro Fantástico; por las tardes completaba mi educación viendo Hopalong Cassidy, El llanero solitario, una breve temporada Cisco Kid, las aventuras de un detective, Boston Blackie, protagonizado por Chester Morris; no olvido su lema (“amigo de los que no tienen enemigos; enemigo de los que no tienen amigos”), Rin-Tin-Tin y la más sensiblera Lassie, que ayudaba a sus amos pero pocas veces atacaba como Rin-Tin-Tin; vi casi todos los episodios de Sherlock Holmes con Basil Rathbone, e identifico a Johnny Weismuller más con Jim de la selva que con Tarzán (aunque recuerdo el desfile de pantillorrudas en Tarzán y las sirenas, que se filmó en Acapulco y que fue cuando Weismuller no quiso competir con los clavadistas de la Quebrada, supongo; ahora disfruto el faje de la primera cinta de él como Tarzán, en el agua, con Jane tocándose mutuamente el pecho, y en la segunda, cuando ella se cala unas medias); vi casi todos los cortos de Laurel & Hardy y de Harold Lloyd; vi las aventuras de Ivanhoe, pero años después no pude leer la novela; si vi unas cuantas cinta de Pedro Infante en alguna matiné del Tepeyac, nunca he visto ninguna de Jorge Negrete (y conozco toda su filmografía) en cine, todas en televisión. Cuando estaba en El Financiero, que llegaba a casa al filo de la medianoche pero con las pilas prendidas, me hice experto en la filmografía de los hermanos Almada y la de Jorge Reynoso; así, un día, me topé con referencias políticas en una cinta de Gilberto Martínez Solares, Ahi vienen los gorrones, descubrimiento que me birlaron y escamotearon los que después escribieron sobre el asunto; ahora no entiendo cómo me gustaba El Gran Premio de los 64 mil pesos, cuyo primer triunfador fue mi amigo Carlos González Correa, con el tema Shakespeare; entiendo que me gustara Adivine mi chamba, 20 preguntas, Tres generaciones y Variedades de mediodía, aunque aún no averiguo de quién eran las piernas de los anuncios de la primera (medias Cannons) ni quién era la bailarina que abría el segundo. A la televisión le debo tanto como al cine.

Grace Slick, que demuestra que es muy difícil envejecer, envía una caricatura de ancianos en un asilo, que discuten sobre quiénes son sus músicos favoritos: Deep Purple, Black Sabath, Led Zeppelin, The Clash, ACDC, Hendrix; hace más de 30 años, Quino dijo que de viejito defendería a los Beatles como los viejos de entonces el tango; en Married with Children le dieron un golpe a mi vanidad, cuando la protagonista junta en su casa a las admiradoras de Elvis, que resultan unas ancianas. Pero lo reafirmo: la música (ni el cine, ni el cine por televisión) permiten envejecer, por más que la mayoría de los ingresos se nos vayan en medicinas y en análisis.

Y alguien ya dijo por allí: el premio al guión de Gravity debieron dárselo a sir Isaac Newton, y la cinta con ese nombre es la mejor película mexicana filmada en el extranjero sin capital mexicano. Pero revivió un nacionalismo que, como dijo Borges, echó a perder el espíritu de nobleza dentro de la competencia que debería de reinar en el deporte (y hubo quien dijo que como Borges no pudo triunfar como futbolista, se dedicó a escribir).