“Había vuelto la
paz al Llano Grande”, “Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano”, “Daba gusto
mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande…”, “Era la época
en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por
los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano”, “Era bonito ver
aquello. Salir de pronto de la maraña de los tepemezquistes cuando ya los
soldados se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el Llano vacío,
sin enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que
era aquella gran herradura del Llano encerrada entre montañas“, “Algunos
ganamos para el Cerro Grande, y arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo
mirando hacia el Llano…”
Éstos son algunos párrafos de
uno de los más conocidos cuentos de Juan Rulfo, “El Llano en Llamas”, que da
título al primer libro del jalisciense. Aunque es uno de los libros más
vendidos en la historia de la industria editorial mexicana, publicado en
ediciones críticas, en varios países de habla hispana, en diversas colecciones
en varias editoriales, y con más de 500 mil ejemplares vendidos en la Colección
Popular, en un reciente homenaje por los 60 años de su publicación, el
Instituto Nacional de Bellas Artes, en el cartel que anunciaba los actos
conmemorativos, puso El llano en llamas;
es curioso que en muchos boletines informativos a lo largo de la historia, en
los folletos donde anunciaban paquetes de libros en oferta en ocasiones de
aniversarios, ventas especiales, o en ocasiones de Navidad, ponen El llano en llamas.
Tres de los lectores más cultos
confesaron que no habían reparado en el error; ya lo raro es que se escriba de
manera correcta; lo malo es que cuando se me ocurre llamar la atención recibo
regaños y reconvenciones, y me recuerdan que “los títulos se escriben en
bajas”. Me parece inútil remitirlos al texto para que vean que Llano es un nombre propio, no se trata
de un llano cualquiera.
Tampoco puedo reclamar mucho: el
Pequeño Larousse Ilustrado,el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado, el
Diccionario de Literatura Española e Hispanoamericana, y sobre todo, el
Diccionario de Escritores Mexicanos, tanto en la primera edición (1967) como en
la segunda, en doce tomos, incluyen El
llano en llamas, más preocupados por incluir que por leer los libros.
Desde hace
algunos años la Real Academia de la Lengua convino en que lo mejor, y lo más
elegante, era suprimir las mayúsculas inútiles, tanto en títulos como en
accidentes geográficos; no pudieron hacerlo en el lenguaje burocrático, donde
ponen en altas los títulos profesionales (Licenciado, Doctor, Ingeniero), los
cargos (Ministro, Secretario, Presidente –éste, decía Bernardo Giner de los
Ríos, sólo va en mayúsculas cuando es el nombre del brandy).
La RAE no autorizó poner en minúsculas
los nombres propios, pero dio pie a que la gente creyera nombres comunes cuando
no lo son; ponen “río” en bajas aun cuando sea parte del nombre, como el Río
Bravo y otros seis, de los que da cuenta el Diccionario de Historia, Geografía
y Política de Porrúa (y algunas otras enciclopedias); tampoco están autorizadas
esas personas a creer que los nombres son títulos: El Universal es nombre, La
ciudad más transparente es título; lo tedioso es corregir a los correctores
que no entienden esa diferencia. Hace unas semanas Gabriel Zaid apuntó la
escasa costumbre de la gente para consultar diccionarios y verificar si lo que
escribe o lee tiene fallas o está correcto.
No se sabe, entonces, si el
valle de México es un valle cualquiera o se llama Valle de México; la Academia
no es autoridad, por su desconocimiento de lo que sucede fuera de su ámbito, en
lo que siguen considerando sus colonias.
Pero en sus propias obras son
descuidados; las solapas y la contraportada de los libros de Mario Vargas Llosa,
sobre todo el más reciente, El héroe discreto,
ponen el nombre de sus novelas, y a la segunda le dicen La casa verde, aunque en el texto uno de sus personajes
principales, el sargento Lituma, habla de lo que vivió en su juventud en La
Casa Verde, como se llamaba el prostíbulo donde se emborrachaban Los Inconquistables. Si quienes hicieron
los textos de contraportada y cuartas hubieran leído el libro, hubieran escrito
bien ese título.
Hay otros casos, que también
hacen dudar de que quienes los reseñan o los incluyen en bibliografías, sepan
de qué se tratan; por ejemplo, a dos de las principales novelas de Martín Luis
Guzmán las nombran en bajas, El águila y
la serpiente, La sombra del caudillo,
aunque en la primera son símbolos, no animales comunes y corrientes ni mucho
menos objetos; como símbolos, debe titularse El Águila y la Serpiente; el caudillo de la otra novela no es uno
más de los muchos caudillos militares y políticos que pululaban en el México de
los años veinte; es el Caudillo que unificó al ejército, que maniobró para unificar todos los partidos en uno solo,
el que consiguió que todos los caudillos aprobaran a un solo candidato; el que
manipula entre los precandidatos para elegir al “bueno”, y suprime por las
buenas o las malas a los rejegos; en la novela es “el Caudillo”, por no decir
el Jefe Máximo; su sombra pesa sobre los demás protagonistas, civiles y
militares; el título es La sombra del
Caudillo; de hecho, así se llaman en la edición del Fondo de Cultura
Económica de 1984, y en las ediciones de la Colección de Escritores Mexicanos
de Porrúa, y en las ediciones de Compañía General de Ediciones, pero no en el Diccionario
de Escritores Mexicanos, ni en etcétera etcétera.
La Silla del Águila es el símbolo de la silla presidencial, y así
lo maneja Carlos Fuentes en una de sus novelas menos apreciadas, y muy mal
leída, por lo que sus críticos y comentaristas la titulan en bajas.
Menos graves son
otros casos, pero que en lo personal no dejan de inquietarme; en la Guía Roji
de 1927, la más antigua que he conseguido, una de las colonias alejadas
entonces de la ciudad de México, en pleno sur poco habitado, se llamaba la
Colonia del Valle; así, hasta los años setenta; ahora la llaman colonia del Valle;
en las Guías no ponen colonia Polanco o colonia Anzures, sólo Polanco o
Anzures; no es colonia Narvarte, sólo Narvarte (y antes, Nalvarte); ponen
colonia del Valle en la creencia de que colonia no es parte del nombre; en todo
caso, si colonia fuera genérico, sería colonia Del Valle; y así con otros
nombres propios que la costumbre ha hecho que se nombren al aventón.
Entre los
participantes del primer tomo de Los
narradores ante el público, y que conocí o que sigo conociendo, sigue Juan
García Ponce; hablamos Paco Alvarado y yo en una exposición en Bellas Artes; ya
había leído todos todos sus libros de narrativa publicados hasta entonces: Imagen primera, La noche, Figura de paja,
La casa en la playa; su
autobiografía, y sus reuniones de ensayos Cruce
de caminos y Entrada en materia;
Paco nunca me acompañó a su casa, entonces a media cuadra de Río Magdalena, y
cuadra y media de Avenida Revolución; lo visitaba primero con frecuencia,
después cada que aparecía algunos de sus libros; me incitaba a leer: Lezama Lima,
Nabokov, Borges; desentrañaba sus historias, alguna vez le reclamé que no
utilizara mujeres mexicanas en sus ediciones recientes; “las mujeres de mis
libros no existen”, me dijo; por teléfono me preguntaba, antes de citarme: “¿ya
lo leíste?, ¿qué te pareció? ¿Cuánto te tardaste en leerlo? ¿Te molestó tal
personaje?” Platicamos de “La gaviota” en tres sesiones, y en su casa conocí a
Juan José Gurrola, a Manuel Felguérez; me enteré de alguna intimidad; le llevé
algún libro suyo que no le había llegado más que un ejemplar (La presencia lejana, publicado por Arca,
y que había traído Gerardo López Gallo desde Argentina antes que el embarque de
la editorial; se lo llevé para que me lo firmara, y un par de amistades lo vieron
con inquietud: al día siguiente le llevé los otros pocos que estaban en la
Librería del Sótano); así, con todos sus libros hasta Unión, le caí hasta que sucedió lo que narro en El juego de las sensaciones elementales.
Gustavo Sainz me objetaba mi placer por leer a García Ponce, y me hacía
análisis para tratar de demostrarme por qué a él no le gustaba; mi gusto lo
compartía con Anamari Gomis; a su casa llevé a Rubén Maní, a Patricia Proal;
fui con Lourdes antes de casarnos, pero no me acompañó cuando fui a llevarle Trazos. Allí viene una reseña que ya
había leído antes, contra un número monográfico de Artes de México, dedicado a la plástica
mexicana, de Alfonso de Neuvillate, al que despedazaba con argumentos
contundentes, que se me ocurrió utilizar, sin su agresividad pero con la misma
estructura, para comentar De Anima,
lo cual le molestó; enmendó el principal error que señalé en mi reseña, pero
cometió, otro, que ya no quise recalcar, cuando apareció la reimpresión de esa
novela. Después, renegó de mí con algunas amistades, como Salvador Mendiola y
con Héctor de Mauleón, pero cuando alguna comentarista quiso defenderlo de mis
reseñas, él se molestó con ella. Lo peor que le hice le causó mucha gracia: le
llevé mi ejemplar de El canto de los grillos; amenazó con decomisarlo para
quemarlo. Finalmente, muerto de la risa, me lo dedicó.
Tuvo que darme, sin embargo, la
razón, cuando una protegida suya quiso escribir que Lennon, con Double Fantasy, había traicionado sus
posturas iniciales, que debía mejor aprender de Dylan Thomas, ése sí un
jazzista incorruptible; la corregí y le llamé la atención, y esa tarde, en casa
de Juan, tratando de que no la oyera, confesó su error y mi reprimenda; Juan
alcanzó a oír, y al pedirle explicaciones ella sólo acertó a decir que le
habían soplado mal. Juan sólo tuvo que darme la razón… “Pobre Eduardo”, exclamó.
Cuando lo visitaba, me preguntaba si había visto a Salvador Elizondo y yo, sin
saber aún de sus diferencias tan enormes, le contaba de mis pláticas con
Elizondo, cosa que recordé cuando éste ingresó en la Academia Mexicana de la
Lengua, y fueron violentamente criticados, ambos, por García Ponce, en
declaraciones a Proceso. Una entrevista a él, con un grave error, tuvo la consecuencia de que detuvieran en seco una
campaña contra mí que ya habían emprendido, je.
A Juan Vicente
Melo me lo presentaron en la redacción de La
Cultura en México (nombre del suplemento, no título); en su casa, ya no en
La Condesa sino en Mariano Escobedo, me habló extensamente de literatura
francesa, de sus gustos musicales, se confesó cursi según él porque le gustaba
Chopin sobre cualquier otro compositor, y su pieza favorita en música popular
era “You’ve got up my head”, con Judy Garland. En su casa, donde me daba a
beber como si mi capacidad fuera similar a la suya, conocí a Isabel Fraire,
quien me confesó que había leído tres veces Figura
de paja de García Ponce, sin entenderle, y sin que fuera reprendida por
Melo. Cada vez que salía de su casa me invitaba a que regresara la siguiente
semana; un día no llegué solo, sino acompañado de Jaime Gallegos y Arturo
Magallón; le llevábamos el primer número de Creación,
la revista que comencé pero no pude emprender, y de la que Jaime publicó diez
números, uno de ellos doble. Melo se molestó por la compañía y no volví a
verlo, sino hasta que, en 1987, Alberto Paredes lo llevó al Fondo de Cultura
Económica: extremadamente delgado, demacrado, desprotegido, tambaleante. Me
saludó con afecto; Sergio Galindo me contaba que habían encontrado a Melo en
Xalapa casi inconsciente, que se desprendía de quienes lo vigilaban, y
emprendía parrandas que duraban días, alguna vez casi una semana; Isabel Fraire
desmintió a Sergio, y afirmó que estaba sano. Yo no bebí nunca tanto como en su
casa, cuando aún no me dañaba beber, ni me afectaba el aire, cuando salía al atardecer
y abordaba el trolebús que me llevaba, sin marearme, hasta la colonia
Industrial. Aunque tuve todos sus libros, sólo me puso una dedicatoria en su
conferencia de Los narradores ante el
público: “me dices gracias, y no sé qué responder; lo bueno, para mí, es
que un día nos conocimos en Siempre! Y
nos dijimos gracias…”
Me dicen
intolerante porque ya no quiero ver tenis masculino; no sólo me molesta que
ganen puntos a base de saques violentos y no de dominio y de buenas jugadas; me
molesta que se turnen las victorias, una para uno, la siguiente para el otro;
me divierten, mucho más que los juegos, las imitaciones que hace Djokovich,
quien ridiculiza a todos sus rivales al remedar cada gesto, cada tic, cada
movimiento; son mejores sus imitaciones de Anna Ivánovic y de Maria Sharapova
(no se ha atrevido con Tsvetana Pironkova, la 99 mejor del mundo); con
Sharapova se lleva tan bien, se ríen juntos tanto y de manera tan desenfrenada,
que el novio de ella debería estar tan celoso como seguramente lo está la novia
de él. Hay una gran cantidad de videos con las imitaciones y con las bromas que
se hacen mutuamente.
Me gustan más los juegos
femeniles; la mayoría de las tenistas son muy guapas, más cuando están
vestidas, y casi todas muy simpáticas, muy desenvueltas, muy alegres. Los
cronistas se quejan de que ninguna tiene buen saque, y que si fallan con el
primero, seguramente les irá mal con el segundo, por imprecisas; eso les pasa
por no leer a James Thurber, quien se fijó antes que nadie que una de las
razones por las que la mujer será, en ese aspecto, inferior a los hombres, es
que lanzan cualquier objeto, y más aún una pelota de cualquier deporte,
adelantando la pierna equivocada; mientras no lo corrijan, su saque será malo.
Lo dije yo
primero, como se decía a finales de los años sesenta: Yasiel Puig será buen
bateador, con sus asegunes, porque se cayó estrepitosamente el último mes y medio
de la temporada (la postemporada es extra, y no siempre buena, aunque ahora, en
algunos juegos, ha habido buen pitcheo, aunque para cuidar a los brazos de los
pitchers delicaditos, son capaces de sacarlos del juego aunque estén tirando
sin hit ni carrera). Puig no ha dejado de ser amateur, piensa en su lucimiento
y no en el bien de su equipo; cuando acierta a cortar un hit trata de poner out
a los corredores en home, y descuida a los otros corredores que siempre le
sacan una base extra; pero no siempre acierta a fildear, y pone en peligro a
los Dodgers; cuando lo ponchan, aunque sea evidente que dejó pasar una buena
pitcheada, se queda viendo a los umpires, con gesto de María Félix molesta por
el desprecio de los galanes en turno, y cuando se poncha tirándole (y se poncha
mucho: casi cien veces en 107 juegos, algunos de ellos incompletos), hace
berrinche, y hasta el tolerante Don Mattingly debe regañarlo, y a veces hasta
sacarlo del juego.
Cuando se filmaba
Rojo amanecer, muchos actores,
muchísimos, se acercaron a Héctor Bonilla, a Roberto Sosa y a Marcela Mejía
para ofrecerles su ayuda: algunos llegaron con las escrituras de sus casas para
que la hipotecaran, la vendieran, lo que fuera necesario para obtener fondos y
terminar una cinta que hicieron con sus propios medios, sin financiamiento
estatal; María Rojo quiso actuar sin cobrar, y tuvo que aceptar salario por
presiones de la ANDA, pero exigió que fuera el más bajo, el mínimo autorizado,
y no fue la única. Por esos días me acerqué mucho a ellos, y llegué a la conclusión,
con esos y otros ejemplos, que aunque se critiquen de forma brutal, que hagan
excelentes imitaciones burlonas, con cierta crueldad, incluso de los más notorios, el de
los actores es un medio mucho más generoso y desprendido que el de los
escritores, muchos de ellos envidiosos, vanidosos, egoístas, ególatras. Me
dolió reconocerlo cuando presionaron al jefe de gobierno del Distrito Federal
para que cerrara o cuando menos disminuyera el centro de acopio para la ayuda a
los damnificados por un ciclón y un huracán, simultáneos, que golpearon gran
parte del país, en especial, como sucede
siempre, en las zonas más pobres. Y sí, lograron que lo cerraran o
disminuyeran, con tal de tener una feria del libro que pudieron haber celebrado
en cualquier lugar. Y todo para cederla a quienes se creen dueños del Zócalo.
¡Qué vergüenza!