domingo, 27 de enero de 2013

Reclamos de un peatón; más mujeres de Lester

Dice David Toscana (autor de algunas muy buenas novelas, como Las bicicletas y Estación Tula) que como no todos podemos colgar un cuadro de Van Gogh en nuestras paredes, debemos conformarnos con los bodrios de la hija de algún amigo; las obras de Van Gogh, entre cuadros y dibujos, llegan a 2 500; muchas pertenecen a museos, las que llegan a ponerse a la venta se valúan en más de 20 millones de dólares, y alguna sobrepasa los 80 millones; sólo unos cuantos cientos de personas podrían adquirirlos, si es que se interesan, o se interesan en apantallar a sus conocidos. Según Toscana, hay que conformarse entonces con bodrios; por fortuna, para quienes carecemos de decenas de miles de pesos no tenemos que conformarnos con las reproducciones que venden en tiendas para turistas o en museos; desde hace algunos años existen técnicas que permiten que haya varios originales de un solo cuadro, como las serigrafías y las litografías; los grabados y los dibujos tampoco son tan caros como los óleos, que en los casos de algunos pintores mexicanos, se cotizan en más de cien mil pesos; pero con las serigrafías con unos cuantos cientos, o pocos miles de pesos, puede alguien poseer unos 20 o 30 buenos cuadros de muchos otros pintores. Hay en el mercado mexicano serigrafías hasta de Miró; y si uno no puede tener un óleo de Manuel Felguérez, hay serigrafías que cualquier aficionado, mediante sacrificios, pero sin descapitalizarse, puede tener cuadros suyos, auténticos. Y hay óleos que no son tan caros, y uno puede abstenerse de comprar libros, discos y películas, y de comer, durante un par de meses y entonces comprar uno que nos guste. Lo que más me llamó la atención cuando de adolescente comencé a conocer a escritores, fue que todos tenían en sus casas, alrededor de los libreros, cuadros de regular o gran tamaño. Por ejemplo, en su autobiografía, Gustavo Sainz, al describir su departamento (Niza 66, como debió llamarse nuestra novela a cuatro dedos), aparte de los retratos de los escritores y cineastas que admiraba, dice que en su recámara “sobre el clóset que ocupa la pared hay cuatro monstruitos de Arnaldo Coen… En el comedor, junto a la puerta de salida, después de haber visto un dibujo de Vicente Rojo, una acuarela y un óleo de Arnaldo…”. Por su parte, Carlos Monsiváis habla de su estudio de trabajo, y además de un teléfono siempre ocupado, menciona un cuadro de Pedro Coronel, una colección de dibujos de Cuevas y un collage de Vicente Rojo. Entonces pensé que todos eran ricos, pero Monsiváis, por esa época, presumía de que era “pobrísimo” (palabras de René Rebetez, quien objetaba la presunción, pues por esos días había cobrado su antología de la poesía mexicana del siglo XX). Uno de los lujos de Sergio Galindo era un óleo de Siqueiros que, por error, el pintor lo había fechado un año después, por lo que Sergio temía que falleciera y todos pensaran que fuera falsificado; un vecino, que para mayor muestra de humildad trabaja en un periódico, tiene en su sala cuadros de Leticia Tarragó; alguno de estos escritores me confesó que la mayoría de sus cuadros habían sido obsequios de los propios pintores, que suelen ser muy generosos. Pero Toscana los descalifica: si no son Van Gogh, todos son bodrios. En otra parte de su ataque contra los libros de autoayuda se lanza contra los cineastas que a él no le gustan, y llega a calificar de mediocres a muchos críticos a quienes le gusta el cine de Woody Allen, la mayoría de los cuales sabe bastante más cine que Toscana; no dice sus razones para abominar de Allen, lo que hace pensar que sus descalificaciones son tan radicales y prejuiciosas como las que usa para desechar a todos los pintores a partir de Van Gogh; es decir, si alguien no es Wilder, Hawks o Ford, no existe (aunque sea Huston, Hathaway –Henry—, Lang) o es malo o hijo de un conocido, por lo que tenemos que conformarnos con sus películas. Es de pensar que Toscana, tan serio, nunca ríe. Hace reír a sus lectores, sin embargo: en una de sus novelas un personaje anda cargando un cerdito que, como ya no lo estaban criando, debe tener más de seis meses, sólo que a esa edad ya pesa 50 kilos, cuando menos; cierto, debe estar flaco porque según las enciclopedias deben deglutir kilo y medio de comida por cada kilo que pesen, y los personajes de esa novela pasan mucha hambre. Ora que ni tan flaco, porque los otros personajes le traen ganas para convertirlo en tacos de maciza. Lo más gracioso de ese pasaje, no por inverosímil menos atractivo, es una escena en la que el personaje tropieza y el cerdito rueda por el suelo “con toda su humanidad”. Alguna vez el Excélsior de los años setenta describió el pánico de una población cuando vio que un lagarto arrastraba su humanidad por las cercanías. Toscana ya le dio categoría literaria a ese barbarismo. Lo principal del ataque de Toscana es contra los libros de autoayuda, que ocupan sitios de libreros que debían ser para clásicos antiguos y modernos. Poco tengo a favor de los libros de autoayuda: son convencionales, aconsejan, algunos de ellos, que se pierda la dignidad con tal de conservar una chamba, o que haga de cirquero para tener muchos amigos o para caerle a una chava de altas pretensiones, que caminan con la frente en alto y gesto de que todo alrededor de ellas huele a gas; si alguien todavía la pretende, puede leer esos consejos que, por lo regular, fallan. Lo peor de muchos de esos libros es que están mal escritos: desconocen la sintaxis, poco les importa la ortografía, y creen que la concordancia es para los pedantes; inventan verbos o usan mal los existentes, y carecen de lógica; muchos llegan a las librerías con menos ínfulas, y están mejor escritos porque correctores profesionales los han limpiado de errores, erratas, solecismos y barbarismos (cosa que los autores, cuando lo advierten, ni siquiera agradecen, aunque la mayoría cree que los méritos son suyos y no de los correctores, quienes, por otra parte, se ganan la vida honradamente poniendo los acentos que los autores ignoran). No son peores que muchos literatos noveles (de 40 o 50 años de edad), que desconocen el uso de los acentos o, mejor dicho, su función. Creen que sobretodo es un sinónimo de “sin embargo”; creen que “a bordo” y “abordo” significan lo mismo; nunca le atinan a los acentos de aun o al de más o mas; ignoran, como los autores de autoayuda, el significado de las palabras; andan celebrando la tiranía de la RAE para eliminar acentos, no por cuestiones gramaticales sino para que no se le note lo ignorantes; ya lo dije, pero lo repito por tratarse de un caso del mismo Toscana, quien en una novela relata (eso sí, con buen sabor) el asalto que sufre una anciana, a quien le gana el instinto y trata de evitar que le arrebaten su bolso; los rateros la vencen y queda tirada en el suelo, con las medias rotas y las rodillas raspadas; se encuentra justificadamente indignada, no tanto con quienes la asaltaron (¿o es uno?; no recuerdo), sino con los peatones que no la ayudaron; supongo que quiso decir que con los testigos, acobardados, que nada hicieron por impedir si no el asalto, sí el atraco, o cuando menos la humillación; me parece que es una de las lecturas que más me han indignado, porque se lanzó contra todos los peatones (en el caso narrado por Toscana, también había automovilistas que tampoco evitaron el atraco, pero a ellos no los acusó de negligentes y cobardes), y la mayoría de las veces soy peatón. No puedo decir que no aprendí a conducir un automóvil que, en contra de la etimología, no se mueve por sí solo, aunque ya no necesita la ayuda de caballos o de energía eléctrica; Pancho Ramírez se ofreció a enseñarme (Sotero Garciarreyes también se ofreció, y juró que lo haría tan bien que esa misma noche podría llevarme su auto desde su casa en las Lomas hasta la mía en la Industrial; su mujer fue más sensata y lo disuadió de tal hazaña); tomamos el único automóvil que tuvo mi padre, y conduje unas diez calles, desde mi casa hasta la de Pancho, que era la misma pero kilómetro y medio más lejos y con otro nombre; lo peor fue que me estacioné bien, pero sin observar hacia atrás, que es como se debe hacer cuando se maneja en reversa. Pancho estaba muy asustado y desistió de su empeño. Para bien, porque a lo largo de los años fui descubriendo que, sin ser daltónico, confundo el verde con el rojo, y sobre todo, que no estoy dispuesto a dejar de admirar la belleza de algunas peatonas (y una que otra automovilista) sólo por ser responsable y no distraerme, y concentrarme en el tránsito, los peatones, los automovilistas y los semáforos. Por ello, soy más responsable y no he provocado ningún accidente, aunque en alguna ocasión llamé la atención de Isaac Arriaga Soto hacia el atractivo de una peatona; cuando Isaac advirtió que había dejado de ver el tránsito, frenó en seco, rechinando los frenos. Quienes se burlaron de él por frenar en medio de la calle, sin autos cerca y lejos de un semáforo, no saben el susto que nos llevamos. (La incapacidad de mi padre para manejar automóviles es uno de sus legados más firmes, y que la legué a mis hijos.) Cuando no soy peatón soy copiloto que le indica a los conductores víctimas de mis histerias los posibles peligros a los que pueden enfrentarse; la mayoría son pacientes, pero el cómplice perfecto era Manuel Gutiérrez Oropeza, quien me daba aventón para que yo le dijera a quién podía admirar, y hacia dónde; sólo dos veces chocamos, y sin consecuencia; bueno, una: la disminución de mi astigmatismo por un leve golpe que ni me dolió (en ese momento). *Al buscar vida y obra de Fernando Corripio me enteré de que escribió muchos más diccionarios de los que tengo: uno Abreviado de Sinónimos; de Incorrecciones, Dudas y Normas Gramaticales; de Inglés Coloquial y Slang Americano (estadounidense, seguramente); Etimológico General de la Lengua Castellana, además de Enriquezca su Vocabulario; tengo otros suyos, realmente muy buenos; su Gran Diccionario de Sinónimos es el mejor que conozco; baste un ejemplo: tiene 27 sinónimos de puta, el doble de cualquier otro (aunque no he adquirido el de Moliner, que me dice un experto que debe ser un fraude, no de ella sino quienes lo fabricaron tomando las definiciones de su muy prestigiado Diccionario de Uso); el de Incorrecciones es excelente, no sólo porque advierte de errores muy comunes (detentar, por ejemplo), sino del buen uso de vocablos por lo regular mal traducidos. Al poco de ver su ficha encontré, más barato que en las librerías del FCE y las Porrúa, el Diccionario de Ideas Afines. Es no sólo útil, es bello, y da idea de la riqueza de un idioma que no tiene por qué atarse a una definición sin salirse de ella; todos los usos que puede tener una palabra sin necesidad de distorsionarla; la variedad de posibilidades para no repetirse, sin caer en inexactitudes, además de que las afinidades no son exclusivamente lexicográficas, sino de asociación de ideas; testigo, por ejemplo, puede ser un deponente, un declarante, un manifestante, un exponente; en ningún caso se dice que es sinónimo de peatón. Hay un solo defecto (o es el único que le he encontrado luego de ojearlo durante una semana): no menciona el Diccionario Ideológico de la Lengua Española, de Julio Casares, mucho más amplio porque no sólo asocia ideas, sino que las define en el sentido de darle un uso adecuado; así, el testigo es alguien que observa un hecho (como un atraco), pero relacionado con la variedad de ideas y expresiones de las maneras en que puede usarse. El único problema es que el diccionario de Casares está agotado (no que esté fatigado, sólo que no se encuentra en las librerías, excepto en 23 de España, otra en Estados Unidos y otra en Canadá, con precios tan variables que van de los 30 a los 75 euros, más gastos de envío) y el de Corripio está fresquecito en las librerías mexicanas, pero sólo éste, no sus otros diccionarios. Corripio tradujo varios libros, para Bruguera, entre ellos Moll Flanders, de Defoe (tengo la traducción de Carlos Pujol, la que en la portada trae a Elke Sommers) y Ofendidos y humillados, de Dostoievsky, tampoco a la venta. *Prosigo, brevemente, con algunas mujeres en las cintas de Richard Lester: en Help! aparece Eleanor Bron, la mujer que hace sufrir a Dudley Moore en Un Fausto moderno, de Stanley Donen (donde por cierto, muestra las pantaletas mientras hace creer que Moore va a violarla, cuando éste sólo quiere demostrar su amor). Bron es cortejada por McCartney e intercambia guiños coquetos con Harrison, mientras que Lennon parece indiferente y ella intenta salvar a Starkey de los intentos homicidas de una secta que sacrifica ritualmente a quien porte un anillo. Eleanor (¿algo tendrá que ver con la Eleanor de “Eleanor Rigby”?), quien pertenece a esa secta, los lleva por todo el mundo huyendo de los atacantes; es la inteligente de la película; algunos biógrafos indiscretos relatan que ella sí tuvo sus queveres, pero con Lennon; no se sabe si una o muchas veces, pero fue una de las mujeres con las que él engañó tanto a Cynthia como a Yoko; en la cinta, Lester la trata con mucho respeto, y resalta su belleza, su elegancia, singular y extraña tanto como lo hizo Donen. Algo raro sucede en Help!, seguramente por un descuido: Harrison roza, al parecer de manera accidental, el pecho de una extra; al contrario de lo que podría esperarse por los deseos que despertaban los Beatles en las niñas, adolescentes, adultas y adustas, la extra hace un mohín de disgusto. Sin embargo, la mujer que fue tratada con más delicadeza en una cinta de Lester fue Audrey Hepburn (¿la actriz más elegante de la historia del cine?), en Robin y Marian; es objeto del amor de un Robin Hood encarnado, sin su papel tradicional de seductor, por Sean Connery; conmovedores ambos, no son objeto de pasión irrefrenable, sino de entrega, comprensión, unión de sentimientos que sobrevivieron al erotismo, y lo conservan como algo íntimo, que no se presume ni se comparte, aunque se limiten no al recuerdo sino a las miradas, más intensas que cuando copulaban. *¿Vale la pena ver un Abierto de Tenis si en la primera ronda es eliminada Tsvetana Pirinkova? Sólo por ver a Ana Ivanovic perder en la tercera ronda, y las mañas de las tenistas que fingen o exageran lesiones para recuperarse de los malos momentos. *El mismo día fallecieron Earl Weaver, el manager por excelencia de los Orioles de Baltimore, y Stan Musial, uno de los más extraordinarios bateadores de la historia del beisbol, siempre con el uniforme de Cardenales de San Luis. Weaver nunca jugó en las Mayores, pero dominó a jugadores que tenían derecho a ser tratados como superestrellas: Jim Palmer, Brooks Robinson, Frank Robinson, Pat Dobson, Mike Cuellar, Paul Blair, Boog Powell, rindieron como nunca bajo sus órdenes; mucho más chaparro que ellos, los disciplinó y los hizo campeones varias veces; su coraje y su empeño lo hicieron temible a los umpires, que lo expulsaron más de 90 veces en su carrera. Musial una tarde produjo con sencillos, doble y jonrón todas las carreras con que su equipo venció a los Dodgers; al día siguiente el locutor local lo anunció: “at bat, that man”; así lo conocieron los aficionados y los contrincantes, que lo respetaban; tuvo la mejor temporada que pudo haber tenido cualquier jugador: en 1948 fue líder en carreras anotadas, empujadas, hits, dobles, triples, bases recibidas, porcentaje de bateo y de slugging; se quedó a un jonrón de empatar el liderato; tuvo una hazaña a lo largo de su carrera: bateó el mismo número de imparables jugando en su estadio que como visitante; no bateó 500 jonrones, pero se quedó muy cerca, cuando no había estimulantes externos; al retirarse tenía un récord que nadie más puede tener: más récords de bateo que cualquiera otro (55, en total). Buen jardinero, alguna vez calculó mal un elevado y la bola lo golpeó en la cabeza; nadie se rió, hasta que él mismo soltó una carcajada, luego de que revisaron que no hubiera (¿quién dice que ese verbo no existe?) sufrido una lesión. Después jugó la primera base. Pese a su potente bateo (475 cuadrangulares, más de 500 dobles, más de 130 triples) nunca se ponchó más de 50 veces por temporada y sólo 696 veces en su carrera de 24 años y más de diez mil turnos al bat. Nunca protagonizó ningún escándalo; fue el rival de Ted Williams, considerado el mejor bateador de todos los tiempos, y fueron grandes amigos; entre ambos conquistaron todos los títulos imaginables: Musial fue campeón de bateo siete veces, Williams seis. Y no tomaron esteroides. El mismo día, más cercano, un muy joven amigo nos estremeció con su partida, pero se le recordará siempre. *”Y allá en la Francia, güiriqüirigüirí, y allá en la Francia güirigüirigüirá, se murió Benito Juárez, se acabó la libertad”, dijo y cantó Carlos Fuentes en La región más transparente.

martes, 1 de enero de 2013

De bandas y bandas; antologías, tiendas de discos y corazones rompidos

I. Pancho Villa suscitó muchísimos comentarios cuando las autoridades decidieron poner su nombre en la Cámara de Diputados, en letras de oro, allá por los años sesenta; “era un bandolero”, reclamaban muchas personas que vivieron y sufrieron la violencia de la Revolución Mexicana; “asolaba las ciudades, se robaba a las muchachas que le gustaban, se casó con muchas”; otros fueron más benévolos en sus comentarios: “era un bandido generoso, a la Robin Hood, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres”. Algunos decían que practicaba el tiro al blanco en las personas que salían a buscar alimentos; otros, que llegaba en ferrocarril con los carros cargados de azúcar, arroz, alimentos, y que repartía entre la población de pobres en los pueblos a donde llegaba con su ejército.
 Ninguna de las partes le asestaba el adjetivo de ladrón, ése se lo dejaban a las autoridades de su tiempo, o las posteriores; a él le decían bandolero o bandido, y bandido es un fugitivo de la ley por “bando”, es decir, buscado por las autoridades, como lo era Doroteo Arango antes de sumarse a las filas de Pascual Orozco para apoyar la rebelión a la que llamó Francisco I. Madero luego de que oficialmente fue derrotado en las urnas por Porfirio Díaz, en unas elecciones amañadas, sobre todo porque Madero era también un perseguido por la ley, que se había fugado de la cárcel a donde lo habían confinado porque representaba un peligro para la reelección de Porfirio Díaz en 1910.
 Arango perteneció a una banda de cuatreros comandada por el bandido Francisco Villa, de quien tomó el apelativo; ¿en qué momento una banda, es decir, una pandilla, un grupo de bandidos, pasó a ser sinónimo de grupo de rocanroleros? Brincos dieran, porque muchos se sienten marginados aunque, como los personajes de Takin’ Off, de Milos Forman, su marginación sólo sea en cuanto la ropa que usan, el gesto fiero y la mirada retadora, respaldada por los cientos de miles de dólares que reciben anualmente.
 La décima acepción de “banda” en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la edición de 1970 se aplicaba a un grupo musical de un ejército militar; también, a un grupo musical que empleara instrumentos de viento sonoros (sin embargo, los grupos sonoros se llamaban sonoras, como la Matancera, la Santanera, la Sinaloa), como la Banda de Huipanguillo, célebre a mediados del siglo XX; en la más reciente edición que ya también está caduca, pasó esa acepción al séptimo lugar, con la acotación de que por asociación, se le aplica a cualquier conjunto musical. Mucho me temo que más que modernización del DRAE, sea una adecuación de la definición de “band” en inglés estadounidense; en el Gran Diccionario Larousse, banda es un grupo, pero con connotaciones delictuosas (pandilla), y en la segunda, grupo musical, más asociado al jazz; en los años setenta aparecieron algunos conjuntos de rock que incorporaron instrumentos de viento; no Traffic, que usaba flautas y saxofones, ni los Rolling Stones, que invitaba a Bobby Keys y a Jim Horn a que tocaran, con cierta discreción, cornos y trompetas. Fueron más bien dos conjuntos multitudinarios, como Blood, Sweat & Tears, que en su formación incluían a Fred Lipsius, que tocaba saxofón; Chuck Winfield, con trompeta; Lew Soloff, trompeta; Jerry Hyman, trombón; Dick Halligan, flauta y trombón, que se combinaban con un bajo, una guitarra eléctrica y uno o dos pianos, para obtener un sonido más cercano al jazz, pero con letras muy elaboradas, muy profundas, algunas muy inteligentes; o Chicago, que tenía trombón, trompeta y otros instrumentos de viento, pero que sonaban bastante más fuerte que el órgano, el bajo y la batería, más discretos.
 En su Historia de la música pop, Jordi Sierra y Fabra dedica un capítulo muy elemental a las megabandas, pero más por la cantidad de músicos que por los instrumentos; las bandas fueron pocas, y no podía incluir entre ellas a Santana, que se caracterizaba por unas percusiones muy latinas (Carlos Santanera, le decían por allí), una guitarra con un sonido muy peculiar, combinada con un órgano también muy latino. Sucedió que por esa época se juntaban estrellas de conjuntos con los estrellas de otros conjuntos, y así aparecieron Blind Faith (salidos de Traffic, Cream y Family), CSNY (de Buffalo Springfield, Byrds y Hollies), ELP (de Nice, King Crimson y Atomic Rooster), o los amigos de Delaney & Bonnie, integrado por estrellas salidos o expulsados de grupos famosos (en algún momento llegaron a tener a tres requintos: George Harrison, Eric Clapton y Dave Mason), y desprendidos de éstos se integraron los Domino's de Derek, que tuvieron al mismo tiempo a Clapton, Mason, Harrison y Duane Allman. Bandas se les llamaba en los cuarenta y cincuenta a las orquestas pequeñas pero excelentes que tocaban swing: Benny Goodman, Gleen Miller, Tommy y Jimmy Dorsey, Harry James, Ray Anthony, Billy May. ¿Por qué llaman bandas a los conjuntos?
 Incluso quienes saben hablar español afirman que hace unos días vino a México, luego de casi 40 años de carrera y cerca de 20 discos, Bruce Springsteen con su banda; sólo por la facha, pero el suyo es un conjunto, un grupo musical; que se llame E-Street Band no quiere decir que en español se llame banda, aunque en la gira se acompañe de una trompeta y el típico saxofón, ahora tocado por el sobrino de Clarence Clemons.
*II. El menor de los poetas incluidos en la Antología general de la poesía mexicana, de Juan Domingo Argüelles (Océano), nació en 1953; deja fuera a un número impresionante de buenos poetas, algunos de los cuales mencioné en la reseña que hice del libro hace unos cuantos domingos en El Librero, de El Universal, aunque no incluí a Guadalupe Flores, Elena Millán, Ricardo Castillo ni a otros con iguales méritos; no es ése el asunto, sino que precisamente en 1953 apareció una antología bastante importante, La poesía mexicana moderna, Antología, estudio preliminar y notas de Antonio Castro Leal; el libro es el duodécimo título de Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica (“se acabó de imprimir el 7 de noviembre de 1953 en los talleres de Gráfica Panamericana”, sita en Nicolás San Juan y Parroquia, México, D.F.; se tiraron 5,000 ejemplares y en su composición se utilizaron tipos Caslon, que ya no existen, de 10:10 y 8:8 puntos [medidas que con las computadoras pocos pueden descifrar]. La edición estuvo al cuidado del propio Castro Leal).
 (Debo hacer un paréntesis: no sé, aunque hemos hablado muchas veces no se lo he preguntado, de dónde le viene a Juan el gusto por la poesía. El mío se debe a la desobediencia civil y a la incorrección política: al ingresar a la secundaria la maestra de inglés, Miss Gladys, nos advirtió que si el uniforme era de militar [soldado raso] debíamos usar botas, aunque nos dispensaba de ello, y cortarnos el pelo al cepillo; todos la obedecimos, aunque yo sólo un semestre –desde entonces he traído el cabello corto una sola vez, cuando Arturo Valdés Olmedo me convenció de que lo acompañara a su peluquería, y aproveché para que me trasquilaran, pero el desastre apenas lo advertí cuando terminó; antes, había omitido siquiera de contestarle al peluquero sus argumentos a favor de Hitler; el pinche Arturo se carcajeó como media hora, y en pago a ello tuvo que disparar los vodkas que casi nos producían ceguera. El segundo semestre, cada vez que tocaba inglés me escabullía de la formación, me escondía en la sala dedicada a la cooperativa, y cuando se iban a los salones en la formación, me escapaba a la biblioteca; no sé si era una primera edición, pero una antología llamada Las cien mejores poesías líricas mexicanas, de Castro Leal, era la que siempre pedía; memoricé los cien poemas incluidos, y aun ahora puedo declamarlos con la misma ingenuidad de hace 50 años; me asombra que pueda reproducir, con todo y diálogos, el fragmento de Todo es ventura, de Juan Ruiz de Alarcón: “No reina en mi corazón / otra cosa que mujer, / ni bien a mi parecer / más digno de estimación…”; puedo presumir que a esa edad entendí el sentido no tan oculto de “la debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo”, y memoricé también, aunque sin el triple sentido, “La Suave Patria”. Alguien abogó por mí ante el director, quien no me dio la razón, pero permitió que entrara al examen final aunque no me hubiera cortado el cabello ni disimulara el “copete de carpintero”, como lo calificaba Miss Gladys; quién sabe por qué al siguiente año no sólo me permitió el cabello largo sino que me endilgó otro calificativo: “corazón santo”. Aunque en la biblioteca estaba la antología de 1953, pedí la otra, de 1914. Una por otra: puedo leer inglés, pero lo pronuncio como vendedor de baratijas en las playas de Mazatlán; en cambio, puedo leer mucha poesía, más que los mismos poetas.)
 Castro Leal fue polifacético, pero se ha dicho de sus antologías que hacen creer que todos los poetas mexicanos escriben igual; pero leía a todos; en el índice encuentro nombres que, pese a ser consagrados en esas páginas, han pasado al olvido excepto de los especialistas: Jesús E. Valenzuela (que se nos quiere hacer creer que es el don Chucho, de México de mis recuerdos), Roberto Argüelles Bringas (de quien memoricé uno de sus poemas, sólo incluido en la antología de Castro Leal, pero atribuido a Díaz Mirón), Manuel de la Parra, Rafael Cuevas, Rafael Cabrera, Francisco Orozco Muñoz, Jorge Adalberto Vázquez, Rodrigo Torres Hernández, Miguel D. Martínez Rendón, Jesús Zavala, Manuel Martínez Valadez, Pedro Requena Legarreta –de quien Gabriel Zaid ha escrito—, Miguel Potosí, Leopoldo Ramos, Daniel Castañeda, Honorato Ignacio Magaloni, Enrique Asúnsolo, Solón Sabre, Clemente López Trujillo, Manuel González Flores, Práxedes Reina Hermosillo, Jesús Reyes Ruiz, María del Mar (asmo, decía Novo, aludiendo a su hermosura legendaria), Jesús Sansón Flores, Roberto Guzmán Araujo, Arturo Adame Rodríguez, Mauricio Gómez Mayorga, Jorge Ramón Juárez, Rafael Vega Albela, Ramón Galguera Noverola, Manuel Lerín, Rafael del Río, Héctor González Morales, María Luisa Hidalgo, Adalberto Navarro Sánchez, Tomás Díaz Bartlett, Bernardo Casanueva Mazo, Miguel Castro Ruiz, Jesús Medina Romero, Ramón Mendoza Montes y Gloria Mestra.
 Aparte, hay algunos semidesconocidos, que han desaparecido de las antologías, muchos de ellos de manera injusta, o que pervive su leyenda pero hemos olvidado su obra, como José D. (el Vate) Frías, Enrique Fernández Granados, Luis Rosado Vega, Enrique Fernández Ledesma, Genaro Estrada, José de Jesús (el Vate) Núñez y Domínguez, Francisco González Guerrero, Alfonso Junco, Carlos Gutiérrez Cruz, Gregorio López y Fuentes, Vicente Echeverría del Prado (que todavía en los setenta publicaba un soneto diario), Octaviano Valdés, Efrén Hernández, Noé de la Flor Casanova, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Miguel N. Lira, Clemente López Trujillo, Gabriel Méndez Plancarte, José López Bermúdez, Octavio Novaro, Carmen Toscano, Vicente Magdaleno, Miguel Bustos Cerecedo, Alberto Quintero Álvarez, Rafael Solana, Emma Godoy, Javier Peñalosa, Jesús Arellano (“tanto amor a la poesía tan mal correspondido”), Wilberto Cantón; alguno tuvo relevancia en otros géneros (Efrén Hernández, Cantón, Magdaleno, Solana); muchos de los incluidos apenas despuntaban (Dolores Castro, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Miguel Guardia), y lo que recopiló de ellos Castro Leal es una muestra de lo que llegarían a ser y hacer; otros de los ahora indispensables eran unos niños que comenzaban a escribir, en privado, o alguno ni siquiera iba aún a la escuela. Algunos de los antologados por Juan acababan de nacer.
 Me hago una pregunta impertinente: ¿vale más el riesgo de Castro Leal de incluir a muchos que merecían la justicia de ser mencionados pero no de ser antologados (¿y debo entrecomillar esta frase?), o la prudencia de Domingo Argüelles, de omitir a muchos que posiblemente el paso del tiempo los lleve al olvido)
 *III. Dije que Music Center me parecía la mejor tienda de discos en los últimos 50 años. En los cincuenta, al lado de El Mago de Capuchinas, estaba una pequeña tienda, casi tan pequeña como Libros Escogidos, con el nombre de Adela (la de “me lo dijo Adela: doctor, mañana no me saque usté la muela aunque me muera de dolor”); con una bondad de la que ignoro el origen me obsequiaba los catálogos atrasados de los discos en venta, que cada compañía daba a los vendedores o distribuidores, y en los que enlistaban cantante, tema y número del disco; llegué a tener una buena colección que, como todas mis colecciones, no sobrevive; me permitía escuchar algunos discos, y allí mi familia compró varios que recuerdo con claridad: “Las piernas de Carolina”, “El alacrán”, “El mar”; no fue allí donde compré mi primer disco, el de los Rebeldes del Rock en Ciudad Universitaria (como visitantes, digo), en un tienda en la Calzada de Guadalupe, junto a una dulcería que sólo vendía chiclosos Tofico y los chocolates de esa misma fábrica (“esa sabrosa mordida”, comercial de Silvana Pampanini, que ahora creo imaginar que tenía un leve acento de picardía), y donde muchos meses veía sus aparadores, codicioso. En una de nuestras pintas, Víctor Tovar Villa y yo escuchamos más de 20 discos en las cabinas que estaban en el segundo (¿o tercero?) piso del Mercado de Discos que estaba en San Juan de Letrán, hasta que los encargados nos advirtieron que el siguiente que tomáramos ya teníamos que pagarlo. Como estaba casi enfrente de la General Electric donde trabajaba mi padre, fatigué sus aparadores durante muchos años, y allí compré una cantidad enorme de álbumes; el último fue una colección de obras de Aaron Copland interpretadas por la Sinfónica de Dallas dirigida por Eduardo Mata; me es imposible recordar cuáles de mis discos los compré allí o en alguna de sus sucursales (la que estaba frente al Teatro Blanquita, por ejemplo); más clavados tengo los que no compré: un LP de Manuel Valdés que incluía “Médico brujo”, “Gorda”, “El dengue del Loco Valdés” –esta última, compuesta por Severo Mirón— y algunos otros, por ignorancia o por falta de dinero.
 Cuando desaparecieron los Mercados de Discos sentí que se iban mis recuerdos a un hoyo negro, pero comencé a visitar otras tiendas; Rocanrol Circus, por Insurgentes, donde adquirí varios discos pirata, pero se me escaparon otros porque de un día para otro desapareció; compré muchísimos en Hip 70, aunque me molestaba que el dueño viera con desdén a los que no adquirían Zappa y Captain Beefhart, o ELP; cuando pedí que me mostrara lo más reciente de Paul Simon le gritaba a sus ayudantes “hijo, pásame lo que haya del Simón”; el emblema de Traffic que traje durante tantos años lo compré allí, pese a la mirada de desprecio del dueño. Xavier Velasco, quien me recomendó Circus, me recomendó otra tienda en Polanco, que me duró poco porque no tenía mucho surtido a menos que uno fuera fanático del Metal más monótono. Xavier también nos mostró un enorme bodegón de discos, en Peralvillo, donde los vendían a precio de mayoristas; ahora hay allí una tienda de artesanías.
 En Briyus nos molestaba que se negaran a vender algunas cosas que nos interesaban porque a los dueños no les gustaba esa música; en Moliére hubo una tienda donde se conseguían cosas raras, como las obras completas de Simon o de Simon y Garfunkel, en un solo tomo; pero duró poco; Roberto Diego Ortega me recomendó una tienda en la calle de Sinaloa, que se especializaba en discos pirata, pero cerró poco después de que conseguí algunas rarezas. También hubo una pequeña tienda en Londres, en las orillas de la Zona Rosa, donde en un mes me consiguieron casi todo lo de Traffic, y me llamaban a casa para avisarme de las novedades: la sustituyó una cafetería con servicio de quiromancia incluido. También en los sesenta y setenta Sears y el Palacio de Hierro tenían buen surtido de discos.
 Music Center lo conocí porque Jesús Iturralde tenía un programa en radio, Panorama 101, donde ponía música excelente por las mañanas; la tienda estaba en Plaza Polanco, donde no tuvo éxito Arvil, que fue donde conseguí algunos de mis discos más entrañables, sobre todo soundtracks; Iturralde conocía todos los discos que vendía; ingeniero graduado en Dominó V, estaba al tanto de todo lo que se vendía, y traía el suficiente número de ejemplares para sus clientes; me hizo conocer a muchos cantantes, a infinidad de conjuntos; por él compré discos que ni se me hubiera ocurrido que alguna vez lo escucharía; más de una vez me dijo: “éste va a gustarte; llévatelo, y si no te gusta, te lo cambio”; nunca se equivocó; un día me atreví a corregirle alguna afirmación, y nos retamos a jugar trivia; en su casa o en la mía nos madrugábamos con las preguntas más absurdas, más incontestables y más divertidas. Antes de que se pusieran de moda, antes de que los trajeran, él tenía un buen número de juegos de trivia.
 No niego que en una tienda que estaba en el edificio Aristos, en Insurgentes y Aguascalientes, compré la mayoría de discos de música sinfónica antes de la llegada de los compactos; que en Margolín me consiguieron El buey en el tejado que no he vuelto a ver más que en Tower de San Ángel (aunque antes me quisieron hacer creer que había pedido El violinista en el tejado, como si Luis Pérez no me conociera); que en Tower de la Zona Rosa debo haber comprado más de cien títulos; pero en donde más a gusto me he sentido fue en Music Center; excepto un día en que su amigo Memo quiso hacerlo enojar y puso en el tocadiscos algo de Julio Iglesias (y salió de su privado, enfurecido), todo lo que ponían era excelente, y con un volumen adecuado, al contrario de Mix Up donde provocan taquicardias con lo que ponen, y al volumen en que lo ponen. Iturralde sabe además la historia de cada conjunto, de cada solista, evalúa su calidad, admite los tropiezos, las fallas, descubre cualidades en muchos desconocidos, y además explica con una sencillez pasmosa, que hace creer a su interlocutor que sabe tanto como Jesús.
 La caída de la industria discográfica, la costumbre que han adquirido de descargar de internet piezas sueltas que, por desgracia, al ser reproducidas pierden más de la mitad de las notas, que no se escuchan o que se mezclan, ha ido desapareciendo las tiendas; ni siquiera porque las compañías admiten que se equivocaron y que los acetatos se oyen mejor que los compactos y que los MP3, ya no hay tiendas, no hay tocadiscos o tornamesas, ni siquiera tocacasetes, y lo peor, tampoco hay clientes. Pero se puede escuchar a Jesús Iturralde en facebook con su programa; pero nada sustituye su inigualable Music Center.
 *IV. Mark Sánchez decepcionó a los seguidores de su equipo, y a sus fanáticos, al tener una temporada desastrosa; sus compañeros lo apoyaron: en el penúltimo juego de la temporada regular, permitieron que capturaran once veces a su suplente, con lo que se empató un récord de casi cien años de vigencia. Pero Sánchez no tiene la culpa, lo que tiene es el corazón rompido: entre la gazmoñería de los directivos de los Jets, y los compromisos políticos de Eva Longoria, Mark anda que no lo calienta ni el sol, como el gorrioncillo detrás de la calandria ingrata; Longoria acaba de hacer público su romance con Antonio Villaraigosa, ex alcalde de Los Ángeles; Sánchez debe sentir que le crecen los cuernos al saber que los favores que antes le ofrecía ya no son suyos, que ya no es Nadia para él, que se fue y lo dejó sin duda por otro con más poder que él; cuando va a lanzar un pase debe pensar que su cariño lo pagó con traiciones, pero que a la ingrata otro así lo pagará, y que si hoy le sobran muchos que la quieran, verá mañana… En Corazón roto se afirma que esa sensación dura un año; otros dicen que uno tarda en recuperarse un mes por cada año que haya durado la relación; así, es probable que la siguiente temporada Mark Sánchez vuelva a ser el que entusiasmó a los aficionados a los Jets.
 *V. Dice una fórmula que el pitcher ideal debe tener el cerebro de Greg Maddux, el brazo y los hombros de Cy Young, las piernas de Ton Seaver, la velocidad de Walter Johnson, la pasión de Curt Schilling, la durabilidad de Warren Spahn, la simpatía de Al Leiter y la esposa de Roger Clemens.