domingo, 10 de febrero de 2013

Las panties de Debbie Reynolds; las mujeres de Donen; las piernas estremecedoras de Keyes, y los griposos


En uno de los mejores ensayos sobre cine escritos en México,  José de la Colina resalta el gesto (¿inconsciente, involuntario?) de Debbie Reynolds cuando, al  final de “Good Morning” (en Singin’ in the Rain), se baja la falda para evitar que se le vean las pantaletas; cada vez que veo la película siento que algo anda mal; De la Colina dice que trae falda rosa y plisada, pero es azul; en efecto, se la baja, pero no se le había subido, y sólo dejaba al descubierto las rodillas; claro que en 1952 no mostraban las rodillas sin ser asediadas por las miradas masculinas ansiosas y excitadas; es curioso ese gesto de pudor cuando, en el mismo baile, se sube a una cantina y se pasa al otro lado, y quedan al descubierto sus muslos, sorprendentes en una mujer que en sus momentos más lucidores medía 1.57 metros, chaparra comparada con la estatura de Marilyn Monroe (1.61), Katharine Hepburn (1.71), Cyd Charisse (1.71), Marlene Dietrich (1.68), Greta Garbo (1.71), Briggite Bardott (1.70), Ginger Rogers (1.64), (Ann Miller (1.70), o las mexicanas Dolores del Río (1.61) o María Félix (1.75); sólo fue más alta que Natalie Wood y su 1.52.
                Durante ese baile, y en otros números musicales, se pueden admirar, por breves momentos, las muy bellas piernas de Debbie Reynolds, y no hay siquiera la posibilidad de admirarla en una óptica erótica, por lo breve, porque están justificados sus movimientos, y porque en ningún momento se le ven las más allá de los muslos.

                Pero al año siguiente filmó I Love Melvin, durante la cual bailó, subiendo y bajando de una mesa de centro, una muy divertida melodía, “Where did you learned to dance?”, en la que da vuelo a su falda ampona y muestra muy generosamente sus piernas, más bellas y cachondas que en Singin’ in the Rain, además de unas tarzaneras blancas muy coquetas, llenas de olanes y adornitos también blancos, varias veces, además de que se sube la falda a cada rato, de manera voluntaria, y muestra sus muslos contundentes. Aunque la escena no es morbosa, es mucho más sensual que las de la cinta dirigida por Stanley Donen, quien se distinguió por esa finura, esa elegancia, esa delicadeza para exhibir la belleza femenina sin denigrarla. Donen fue mucho más sutil que Don Weis, el que la dirigió en I Love Melvin.

                Donen tuvo cuando menos dos momentos difíciles al respecto: en La escalera, que acomete sin temor pero con elegancia el tema de la homosexualidad con dos actores que no fueron homosexuales, Richard Burton y Rex Harrison; en algún momento, escandalizados, corren a una pareja que se refugia de la lluvia bajo el toldo de su negocio, y los sorprenden cuando el muchacho soba los glúteos de la muchacha (gesto ahora muy frecuente incluso en la televisión; antes, qué capaz); poco después sorprenden de lejos a una pareja que copula en el campo, y se limitan a un comentario o una queja: “mira, lo hacen de verdad”.
                En una de las últimas cintas de Donen, Échale la culpa a Río (que en España bautizaron, bien ingeniosos ellos, Lío en Río) aparecen desnudas la muy alta (1.79) Michelle Johnson y Demi Moore (1.65); la segunda, que aparece en tanga brasileña y muestra las piernas en toda la cinta, no enseña ni los pechos (cubiertos por su cabello largo –dicen que porque entonces los tenía muy pequeños, los pechos) ni los glúteos desnudos; Johnson en cambio aparece varias escenas con los pechos desnudos y sin tarzaneras cuando menos en un par de ocasiones, muy visible (en directo y en fotografía) el vello púbico (antes de que desapareciera de las actrices y las modelos actuales); pero las situaciones, más que eróticas, son muy cómicas y nada morbosas; por el contrario, el final tiene mucho de tristeza e insatisfacción.

                El cine de Donen está lleno de mujeres vitales, bellas, pero discretas; no importa que bailen mejor que sus coestrellas, no intentan quitarles estrellato ni lucimiento; Reynolds, por ejemplo, es mucho más graciosa bailando que Gene Kelly, y sobre ella recae gran parte del peso de Singin’ in the Rain, pero él se lleva todos los méritos, incluso a costa de la muy simpática Jane Hagen, que lleva el papel de villana aunque se luzca todo el tiempo (se necesitan muchas dotes de actriz para ese papel); en Malditos Yanquis (con mayúsculas, porque es el nombre del equipo de beisbol que, en la época de la obra de teatro y de la cinta, ganaron ocho de diez campeonatos y quién sabe cuántas Series Mundiales), Gwen Verdon le da un baile de actuación a Tab Hunter, y está al parejo de Ray Walton, magnífico en su papel del diablo en otra versión de Fausto (Donen hizo Un Fausto moderno, pocos años después), y como bailarina se echa un buen mano a mano con Bob Fosse, coreógrafo legendario (más le valía: eran esposos); si el final es débil, la culpa no es de los actores, ni siquiera de Donen, sino de los Senadores de Washington que derrotan a los Yanquis de una manera poco verosímil.

                Donen hizo que sus actrices mostraran las piernas con mucha frecuencia, pero el espectador admira su belleza, no su magnetismo animal; luego abundaré en ello, pero por ahora pongo como ejemplo Juego de pijamas, una de las cintas donde Doris Day exhibe sus piernas con más frecuencia y generosidad, sin provocar bajas pasiones.

*En La comezón del séptimo año se recuerda, deformándola, la escena de las rejillas ventiladoras del Metro, que sube la falda de Marilyn Monroe; en la vida real mostró más que en la cinta, lo que provocó los celos de Joe DiMaggio y de Frank Sinatra, que trataron de corregir a golpes la tendencia de MM a dejarse admirar por las miradas masculinas. Tom Ewell interpreta al vecino que vive debajo de la tentación, que aspira a seducir a la ingenua rubia que, sin querer, lo excita, y está dispuesta a dejarse seducir; lo encuentra simpático, divertido, más atractivo que si fuera apuesto; en contrapunto, Ewell imagina diálogos con la esposa ausente, quien se burla (se burlaría) de sus intentos de seducción hacia ese animal erótico; le recuerda, en escenas oníricas, que las mujeres que él cree enamoradas de él, en realidad nunca lo estuvieron, que él se hizo ilusiones.
                Una villana por omisión, a la que vemos poco y nos atrae menos, interpretada por una fría, poco atractiva Evelyn Keyes, quien sin embargo hizo que la pantalla temblara muy pocos años antes con una cinta muy menor, pero muy divertida, One Big Affaire, de Peter Godfrey; el argumento, levemente parecido a Sucedió una noche, pone a Keyes como una turista que tiene que fingirse esposa del aventurero Dennis O’Keffe; simulan ser matrimonio en un pueblito de Guerrero, donde deben pernoctar en un hotel; ella, muy decente, se rehúsa a compartir con él la habitación, pues sólo hay una cama, pero él no puede salir del cuarto porque las autoridades descubrirían el engaño; las autoridades, conmovidas por el idilio, les llevan serenata con un trío que canta bajo su balcón; es la escena más atractiva de la cinta, pues Keyes viste sólo la camisa de una pijama, y expone a nuestra vista unas piernas muy bellas, y a cada rato se inclina, haciendo creer que dejará ver los glúteos (en esa época, principio de los cincuenta, las pantaletas eran enormes –ahora le dicen grannies, o sea “de abuelitas”, pero algunas eran más eróticas que las de hilo dental actuales, que revelan más defectos que cualidades); no lo hace, pero casi; sucede otra cosa en esa escena: mientras el trío canta se dejan sentir varios seísmos más o menos perceptibles; pero mientras Keyes y O’Keffe se alarman, ni los cantantes ni el alcalde se dan por enterados; cuando ella pregunta si hubo un temblor, el alcalde le explica que sí, pero que allí son muy normales. (Keyes hizo papeles relevantes en otras cintas, particularmente en Lo que el viento se llevó; y el viento se llevó su fama, aunque sigue teniendo un número reducido pero orgulloso de admiradores que han colocado en youtube varios homenajes, con fotografías de momentos claves de sus cintas; en muchas muestra, posando con sensualidad ingenua, sus piernas bellas. Por desgracia, ninguna de One Big Affaire).

*Por metiche me enredé en una breve y unilateral discusión con mi amigo Hugo García Michel, por culpa del Diccionario de la Real Academia; presumió Hugo de andar griposo (no agripado ni mucho menos el vulgar agripedo), o sea afectado de una infección gripal; “tengo gripa”, y ante mi observación de que posiblemente era gripe, me remitió al DRAE, que dice que en España se dice gripe y en México y en Colombia se dice (no que deba decirse) gripa; en efecto, así se afirma en la edición de 2001 del DRAE, pero en ediciones anteriores (1992, por ejemplo) no existe “gripa”; es una concesión de las muchas que ha acometido la Real Academia, que desistió desde hace un buen rato a ser un órgano normativo, y sólo está publicando un diccionario de uso, sin el rigor que debía contener; Luis Fernando Lara, en el Diccionario del Español en México, también da preferencia a gripa, y gripe lo remite a gripa; para el Diccionario Panhispanico de Dudas no  hay ninguna duda: se dice gripe; Seco, ni en el nuevo Diccionario de Dudas tiene dudas y ni siquiera incluye la palabra gripa, aunque en el viejo dice que no debe decirse ni grip ni grippe, sino gripe, aunque acepta que en Colombia, Uruguay y Méjico puede (no que deba) decirse gripa. El Diccionario del Español Actual tampoco acepta gripa.
                Para el acucioso Diccionario de modismos mexicanos, de Jorge García-Robles, gripa no es mexicanismo, pero para el Diccionario de Mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua “gripa” es supranacional, lo que quiere decir que es algo que está por encima del ámbito de los gobiernos o instituciones nacionales y que actúa con independencia de ellas (por lo que decimos gripe al resfriado o al catarro; la verdadera gripe no manda a la cama a los griposos, sino a los hospitales y, en los años veinte, al cementerio; en aquella epidemia murieron millones, entre ellos los padres de Mary McCarthy, según cuenta en Una vida encantada).

                Transcribo literalmente la entrada de “gripe” en el Diccionario de incorrecciones, dudas y normas gramaticales de mi autor favorito de diccionarios, Fernando Corripio: “Gripe: es lo correcto y no grippe ni gripa. Griposo ha sido aceptado; dígase también ‘que padece gripe’. Es incorrecto engripado y agripado”.
                Hugo no tiene dudas, pero yo me quedo con muchas: ¿por qué si el DRAE acepta una variante para algunos países de América Latina, no aceptamos que en toda Hispanoamérica se dice “balacear”, y casi todos los diarios, incluso donde Hugo escribe y publica, escriben “balear”, a la española? Algunos, para no caer en la disidencia, dicen tirotear.

                Cuando Gustavo Díaz Ordaz quiso regañar a Carlos Fuentes, dijo que siempre es bueno que los escritores usen bien el lenguaje, y lo remitió al Diccionario; Gabriel Zaid, en uno de sus mejores ensayos, rectifica: hay que saber leer el diccionario, no seguirlo al pie de la letra.
                Y es que la Academia, harta seguramente de los madrazos que le asestaban los que detectaban sus cientos de errores, comenzaron a darle gusto a todos, y a deformar su diccionario hasta convertirlo, repito, en un diccionario de uso: así se dice aquí, de otra manera allá, y de otra tercera en Méjico y otros lados; usen la que quieran, total (dice la Academia, no yo).

*En la entrega de uno de tantos premios que reparte al mes la industria del entretenimiento en Hollywood, a Jeniffer Lawrence se le rompió el vestido, y le enseñó sus bellas piernas a todos los asistentes a esa ceremonia, a los fotógrafos que se dedican a la sacralización de lo baladí, y a unos indiscretos que filmaron el incidente y lo insertaron en las redes de internet, sobre todo en youtube; las crónicas dicen que mostró (además) aplomo; a mí me hizo recordar parte de un poema de Anastasio de Ochoa:

                Qué tosa en el templo Juana
                cuando le venga la gana,
                ¡vaya en paz!
                Pero que esa tos no sea
                por que algún hombre la vea;
                ¡qué capaz!

*”La cronología tiene muchas lagunas. La gramática no guarda ninguna relación con el inglés. En la página tal ha incluido usted a una persona que busca las tarifas de los barcos de vapor en el Almanaque Mundial, pero no se encuentran ahí; lo he comprobado. Hay un error sobre el Año Nuevo Chino. Los personajes carecen de consistencia. Describe a Liza Hamilton de una manera y después ella se comporta de una manera diferente […] ¡Dios mío! Qué manera de zarandear el participio, mire la página tal.” (Palabras de John Steinbeck acerca de las observaciones de un corrector de estilo, entre otros problemas con los demás departamentos, en una editorial.)

*Pasadas las elecciones para el Salón de la Fama, los electores decidieron que ninguno de los candidatos merece el honor de estar en la inmortalidad del beisbol. No podía estar más de acuerdo. Lo curioso es que el descarado Sammy Sosa declaró que él y Mike McGwire pertenecen a ese grupo de héroes (en el sentido mitológico, no en el bélico ni en el civil).

*Diez años después de su gran amigo Tito Monterroso, falleció Rubén Bonifaz Nuño, uno de los poetas mayores del siglo XX mexicano; le debo a Nacho Trejo y Manuel Gutiérrez mi pasión por El manto y la corona; sus virtudes las conocen sus lectores, aunque me temo que sus críticos no. Aunque detesto hablar de mí al hablar de otros, no puedo resistir la transcripción de dos anécdotas: me lo topé en las escaleras del Fondo de Cultura Económica (no el nuevo, el tradicional), que subía a tientas; me ofrecí a ayudarlo; a la mitad del camino le dije que mi verso favorito, y que repetía a cada instante, es “Ay, cómo compadezco a los que tú no amas”; muy serio, al dejarlo en la entrada de la dirección, me preguntó mi nombre, y dijo, con una sonrisa que no podía ser falsa: “es usted a toda madre, Mejía”.
                La otra no es mía, pero creo que soy el único, ahora, que la conoce: Monterroso dejó varios testimonios de su amistad, de su admiración por Bonifaz (incluso, que cuando le propuso la edición de su primer libro formal, Bonifaz le dijo  en latín). Pero nunca le confesó las dudas que tenía al llegar la temporada de las conferencias de Bonifaz en El Colegio Nacional, a las que Monterroso no quería faltar, pero tampoco quería perderse la Serie Mundial, con las que coincidían. Varias veces lo solucionó al llevar un radio de transistores, escondido en el saco, con un audífono: así, atendía la conferencia y el beisbol, del que Tito era fanático.