lunes, 27 de febrero de 2012

¿Copia, plagio, influencia?

1) Cuando Gabriel García Márquez rompió el silencio literario que se había impuesto mientras Augusto Pinochet detentara (es decir, usurpara) el poder en Chile, se creó una gran expectativa por esa nueva novela que todos deseaban leer luego de Cien años de soledad (El otoño del patriarca fue un paréntesis; aunque es una novela impecable, tiene el defecto de no ser tan legible como Cien años, aunque ambas son iguales de complejas). Cuando apareció la Crónica de una muerte anunciada, breve pero de gran intensidad, tuvo muchísimos lectores encantados por esa anécdota tan estremecedora, la muerte de un hombre a manos de sus cuñados, a causa del honor, de la adolescencia apresurada de la esposa, y del deshonor, nada raros en el ámbito descrito, ni en esa época, ni en otras más recientes.
Las historias aledañas (cuando el propio García Márquez conoce a Mercedes; los bailes, el ambiente de alegría, los nubarrones que opacan la felicidad colectiva) son tan fascinantes como la historia principal, que a ratos pierde importancia hasta volver con la contundencia que conlleva un asesinato; y en medio de esa celebración, que se prolongó por mucho tiempo, el propio García Márquez tuvo a bien callarnos la boca al revelar, en uno de sus artículos semanales, que se trataba de una novela basada en tema (no trama ni anécdota), estructura, desarrollo y final, con muchos de los detalles que nos habían asombrado, en Los idus de marzo, de Thorton Wilder, una de las novelas más importantes del siglo XX, y que se supone todo mundo conocía. Con maldad, nos demostró lo malo que somos como lectores, que a pesar de que en las páginas de García Márquez estaban los mismos elementos que en las de Wilder, no pudimos verlos, no supimos leerlos, sólo porque la anécdota es otra, y otros los personajes.
2) Malcolm Lowry escribió varias obras maestras; una de ellas, Bajo el volcán, considerada una de las diez mejores novelas del siglo XX, lo hizo dudar, porque Charles R. Jackson había publicado poco antes The Lost Weekend, novela en la que se basó Billy Wilder para hacer una excelente cinta con Ray Milland y Jane Wymann (primera esposa de su tercer esposo, Ronald Reagan, que dicen que tenía problemas parecidos a los del personaje de esta película), acerca de los sufrimientos de un alcohólico (y biografía de Andrés Soler en El Ceniciento, según presume él mismo); aunque es lo mismo, desde luego no es lo mismo. Pero Lowry no dejó de atormentarse, pensándose plagiario, y más cundo estaba escribiendo Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, según deduce Douglas Day.
Hay muchos más ejemplos de parecidos no siempre confesados; el cine mexicano ha sido pródigo en esos casos: Tal para cual, de Rogelio González, se basa en lo básico en La importancia de ser honrado, de Oscar Wilde (título raro, pero que le plagio descaradamente a Tito Monterroso, tan plagiado él, de su ensayo “Sobre la traducción de algunos títulos” [La palabra mágica, Ediciones Era, 1983, p. 92]; El criado malcriado es copia de ¡Qué hombre tan sin embargo! que es copia de Escuela de vagabundos que es copia de My man Godfrey (y mientras más recientes eran las copias, más iban bajando de calidad); en Ustedes los ricos, como recalcó Emilio García Riera, fue famosa la escena de que Chachita se cortaba el pelo para comprar una cadena para el reloj del Atita que vendió su reloj para comprar unas peinetas para la cabellera de Chachita, que está en un cuento de O’Henry, “El presente de Reyes Magos” (O’Henry, Cuentos, traducción de Edith Zilli, Emecé, 1982) (sólo que a Chachita le crecerá el cabello y el Atita no recuperará su reloj); el cuento, “The Gift of the Magi”, fue filmada pocos años después de que Ismael Rodríguez hizo Ustedes los ricos, por Henry King, en uno de los cortos de O’Henry Full House, Lágrimas y risas en español, estrenada el 4 de marzo de 1953 en el cine Olimpia (datos tomados impunemente de Cartelera cinematográfica 1950-1959, María Luisa Amador, Jorge Ayala Blanco, CUEC, 1985; por cierto, en el cuento filmado por Howard Hawks en esa cinta, aparece una mujer cuando los delincuentes preguntan por una dirección, y los parientes la obligan a entrar a la casa; no encuentro en los créditos de la cinta el nombre de la actriz; ¿alguien lo sabe? Y no es para lo que Billy Cristal pregunta el nombre de una antigua maestra).
No siempre hay plagios, puede haber coincidencias (como dice Gabriel Zaid), puede flotar la misma idea por diferentes ámbitos; en la música, por ejemplo Debussy y Ravel (son dos, se toman juntos –comercial de Alka Seltzer de los años setenta; por desgracia desconozco el nombre del copy al que cito; seguro lo saben Raúl Renán y Miguel Capistrán, que saben todo), en la pintura, Klee, Miró, Kandisky, Rivera, tienen tantos parecidos que asombran.
La música se presta a buenos ejemplos: ya lo he dicho, pero no me voy a acusar de autoplagio porque también está en alguno de los muchos libros acerca de Beatles, que “Because” no es la única referencia explícita de Lennon al “Claro de luna” de Beethoven, porque también usa varios acordes del primer movimiento de esa sonata para los cuartetos segundo, cuarto y sexto de “And I love her”, y que copió toda la estructura del primer movimiento del Concierto para piano y orquesta de Tchaikovsky para uno de sus rocks más ricos (en instrumentación, en desarrollo, y en el duelo de guitarras entre él y Harrison). Pero no sólo Lennon tomó prestados acordes, notas y armonías de Beethoven; Beethoven mismo tiene partes de su Sonata para violín en La mayor, Op. 12 núm 12 que se parece mucho a un aria de El barbero de Sevilla de Rossini que tiene mucho parecido con Las bodas de Fígaro de Mozart.
Lennon no sólo tomó algunos acordes o notas, también dos versos de una canción de Elvis Presley, “Babe, let’s play house” (“I’d rather see you dead, little girl, that you´ll be with another man”) para empezar una de las canciones más dramáticas de Beatles, “Run for you life”, que todos opinan que no es de sus mejores canciones, pero sí de las más sinceras, y muchos de los que han escrito sobre los ingleses no se fijaron en esos versos que son exactamente iguales, pero que desde luego no toman como plagio, sino como homenaje (chin, ya me autoplagié –y también a José Agustín) (¿Cardoso en Gulevandia se parece más a Aída de Verdi o a Norma de Bellini?).
No fueron esos versos los únicos que Lennon usó como cita, o autocita: en “Glass Onion” cita “Lady Maddona”, “A Fool on the Hill” y “I am the Walrus”, y en “I know (I know)” cita todo un verso de “Getting Better”; de esas cuatro citas, dos son de canciones suyas y dos de Paul.
En una película malísima pero muy divertida, El charro y la dama, Pedro Armendáriz (quien canta en ésa dos versos de “Ah que la coneja”), luego de darle unas cuantas nalgadas a Rosita Quintana, le ordena que le sirva café (igual que lo hizo Silvia Pinal a Pedro Infante en El inocente, quemándose al agarrar una cafetera caliente, sólo para demostrar que es una de esas mujeres modernas que no saben nada de quehaceres de su casa), y cita “Nunca fuera caballero de damas tan bien servido”, y remata: “yo también tengo mi cultura, no se crea”; cualquiera diría que está citando unas líneas célebres de Miguel de Cervantes Saavedra, del segundo capítulo de la primera parte de Don Quijote de la Mancha, “Don Quijote en la venta”: “Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido / como fuera don Quijote / cuando de su aldea vino: / doncellas curaban dél; / princesas, del su rocino”, pero los desocupados lectores de Martín de Riquer saben que Cervantes estaba citando “Nunca fuera caballero / De damas tan bien servido / Como fuera Lanzarote / Cuando de Bretaña vino, / Que dueñas curaban dél, / Doncellas de su rocino” (y siguen otros versos que no citan ni Cervantes ni De Riquer: “esa dueña Quintañona / ésa le escanciaba el vino / la linda reina Ginebra / se lo acostaba consigo…”, pero ya se sabe que Cervantes hacía muchas citas sin entrecomillar ni identificar a los autores, pero daba por hecho que sus desocupados lectores leían tanto como él y tomaban las citas como broma o como homenaje, no como plagio. (Uno de los escritores mexicanos más cultos me recriminó que atribuyera los versos a Armendáriz, pero Armendáriz también los dijo.)
Bueno para citar era Tito Monterroso: uno nunca termina de identificar todas las citas textuales, deformadas, contradichas, que están en Lo demás es silencio, donde casi en cada párrafo hay alguna cita y uno podrá identificar alguna, pero no todas; sólo recientemente, al releer su autobiografía (o una de sus autobiografías) me cayó el veinte que cuando la esposa de Eduardo Torres cuenta que los amigos de su marido le preguntan si fue la semana anterior cuando un escritor la tuvo en sus piernas, es cita del propio Monterroso, pues su familia había tenido amistad con Porfirio Barba-Jacob, quien lo había cargado cuando Tito era niño, y que sus amigos malvados le preguntaban si había sido hacía poco (dada la “orientación sexual” de Barba-Jacob, era un chiste malintencionado).
(En “Sinfonía concluida” hay hartas referencias, algunas identificables, como una de Arquímedes, pero otras no tanto, como una de Bach, Mendelssohn y Joyce; sólo una es directa, además de que una de las citas de Eduardo Torres asegura que la obra más acabada es la Sinfonía inconclusa; uno se pierde entre tanta cita escondida, disfrazada, encubierta, esbozada.)
Y si de referencias o atribuciones se trata, ¿cuánto quedaría de The Naked Lunch si se suprimieran las referencias y parodias?

A veces los lectores le atinan al encontrar el origen de un título; casi todos los libros de Monsiváis están tomados de alguna de sus muchas obras favoritas, literarias o de la cultura popular; hay satisfacción al encontrar las citas de Vallejo, Cernuda, Reyes, entre otros, en los poemas (y en los cuentos) de José Emilio Pacheco; Paz puso en cursivas y entrecomillas un verso de Rubén Darío, y sus lectores sabían a quién citaba aunque no lo mencionara.
En otro ámbito, Germán Valdés en sus mejores cintas menciona a Pedro Infante, a Paul Muni, a Pedro Armendáriz, a Dolores del Río (parodia a María Félix), a Lui Même, en el colmo de la coquetería (parafraseo a García Riera, sin entrecomillarlo –y a Tito Monterroso).
Y ya que se mencionó aunque sea de paso a Burroughs, ¿qué sería, sin él, Allan Ginsberg, y sin ellos, qué serían Bob Dylan, Lou Reed, Joni Mitchell, Patti Smith? Y eso que son diferentes entre sí.

Confieso que he citado: uno de mis relatos sobrevivientes tiene una anécdota plagiada de la realidad, sólo que no lo sabía; lo escribí sin saber siquiera que acababa de vivir lo mismo una amiga, pero no me lo confesó; al leerlo en público, un conocido me increpó: ¿por qué cuentas lo que le pasó a mi hermana? Aunque la anécdota es literariamente original, casi cada frase está tomada de un cuento, un poema, un cómic, una canción, sólo adecuada para que funcione para narrar esa historia; en ningún caso es cita literal, sólo la idea.
Una de mis novelas (olvidables) tiene la misma estructura, el mismo desarrollo y el mismo final que una de las obras (menores) de uno de los escritores más destacados del boom; pero a orgullo tengo decir que mi novela se adelantó casi 20 años a la suya.
La novela que escribí a cuatro dedos con Gustavo Sainz tiene un experimento suyo en estructura, lenguaje, puntuación; aunque parece que mis capítulos son más lineales, cada uno es homenaje o parodia de alguno de los muchísimos escritores a los que admiro; como nadie me ha acusado de plagiario, no revelo cuáles son los homenajeados.
Y el primer cuento que me publicaron mis cuates de Tlamatini le impresionó tanto a una de las escritoras mexicanas más reputadas, que tomó la anécdota para hacer uno similar, mejor que el mío; muchos años después Víctor Roura me pidió un cuento, a mí, que estoy retirado de la narrativa, pero se me ocurrió reescribir ese mi primer cuento; y qué les cuento, que la dama plagiaria se tomó a ofensa, porque pensó que la había plagiado; lo malo fue que ese primer cuento apareció con seudónimo (no es la única mexicana que ha tomado textos míos y publicado con su nombre –otra es muy conocida, pero como es muy conocida, “mejor no les doy su nombre”).

Lo malo no es hacer algo con tema o tratamiento o estilo al de obras anteriores; a veces sucede que uno no las conoce y no sólo por incultura, pues es imposible leer todo lo que aparece; leer 260 libros al año deja a quien pueda hacerlo con un rezago de 99.94 por ciento anual, y sólo de lo publicado en español; bueno o malo, algo de lo publicado debe ser original, y sin saberlo lo estaríamos copiando, por no hablar de todo lo que se ha escrito y publicado en todos los años anteriores, con un porcentaje de obras buenas que han pasado al olvido, injustamente. Lo malo no está en decir lo que otros dijeron antes, sino hacerlo sin copiar, sin calcar, sin aportar puntos de vista diferentes. Salvándose de la mediocridad, pues.

domingo, 19 de febrero de 2012

Homenaje a Pierre Menard

En más de uno de los muchos libros sobre Beatles en general y John Lennon en particular, se relata un hecho curioso: Lennon y McCartney, que hacían excelentes canciones sobre enamoramientos, ilusiones y noviazgos no muy audaces, de pronto escucharon con atención las canciones de Bob Dylan, y comenzó su transformación: sus piezas se fueron haciendo más íntimas, los problemas eran más profundos, así como la visión de la vida; de ser alegres y triunfadores pasaron a ser pesimistas, “losers”, más intelectuales; Dylan conoció las nuevas canciones, pensó que qué buenos e inteligentes eran, y se hizo aún más profundo, más poético, siguiéndolos; cuando se conocieron, e intercambiaron opiniones, Dylan se dio cuenta que, a través de ellos, se influyó a sí mismo.

Pueden tomarse dos novelas clásicas, de las obras cumbres del siglo XIX: Madame Bovary, de Flaubert y Anna Karenina, de Tolstoi; las dos hablan de la infidelidad femenina, de una mujer que, de manera involuntaria, se entrega a una pasión que las hace sentir distintas, que las hace ver a sus maridos como si fueran aburridos, mientras que los amantes las encienden, las transfiguran, las emocionan. Otras dos novelas: La cartuja de Parma, de Stendhal, y La educación sentimental, de Flaubert, que coinciden en los enamoramientos juveniles, el aprendizaje del amor, el dolor de crecer y dejar atrás la infancia feliz.
¿Alguien podría decir que, aunque una se haya escrito antes que las otras, se trata de plagios?
Ya lo dijo Tito Monterroso: sólo hay tres temas en la literatura: “el amor, la muerte y las moscas”; de allí en adelante, todo es variante: celos, traición, felicidad, infelicidad; también se dice que ya todo está escrito desde la época dorada de Grecia, y si no, Shakespeare agotó las variantes de esos tres temas; su contemporáneo Miguel de Cervantes también trató, en mayor o menor medida, casi todos estos temas y sus posibles variantes con una visión diferente, y si se trata de eso, ya para qué escribir, si todo está dicho.
También es cierto que hay autores que inciden de manera definitiva en el gusto, la formación de los lectores, y que a muchos de ellos, a partir de ciertas obras, les da por escribir, y pocas veces se alejan de sus modelos iniciales, a los que añaden algunos más; si uno se basa en el currículum que Carlos Fuentes ha añadido en algunos de sus libros, pero que está muy detallado en Perspectivas mexicanas desde París (la larga entrevista que sostuvo con James R. Fortson), puede observarse que se ha dejado influir por los autores que ha leído en diferentes etapas de su vida: John Dos Passos, Faulkner, Goytisolo, y la poderosísima presencia de Cortázar, quien dejó una huella profunda en sus lectores, aunque se ha diluido a últimas fechas (uno pensaría que las nuevas generaciones ya no lo leen, que no es políticamente correcto).
Desde la aparición de La región más transparente se dijo que se dejaban ver grumos de sus lecturas, y que siguiendo esos grumos, Gustavo Sainz incurrió en el fanatismo de algunos autores clave (los fatigó, como decía Borges); aunque fuera cierto que esa primera novela de Fuentes es producto de muchas lecturas inteligentes, más la visión política y sociológica, enriquecida por filósofos, sociólogos, políticos, también es cierto que influyó a un número altísimo de escritores no sólo mexicanos, que siguieron sus huellas, aunque con su sello personal; y uno de esos autores, José Agustín, cuyo De perfil debe mucho a La región más transparente, es responsable (indirecto) del nacimiento de otra generación, no mucho más joven, a la literatura (Juan Villoro, por ejemplo).

La revista Uncut pidió hace unos meses a Pete Townshend que detallara cuáles eran las influencias que lo llevaron a escribir Tommy, una de las piezas fundamentales del rock; el resultado fue asombroso: un disco con piezas de The Pretty Things, Mose Allison, Jimi Hendrix, Zombies, Eddie Cochran, The Creations, Muddy Waters, Nirvana, Procul Harum, Max Miller, The Kinks y Keith West; el único evidente era Sonny Boy Williamson. Sólo Townshend podría descifrar en dónde estaban esas influencias; el número más reciente de esa revista enumera las influencias sobre Beatles meses antes de que se hicieran famosos fuera de Liverpool, donde ya eran celebridades: Chuck Berry, Chan Romero, Carl Perkins, Fats Waller, Little Richard, Roy Lee Johnson, Teddy Bears, Eddie Fontaine, Gene Vincent, Ray Charles, Olympics, Elvis Presley y Peggy Lee, de cuyas creaciones hicieron versiones respetuosas pero con añadidos, enriquecimientos, variantes; una de sus primeras piezas, “Words of Love”, de Buddy Holly, la tocaron igual que él, nota por nota, excepto por un detalle: que cantan Lennon, McCartney y Harrison, todos en segunda voz, como dejando en claro que sólo Holly podía hacer esa excelente (y al parecer sencilla, pero no) primera voz.
Una de las piezas que trae este disco, “Be-Bop-A-Lula”, de Vincent, la cantó Lennon imitando esa versión original, en el célebre Rock 'N' Roll, uno de sus discos como solistas, casi, y es importante ese casi, sin variantes (además de que le da el crédito correspondiente).
Sólo los autores (escritores, pensadores, músicos, pintores, incluso los directores de orquesta) saben en su intimidad cuánto le deben a sus semejantes; algunos de ellos, sus contemporáneos; en la primera de sus autobiografías, Sergio Pitol declara que sin la guía, la ayuda y la crítica de Carlos Monsiváis (menor que él) no hubiera escrito su primer cuento, ni los que le siguieron; al final de ese escrito incluye de nuevo a Monsiváis en la lista de los autores que lo han modificado; Monsiváis, en su autobiografía, también enlista sus influencias y sus preferencias, no todas literarias. Son muchísimas.
Muchas veces los autores no son tan conscientes de sus influencias, y de pronto se sorprenden al encontrar en sus obras huellas de lecturas muy lejanas; fiel a sus fuentes, José Emilio Pacheco, en un poema del más reciente de sus poemarios, recuerda un ensayo grácil pero hondo de Alfonso Reyes que en una sola línea describe el tormento de afeitarse todos los días. Carlos Fuentes no deja de citar a sus clásicos, no siempre de manera evidente.

De nuevo citemos a Tito Monterroso: describe las consecuencias de descubrir a Borges; es imposible ignorarlo, y pocos se resisten a seguirlo; hay que descubrir entonces que es imposible copiarlo, o mejor, inútil, aunque la tentación sea grande: “Cualquiera puede permitirse imitar impunemente a Conrad, a Greene, a Durrell; no a Joyce, no a Borges. Resulta demasiado fácil y demasiado evidente.” (¿se fijaron en las comillas? Movimiento perpetuo, Joaquín Mortiz, pág. 57, primera edición.)
Borges tiene varias obras maestras; una de ellas es “Pierre Menard, autor del Qujote”, (Ficciones), en la que un hombre descubre que para hacer un Quijote distinto hay que trasladar al papel, palabra por palabra, lo que escribió Cervantes, y aunque sean las mismas palabras, es otro, diferente; entre las consecuencias de descubrir a Borges, dice Monterroso: “Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena (benéfica)” (¿se fijaron en las comillas?).

En su autobiografía, Juan Vicente Melo relata que en el suplemento de un periódico veracruzano, incluía, cuando lo dirigió, “algún cuento o una crítica de José de la Colina, unos poemas de Francisco Cervantes, un plagio de Gustavo Sainz, un ensayo de Carlos Valdés…”; en esos años, principios de los sesenta, acusaron a Sainz de presentar con su nombre relatos de autores poco conocidos en México, a los que tenía acceso mediante revistas extranjeras, y a Gazapo lo califica Melo de “parodia”. Luis Guillermo Piazza en La mafia hace menciones a plagios o parecidos de diferentes autores; Fuentes también a cada rato es acusado de plancharse Aura, y después Diana o la cazadora solitaria, aunque jurídicamente se demostró que no podía tratarse de un plagio. En su autobiografía (primera) Pitol dice que no puede inventar ni una situación ni una cara, que todo lo toma de la realidad, y no por eso la realidad lo ha acusado de plagiario.
Pocas ideas son totalmente originales; si se revisa un buen manual de filosofía se verá que cada pensador importante es producto de lo que otros pensaron antes que él, sólo aporta una nueva visión, un nuevo ángulo, o desmiente o reafirma lo que aseveró algún otro; Emma Bovary y Anna Karenina sufren las mismas penalidades, sólo diferenciadas por la visión de la vida que tenían sus creadores; así, muchas novelas se parecen a otras, aunque no sean exactamente iguales; incluso alguna puede ser motor de arranque de otra.
Sin embargo, Por vivir en quinto patio sólo se diferencia de Play it again, Sam en el ámbito en que se desarrollan la historias, la personalidad de los personajes, y que los fantasmas que le enseñan a seducir mujeres uno es el galán más recio, incorruptible (aunque sea villano) y rudo del cine estadounidense, y Emilio Tuero es un cantante que impostaba la voz, que era duro, o mejor, tieso, sin flexibilidad, como actor; de allí en fuera, todo en la novela de Sealtiel Alatriste es diferente de la obra de Woody Allen; todo es diferente menos el motivo, el pretexto, la trama, el desarrollo y el final; asombra que en medio de tantos ataques por unos párrafos calcados de otros autores, nadie se haya fijado en las coincidencias de esta novela con la obra de teatro, y después, mucho después, película, curiosamente no dirigida por Allen.
Asombra que los lectores no se hayan dado cuenta de otras coincidencias, de autores mejores y más prestigiados que Alatriste; por ejemplo, y van varias veces que lo digo, y corro el riesgo de no entrecomillar mis propias palabras, las coincidencias en estructura, ritmo, desarrollo y desenlace entre Decadencia y caída, de Evelyn Waugh, y Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia; por su parte, éste ha sido imitado pero por gente de calidad muy inferior a la suya, que por otra parte demostró ser un devorador de la novela inglesa de la primera mitad del siglo XX. Otros han encontrado más coincidencias aún entre Maten al león con Merienda de negros, también de Waugh; pero bueno, Waugh es contagioso, no hay manera de eludirlo si se le lee bien; no es de extrañar que William Boyd no busque esconder su admiración por él y por la forma de estructurar sus historias, resaltando lo absurdo de la realidad y cómo se presenta de manera brutal en la vida de los hombres. Las coincidencias de Ibargüengoitia no le quitan gracia, elegancia y su humor contundente y desacralizador. Pero una cosa es influencia y otra plagio.
(El Murciélago Velásquez, magnífico luchador que se convirtió en argumentista, usó la misma trama, casi los mismos diálogos, para dos películas distintas, una con luchadores y otra con luchadoras; ni Emilio García Riera en la Historia documental del cine mexicano ni Pepe Navar y compañeros en ¡Quiero ver sangre! acotan esas coincidencias, exactamente con el mismo final; pero el Murciélago no se iba a denunciar a sí mismo como plagiario.)

Rosario Castellanos no pudo evitar a Oscar Wilde, sólo lo transformó: en vez de “Sin embargo –Y escuchen bien todos!– / Todos los hombres matan lo que aman: /Unos con una mirada de odio, /Otros con una palabra acariciadora; / El cobarde con un beso, / El valiente con la espada. / Unos matan su amor cuando son jóvenes, / Otros cuando ya son viejos, / Unos lo ahogan con las manos de la lujuria, / Otros con las manos del oro; / Los más compasivos se sirven de un cuchillo, / Del cuchillo que mata sin agonía. / El amor de unos es demasiado corto, / Demasiado largo el de otros; / Unos venden y otros compran; / Unos hacen lo que deben hacer con lágrimas, / Otros sin un solo suspiro; / Pues todos los hombres matan lo que aman, / Aunque no todos tengan que morir por ello.” (fragmento de “La balada de la cárcel de Reading”), Castellanos escribió: “Matamos lo que amamos, / lo demás no ha estado vivo nunca”.

Cuando vino Vargas Llosa a México, promoviendo Pantaleón y las visitadoras, en 1973, se hizo una pequeña tertulia; alguno de los asistentes (¿Carlos Pellicer, Ernesto Mejía Sánchez, Manuel Mejía Valera?) dijo que México se estaba convirtiendo en “La ciudad y los premios”. Se quedó corto; es abrumador leer las solapas o las cuartas de forros de los nuevos libros y encontrar con que los autores tienen más premios que títulos; antes, los escritores con ambiciones literarias rehuían los certámenes locales de poesía, los Juegos Florales, las Flores (más bellas del ejido); eran los editores quienes enviaban los libros a concursos prestigiosos; ante el cúmulo de premios, que algunos parecen inventados, uno se pregunta si no será la causa de la proliferación de libros, de autores que publican uno o dos títulos por año y sólo para ganar premios; como dijo Gaspar Aguilera Díaz, al referirse a Julio Cortázar, mucho menos pretencioso que muchísimos autores muy inferiores a él, que “los honores deshonran, los prestigios desprestigian”, sólo sobrevive la obra. Claro, hay autores que prestigian a los premios que se merecen, pero otros los devalúan.

Murió Gary Carter, supercatcher, a los 57 años; de los últimos que no escondía la manita, y de los últimos que jugaba por placer. Se retiró Tim Wakefield, luego de casi 20 años en las Mayores, con una marca increíble: 200 ganados, 180 perdidos, 4.41 de carreras limpias; ¿lo incluirán en el Salón de la Fama?

lunes, 13 de febrero de 2012

¿Hay cine mexicano?

Jorge Ayala Blanco, en La aventura del cine mexicano, declaraba que le gustaría encontrar en nuestra cinematografía algo que, Buñuel aparte, valiera la pena; cuando Emilio García Riera comenzó a publicar la Historia documental del cine mexicano (la de Ediciones Era), se dijo que estaba haciendo la historia de un cine que no tenía historia.
Eso parece injusto; los ocho tomos en que María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco recopilan todos los estrenos en México desde los años diez hasta 1989 dan buena cuenta de las muchas películas mexicanas que arrasaban en taquilla, más otras muchas que duraban apenas la semana de estreno, pero que con el tiempo fueron ganando en todo y las fuimos revalorando. Hay listas que enumeran las cien mejores de todos los tiempos (pasados), aunque los críticos se empeñen, o se hayan empeñado, en exigir que fueran mejores; en los años cincuenta y sesenta un grupo de fanáticos del cine, reunidos alrededor de una publicación mítica, Nuevo Cine (que el Fondo de Cultura Económica iba a reeditar en los años noventa, proyecto que quedó trunco), emprendieron una fiera batalla contra una industria anquilosada, que impedía el ingreso de nuevos directores, guionistas, productores, actores, para la renovación de ese cine. Batalla gracias a la cual, en palabras de García Riera, el cine mexicano siguió siendo igual de malo que antes.
Hubo logros: la colección Cuadernos de Cine, dirigida por Manuel Barbachano Ponce, editada por la UNAM, y donde Emilio García Riera habló del cine checoslovaco; Jorge Ayala Blanco del norteamericano, Salvador Elizondo, de Luchino Visconti, Juan Manuel Torres, de las divas; Francisco Pina, del cine japonés; Manuel Michel, del cine francés, más algunas de sus críticas, y Manuel Durán, de Marilyn Monroe; José de la Colina, del cine italiano; Nancy Cárdenas del cine polaco; Eduardo Lizalde un raro tomo sobre Luis Buñuel, además del clásico libro de José Revueltas sobre los problemas del cine. Casi al mismo tiempo, la benemérita Era publicaba guiones de Bergman, de Buñuel, de Truffaut, y hasta los guiones de Rulfo.
Muchos escritores han hecho crítica o reseña cinematográfica: además de De la Colina, lo hicieron Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Martín Luis Guzmán, Jaime Torres Bodet, Carlos Fuentes; Carlos Monsiváis tuvo un programa radiofónico memorable, El cine y la crítica (que merecería la recuperación en discos compactos, o los guiones, que deben andar en algunos archivos), y otros más colaboraron haciendo guiones; los concursos de los años sesenta dieron como resultado Los Caifanes, Un alma pura, Tajimara, con intervenciones de Inés Arredondo, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, el propio Fuentes, y algunos más, entre ellos Salvador Novo, quien hizo guiones rescatables, entre los que se cuentan las primeras cintas propiamente de Cantinflas, y José Revueltas, Mauricio Magdaleno y otros, con buenos y malos filmes.

¿Cuál ha sido el resultado? Con cierto humor, García Riera pone bajas calificaciones a la mayoría de las películas que reseñó en las dos ediciones de la Historia documental del cine mexicano; para él, y con razón, muchas sólo valen por el humor involuntario, por las fallas, los equívocos (no las llamadas comedias, desde luego, que muchas veces resultan patéticas y aburridas). Los galanes no lo son, las bellas sólo son bellas, la música es inadecuada, los directores echan a perder buenos guiones y los guionistas desperdician buenos argumentos, nadie sabe usar smoking, pocos actores son elegantes. Sobresalen algunos actores, y algunos directores, más con buenas etapas que con buenas carreras.
García Riera, sin embargo, atenuó sus críticas en libros dedicados a cineastas en particular: Fernando Méndez, Julio Bracho, Miguel Zacarías, Emilio Fernández, los hermanos Soler, y dedicó un libro a Silvia Pinal, más por su simpatía, belleza y espontaneidad que por eficacia dramática, aunque tiene muchas buenas actuaciones. Otro, a Tin Tan, bastante menor porque no actualizó ni aumentó sus comentarios, y pareciera que no volvió a ver las cintas, porque repite, en el mejor de los casos, lo que incluyó en las dos ediciones de su Historia documental… Algunos de sus seguidores y discípulos dedicaron otros volúmenes a directores, actores o géneros.
García Riera hace recuentos, y en la llamada Época de Oro se filmaban más de 150 películas al año, y poco a poco fue decayendo la industria, hasta casi desaparecer; en el más reciente de sus libros, La justeza del cine mexicano, Ayala Blanco da cuenta de una buena cantidad de películas que quién sabe dónde vio, porque salas cinematográficas ya no hay, ni proliferan los cineclubes como los que fundaban José Luis González, Barbachano Ponce, Isaac Arriaga y otros mártires; las que se estrenan duran unos días y hay que esperar años para que las transmitan por televisión; han cerrado los cines, los convierten en templos o devienen en basureros; en 1967 pude ver TAMI Show en el recorrido que seguían las películas entonces: del cine Orfeón pasaban al Cosmos luego al Sonora y luego al Tepeyac, a la vuelta de mi casa. Casi el mismo orden, pero comenzando en el Roble, seguí Nevada Smith. Nunca fui al cine De la Villa, a donde sí iba Isaac Arriaga (por motivos no cinematográficos), pero muchas veces fui al Lindavista, que era donde terminaban las películas que se estrenaban en el Alameda; en el Variedades se estrenaban las mexicanas, donde Alejandro del Valle y yo vimos , el domingo 16 de noviembre, Dile que la quiero, dos días después de su estreno, y silbé con todos cuando César Costa duda en entrar al billar a enfrentar a su hermano Héctor Gómez.

Durante mucho tiempo coincidí con la opinión de muchos, de que a Jorge Ayala Banco no le gustaba el cine mexicano; la opinión es, como se sabe, producto de las sensaciones, de las impresiones, de la ignorancia, no del juicio; disfruté sus reseñas y sus críticas, y me hizo ver con más cuidado cintas que me gustaban, pero que eran producto sólo de un argumento atractivo, la presencia de alguna actriz bella, detalles de la dirección que me pasaban de noche; hubo cosas que no le aguanté, y otras en las que no coincidí, pero casi siempre le di la razón; disfruté mucho más cuando sus críticas pasaban, reescritas, a los libros; me acostumbré a su adjetivación, que muchas veces derivaba de juegos de palabras casi siempre de mala leche, y me hizo sentir mal cuando despedazó alguna cinta que me había gustado; no supe qué le vio a muchas que él aprobaba, como Todo por nada, o Hasta el viento tiene miedo (Norma Lazareno, y ya; bueno, casi todas las demás actrices); en su libro sobre cine estadounidense me sentí reconfortado por la coincidencia de muchas cintas que otros ignoraban y le agradecí sus palabras acerca de Un tiro en la noche, una de mis favoritas de todos los tiempos y que no me canso de ver cuando menos una vez al año.
Por eso me entusiasmó que reaparecieran sus libros, La justeza del cine mexicano en especial, donde, sin perder su habitual nivel de exigencia, hace ver que el cine mexicano todavía tiene vida, pese a que los mejores artesanos se han ido a Estados Unidos a hacer talacha, a que los actores están más estereotipados que nunca, a que los productores cada vez se interesan menos en el cine y más en la ya también inexistente taquilla, a que las televisoras filman para aprovechar la popularidad de actores de sus cadenas, sin importar si saben o no actuar, y al poco cuidado que ponen en la edición, el sonido pésimo (en muy pocas cintas coinciden el movimiento de los labios con el sonido cuando hay canciones; particularmente grave, cómo salen algunas escenas de Los Caifanes, de Ya sé quién eres, de San Simón de los Magueyes, pero hay muchas más, y en las recientes, ni se diga), las historias incoherentes.

Quise verificar cuántas de las películas mexicanas consideradas, en la página Películas del cine mexicano en internet, que su vez las tomó de la revista Somos, que hizo una encuesta con varios cinéfilos, están incluidas en Clasic Movie Guide, donde Leonard Maltin hace una síntesis mínima, y califica más de diez mil películas, desde los días del cine mudo hasta 1965, muchas de ellas excluidas de su guía anual, pero consideradas clásicas (tiene otro libro, que se antoja mucho, dedicado a las matinés, y otro al cine animado); el resultado es terrible: para coraje de muchos, no está La vida no vale nada (bueno, tampoco en la de la página mexicana), ni El compadre Mendoza ni, horror, ¡Vámonos con Pancho Villa!, considerada la mejor película mexicana de la historia; para molestia de quienes la consideran una película perfecta, Escuela de vagabundos no merece la atención de Maltin, ni Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Los tres García o Los tres huastecos; mucho menos Tizoc, para berrinche del Idolito. No están El rey del barrio ni Calabacitas tiernas, las dos mejores de Germán Valdés según Somos, ni ¡Ay amor, cómo me has puesto! o El revoltoso, tan buenas como las otras.
Están varias de Buñuel, no todas bien calificadas, por cierto: a Ensayo de un crimen (“muy dialogada”) la califica de obra menor; está de acuerdo con el director en que Una mujer sin amor es su peor película, pero califica más bajo aún a La joven; están casi todas sus cintas, menos Gran casino ni La hija del engaño; con ello confirmaría el temor de Ayala Blanco de que, fuera de Buñuel, casi nada queda del cine mexicano.
¿Casi nada? Hay algunas que sí menciona: por ejemplo, La perla, de Emilio Fernández, pero no Los hermanos Del Hierro; no está La mujer del puerto (sí, en cambio, La mujer de la playa, lástima que no sea mexicana); también The Torch (¿La antorcha? ¿Qué tiene que ver?), la versión en inglés de Enamorada, las dos de Emilio Fernández, pero la segunda sólo está referida, no incluida; El vampiro, de Fernando Méndez, y su secuela, El ataúd del vampiro; pese a su prestigio internacional, Maltin no es tan elogioso como muchos críticos mexicanos; resalta la comicidad involuntaria aunque reconoce que tienen buena atmósfera y elogia la fotografía, pero es inmisericorde: a la primera le da estrella y media, y dos a la secuela.
En cambio, incluye con más entusiasmo Face of the Screaming Werewolf, que al parecer no se exhibió en México; chance sea la peor película de Gilberto Martínez Solares, y también parece que es una alteración de La casa del terror, también de Martínez Solares; es despectivo con Rosita Arenas, a la que sólo le dice Rosa, no menciona a Yolanda Varela ni a Tin Tan, los estrellas de la original; resalta que como a Lon Chaney no pueden resucitarlo como momia, lo hacen como hombre lobo; la calificación (Bomb) no basta: le aplica el adjetivo “a total stinker” (“una verdadera mamada”).
A Rosita Arenas le dice Rosita en La maldición de la momia azteca, mejor calificada (una estrella y media), pero con un despectivo “cheap and droning” (¿chafa, podríamos decir?).
Lástima que no haya incluido Dos criados malcriados, Limosneros con garrote, Huevos rancheros o Santo en la invasión de los marcianos; sería divertido ver su calificación. ¿Se atrevería a hacer un tomo dedicado sólo al cine mexicano?

¿En qué se parecen Emilio Tuero y Humphrey Bogart?

Cuando alguien diga “di lo que pienses, sin temor”, no hay que creerle, lo dicen para que uno los apapache; y cuando se les corrige, se enojan y nos borran de su lista de amigos, aunque hayan pedido la corrección (y aunque la lista de amistades sólo sea de facebook), sólo porque uno les explica la diferencia entre veniste y viniste. (Bueno, hay académicos que tampoco la saben.)

Ya viene la pretemporada; no sé cómo hemos podido aguantar tres meses sin beisbol.

sábado, 4 de febrero de 2012

Moda, modismo o caló

Jorge García-Robles relacionó, en su condensada presentación del Diccionario de modismos mexicanos (como dije, empezamos tarde, hablamos tal vez demasiado tiempo, viniera o no al caso), que hay mucha relación entre los modismos y la moda. De ésta, comentó que a lo largo del tiempo hemos adoptado vestimenta más cómoda, más libre y más erótica; que lo que hacemos al regresar del trabajo es aflojarnos la corbata y desabotonarnos la camisa luego de quitarnos el saco. Como he usado corbata dos veces en los últimos 39 años (algunas de las que tengo ni las estrené), no sé si quitársela sea liberador, en términos sociológicos (Sergio Galindo y Felipe Garrido escogían, para nuestras comidas mensuales, restaurantes donde se supone que la formalidad exigía el uso de la corbata, pero nunca me doblegaron, ni siquiera cuando mis modelos de informalidad, Gustavo Sainz y Gabriel García Márquez, claudicaron y la usaron pese a que se notaba que estaban incómodos). Me parece que es muy pobre la libertad y la comodidad que dependa del uso de una prenda, no la uso porque nunca me la han exigido en ninguno de los trabajos que tuve, pero sobre todo porque no sé conducir automóvil.
Discrepo de Jorge en lo que respecta a la comodidad, elegancia y erotismo de la ropa actual; no puedo creer que pensemos que sea más cómodo usar de cinco a ocho prendas en vez de una sola, como hace tres mil años; que creamos que los pantalones sean más cómodos que las mallas y que las camisas que faldas o jubones; la moda de hace unos 25 años de los jeans strecht, que desapareció por incómoda y porque los médicos alertaron de las enfermedades que podían contraerse a causa de ellos, se usaba para resaltar las, como dice Les Luthier, las diferencias sociales, y olvidamos que las mallas de hace apenas unos 500 años tenían ese motivo y ese pretexto, y hasta usaban unos postizos para hacer creer a las pretendidas que, de conceder y ceder, ya llevaban un beneficio extra, de satisfacción garantizada.
Hace unos años apareció un Manifiesto Machista Leninista, que casi todos quienes lo conocieron lo aceptaron sin casi oposición; entre lo que proponía el manifiesto era la libertad de la que carece el género masculino, o si se tiene es motivo de sospecha, como el derecho a llorar, a depender, a ser protegido; y entre otros deseos, estaba el de orinar sentados; pero las mujeres que lo conocieron se preguntaron cómo era que los hombres pedían eso, que para ellas es tan incómodo; y aunque hay un ensayo que exalta ese acto en las mujeres, escrito con picardía y sabiduría por Andrés de Luna (“Ríos dorados”, en Erótica, Grijalbo, 1990, pp. 157-170), no hay tanto erotismo como pudiera pensarse; y aunque Buñuel llama la atención a que la sensualidad está bajo las faldas, no sin ellas (y aunque al respecto hay algún escrito delicioso de José de la Colina), no deja de haber erotismo en el desnudo, siempre que no sea sórdido. Y desde luego, aunque los pantaloncitos ahora nos parecen burdos, toscos, no revelaban lo que las tangas, hilos G, hilos dentales: celulitis, imperfecciones en las redondeces, estrías, ausencia de redondeces (¿remedio para la inevitable celulitis? La dio Guillermo Ochoa: apagar la luz).
La invención de los pantaloncitos, que dieron origen a los bloomers, a las pantaletas que, según la forma y el tamaño se han llamado también bikini, tanga, panties, tarzaneras, calzones, fue todo un acontecimiento, que relata con delicia el libro Piel de ángel, de Lola Gavarrón, Tusquets, 1982 (me consta que lo compró, aunque no sé si lo leyó, Guillermo Samperio), pero que las prendas actuales no han superado; eran preferibles los 8½ de Peter Pan al hilo dental y, sobre todo, debo suponer que más cómodas, aunque no me atrevo a hacer una encuesta por precaución a que me acusen de acoso. ¿Y las minifaldas actuales son más sensuales que las de los años sesenta y setenta? Son más pudorosas, más tímidas, más hipócritas. No puedo creer que las mal llamadas pantimedias sean más eróticas que las medias (medias mallas) y el liguero (Jorge debe recordar un chiste: “de haber sabido que eras virgen te hubiera dedicado más tiempo. De haber sabido que me dedicarías más tiempo me hubiera quitado las pantimedias”). Los pantalones para mujeres que resaltan e inventan redondeces (como en aquel delicioso relato de Cristina Pacheco) luego conducen a la desilusión.
Y en términos menos frívolos, ¿de verdad somos más libres, más auténticos, más eróticos que en otras épocas, como en el esplendor de Grecia, de Roma, sólo por mencionar las más celebradas, pero no únicas etapas históricas en que ha habido mucha libertad, más erotismo? ¿Ha habido mejores épocas que otras? ¿Los escotes en la Francia del siglo XVIII, rememoradas de manera inolvidable por Lyssette Anthony, son menos eróticos que las actuales blusas a medio abotonar pero que dejan ver los incómodos brassieres? Ni siquiera los adelantos científicos o tecnológicos hacen que una era sea mejor que la otra; tal vez sólo los que atañen a la medicina, que aumentaron la esperanza de vida, que hicieron menos asombrosos los casos de edad avanzada, y sobre todo de productividad en edades que antes eran inútiles e improductivas, aunque también hicieron más evidentes las iniquidades y las injusticias sociales. Los automóviles trajeron comodidad, pero también catástrofes ambientales y ecológicas.

¿Tiene algo que ver la moda con los modismos? Me parece que nada; un modismo, en términos lingüísticos, no es un lenguaje cifrado, sólo es una característica de ciertas expresiones usadas en regiones, países o zonas geográficas, cuyo significado no puede deducirse por las palabras que la forman (DRAE). Tampoco tienen que ver con cuestiones etimológicas.
No es el caso del caló, que por lo regular es una deformación de las expresiones comunes; el famoso “mano” es apócope de hermano, o una metáfora que diría que esa persona es tan importante para nosotros como una mano (en Perú, el “mano” es “pata”, según se deduce de la prosa de Vargas Llosa; o sea, parte de uno); igual, “cuate” significa que ese amigo es como si fuera nuestro hermano; la expresión “¡la neta!” sólo simplificaba “la verdad neta”; “chicho”, “chiro” o “chido” no se derivan de nada conocido, aunque García-Robles insinúa que “chiro” pudiera derivar de “chingón”; “grillo” se le llama al político, o aspirante, que hace maniobras para hacerse de poder, para derrotar a un contrincante por medios poco adecuados, o a los condóminos que se ponen de acuerdo para hacer cosas indebidas (legal o moralmente), o a los vecinos que influyen en delegados para obtener más beneficios; ¿por qué se les dice grillos? García-Robles llama así a quienes son hábiles para persuadir, y grilla a la política de bajo nivel. No da una etimología ni la deriva de nada, aunque se dice que es por el ruido sórdido que hacen los politiqueros, pero que no tienen nada que ver con los insectos; su Diccionario no incluye el término que se usaba de principios a mediados del siglo XX, “tenebra”, mucho más enfático y elocuente y que no necesita explicación; grilla sería un modismo, tenebra algo perteneciente al caló, o al habla cotidiana.
Decirle “güey” a alguien no es decirle “cornudo” (este término sí deriva no de una etimología sino de una imagen: es común, entre los grupos relajientos, que cuando se toman una fotografía, alguien le “ponga cuernos” a otro, que por lo regular no lo advierte; así, el cónyuge engañado es como el que le ponen cuernos en una fotografía; nada tiene que ver con la explicación que da García-Robles, que habla de la promiscuidad de los animales que tienen cuernos; esa explicación nada tiene que ver con la del marido engañado; antes al contrario, habla de la mujer a la que el marido engaña, como la explicación de "de chivo los tamales"; ¿y si es ella la que engaña?); por cierto, desde hace tiempo nadie dice “le puso los cuernos”, sino “el cuerno”, expresión que no recogió Jorge.
Y por cierto, “echar relajo” no sólo es hacer desorden, es relajar una situación mediante actos provocativos, que tienen la consigna de relajar o rebajar una autoridad (Jorge Portilla).

Muchas expresiones se le escaparon, igual que a Concepción Company Company, a Guido Gómez de Silva, a Héctor Manjarrez; hubo en los comentarios alguna afirmación, de que los modismos no llegaban a los diccionarios normativos, lo que es comprensible, pero algunos se cuelan a los diccionarios de uso; no es comprensible que no lleguen a los de caló.

Afirmó Jorge en su exposición que los modismos están prohibidos en las escuelas, lo que me parece falso; no conozco maestros que se abstengan de pronunciar coloquialismos ni modismos, aunque escaseen en los libros de texto; es inevitable. Muy probablemente me perdí por tratar de averiguar cuáles premios otorga el Colegio Nacional, según afirmación temeraria de Samperio (lo entiendo: hace algunos años me confesó que un día su cerebro hizo un ruido extraño y mandó a la papelera de reciclaje casi toda la información que había acumulado a lo largo del tiempo; su confesión fue porque había olvidado el nombre de la novia de Superratón) y cuáles son los emolumentos de la Academia Mexicana de la Lengua, de lo que se quejó. Me perdí pero alcancé a oír que los modismos, y desde luego las palabrotas (expresiones dichas con la intención de ofender), están proscritas de los medios masivos de difusión.

Carlos Monsiváis, en un largo ensayo recogido en Escenas de pudor y liviandad ("Mexicanerías: El albur", pp. 301-308; Grijalbo, 1988), acota cuándo llegaron a los medios impresos (periódicos, porque a las revistas literarias y a los suplementos culturales fueron llegando poco a poco; aún recuerdo el pasmo que me provocó leer el famoso fragmento de De perfil publicado por La Cultura en México, en 1965); en la televisión el honor le correspondió a Enrique Álvarez Félix quien pronunció un “cabrón” (no a un cornudo, sino a un abusivo) en 1972. Claro, no cuentan las “pendejuelas” de Isela Vega en entrevista con Zabludovsky, ni el “no, si me chingó rebonito” del Toluco López el 7 de mayo de 1955, cuando Paco Malgesto le preguntó si era cierto que Fili Nava carecía de poder en los puños (en radio, Malgesto también fue víctima de otro deportista, Porfirio Remigio, ciclista con una pierna más corta que venció en una Vuelta de la Juventud, en 1964; cuando Malgesto le preguntó cuáles rivales –italianos, franceses, belgas– eran más peligrosos, respondió lo que ahora es célebre: “Pa’ mí, Paquito, que todos son ojetes”) ni el “ahí viene otra vez ese güey” de Jorge Sony Alarcón, sin saber que tenía abierto el micrófono. Es cierto que hay un reglamento que prohíbe el uso de las malas palabras en esos medios, radio y televisión; también que hace mucho hacen caso omiso de esa reglamentación; aunque no lo dice con todas sus letras, pero Eugenio Derbez tiene una muletilla, ¡ca…! que la termina claramente con “on”; Adal Ramones güeyea a muchos de sus invitados, y las molestísimas interrupciones con bips en el cine de ficheras desde hace meses las quitaron y se escuchan las palabrotas sin ninguna censura; no son los únicos, abundan quienes violan el reglamento de tal manera que el año pasado la Secretaría de Gobernación amenazó con aplicarlo si no se contenían, sin que alguien hiciera caso (hay quien afirma que Manuel Valdés sufrió prisión por haber llamado presidente bombero a Benito Juárez; falso, sólo estuvo suspendido una semana, más otra después, por alterar el nombre de la esposa); el famoso “no me pendejees” de Víctor Trujillo a un destacado perredista no es una excepción, como me dijo García-Robles; durante los Juegos Panamericanos hubo un cronista que se la pasó exclamando palabrotas y a quien debían haberlo sancionado doblemente, no por las palabrotas sino por su ineptitud para narrar deportes y por su ineptitud para pronunciar chingaderas.
Mucho me temo que García-Robles, para completar y ampliar su por otra parte bastante buen diccionario, debe salir a la calle, ir a las cantinas, ver (cuando menos escuchar) televisión, platicar con maestros, leer otros diccionarios. Bastaría con charlar con Salvador González para darse una empapada del buen uso de modismos y coloquialismos.

Por confirmar algún dato, releí partes de libros de un académico: no entiende cuándo se acentúa “cuándo”, acentúa “aún” aun cuando no venga al caso; hace que sus personajes se sienten en las mesas, aunque presumen de que son cultos y elegantes, no patanes, e ignora lo más elemental de la gramática, osease el sujeto, verbo y complemento, cuyo orden rompe, pero por incompetencia e ignorancia, no por experimentación. No es el único: veo un título: “Calumnias infundadas”. ¿Habrá calumnias que no sean infundadas? Como dice el mexicano más sabio: me gusta difamar, pero soy incapaz de calumniar.