lunes, 28 de marzo de 2011

El ¿futuro? de los discos

En 10 años con Mafalda, Quino confesaba su temor a que, cuando fuera viejo, se la pasaría renegando de la música moderna igual que entonces los viejos reclamaban que sólo los tangos eran buenos.
Casi me pasa igual; dentro de dos semanas aparecerá a la venta el nuevo disco de Paul Simon; los que lo han oído dicen que es el mejor que ha grabado desde The Rhytm of the Saint y que tiene cuando menos el vigor y la alegría de Still Crazy After All This Years y de Graceland, y que musicalmente recuerda Paul Simon, el primero de sus discos solistas; es más, anuncian desde ahora que aparecerá en disco compacto y en edición de lujo, esa que no recomiendan los que saben, en el caso de The Who; en este caso, además del disco se añade un DVD.
No es el único anuncio; dentro de una semana sale a la venta How to Become Clairvoyant, la nueva obra de Robbie Robertson, uno de los músicos más notables, y a quien Bob Dylan le debe muchísimo; por lo que se sabe, platicaba con Clapton, y comenzaron a tocar la guitarra, a improvisar; compusieron tres canciones, telefonearon a Steve Winwood quien se sumó a las sesiones, y de pronto tuvo un nuevo álbum.
Chance llegue el de Simon (“¡el nuevo de Simón, hijo!”, dirían en Hip 70 si todavía existiera esa tienda); es más difícil que traigan el de Robertson; hace unos años no me hubiera preocupado porque a la semana de aparecer en Estados Unidos, o a los diez días de salir en Londres, me lo hubiera apartado Jesús Iturralde en Music Center, y una semana después lo estaríamos comentando con entusiasmo; Jesús y yo siempre fuimos fanáticos no sólo de las canciones, de las letras, la voz de Simon, también de su maestría, poco reconocida, con la guitarra acústica; también de los riesgos y sus experimentos; Surprise, su disco anterior, está hecho en colaboración con Brian Eno, uno de los músicos más audaces de los últimos años, y más cercano a la música de concierto que al rock; y la admiración que teníamos por The Band, aunque no la externamos mucho, cuando menos la compartimos también cuando lo escuchamos respaldando a Dylan en la extraordinaria versión de “Like a Rolling Stone” que se escucha en Historias de Nueva York (pocas películas con tantas canciones excelentes; qué manera de utilizar “A Whiter Shade of Pale”, la pieza más escuchada del rock, según los expertos; pocas canciones con tan mala leche como “People Will Talk” –“specially the fool”, acompletan— de Kid Creol and the Coconut).
Deben recordar a Jesús Iturralde: en sus programas de radio, sobre todo “Panorama 101” y después en La Pantera revivida, daba clases de música y lecciones de elegancia con respecto de la música; su Music Center, primero en Plaza Polanco, después en Galerías Insurgentes, y posteriormente en Perisur, era no la única, aunque sí la más puntual, la mejor informada, la mejor surtida de las tiendas de música popular; conseguía casi todo lo que se le pedía, y era imposible salir de su tienda sin cuando menos una compra; el paso del acetato al compacto no lo afectó; en su Music Center adquirí los primeros CD, mercancía a la que me resistí durante mucho tiempo (incluso Lourdes y yo hicimos que un entusiasta desistiera de comprar un reproductor, porque nos escuchó decir que habíamos leído que los discos compactos, por la manera en que estaban grabados, a los diez años estarían inservibles); muchos amigos se deshicieron de sus colecciones de discos para sustituirlos por CD; algunos, de colecciones muy estimables; ahora están descubriendo que los buenos discos se escuchan mejor en acetato que en compacto, a menos que éste esté rerremasterizado y retrabajado, lo que aumenta su precio, y no sé si su valor; cuando menos en la música de concierto, es notable la diferencia a favor del acetato.
Jesús acaba de estrenar estación de rock por internet en la dirección http://www.facebook.com/l/7c7a3xw9QAMRAHhEhAc3gMS5EPg/www.radiodesdemexico.com;
promete, y me consta que cumple, programar sólo lo mejor que se haya producido desde Beatles hasta estos días; “extraño Music Center”, le dije hace unas semanas; en las nuevas tiendas es imposible conseguir lo que anuncian las revistas especializadas; y sólo lo traen si uno les da un anticipo que, anticipan, no lo regresan si no consiguen la grabación; en todo caso, se aplica a otro disco (¿y si uno no quiere otro?); el último que me consiguieron fue hace como cinco años, el Concierto para violín y orquesta de Beethoven, con Stephanie Chase; y hasta para preguntar por cintas de Richard Lester hay que deletrearles el nombre cuando están en la computadora. “Más la extraño yo”, me contestó Jesús; y es que no pude conseguir varios discos que los expertos calificaron entre los mejores de 2010, y las estanterías muestran discos sin imaginación, imposible de apreciar porque son monótonos; o ya no estamos aptos para apreciar si tienen otras cualidades más que están hechas para la coreomanía (una enfermedad que, cuenta Ruy Pérez Tamayo, causaba histeria colectiva que conducía a grandes grupos a bailar sin descanso, también sin ritmo, durante días, hasta que caían exhaustos, y despertaban sin saber qué los había poseído; los que despertaban, porque muchos murieron; y los ataques se sucedieron en varias partes de Europa –¿sería el origen de El flautista de Hamelin?— y hace un par de siglos no se registra; pero en los salones de baile, llamados antros quién sabe por qué, se acercan bastante a los síntomas de esa epidemia).
La piratería acabó con las buenas tiendas de discos; la ausencia de algunas tiendas célebres como la que estaba en el edificio Aristos, por el Sanborns de Aguascalientes, ha dejado sola a Margolín, con sus asegunes, en la música de concierto; en las MixUp les dio por juntar las secciones de clásico con New Wave, los soundtracks y otros géneros no tan apreciables, y redujeron las existencias de todos los géneros; las revistas especializadas dan cuenta de decenas de nuevas versiones, ellos aseguran que muy apreciables, de obras consagradas y otras por consagrar, que es imposible conseguir aquí; “si no lo tiene Amazon es que no existe”, afirma Luis Zapata. Y sí, parece que ya es la única opción para conseguir muchos discos, y sin tener que explicar quién es Milos Forman, de qué se trata Algo gracioso me sucedió cuando venía camino al foro; que no confundan El buey sobre el tejado con El violinista en el tejado, y que si queremos cuatro versiones diferentes del Concierto para violín y orquesta, de Beethoven, es cosa muy nuestra, y no es por las fotografías de Hilary Hahn, Janine Jansen, Patricia Kopatchinskaja –ésta armó un alboroto en México hace unas semanas precisamente con este concierto— y Stephanie Chase, sino porque son versiones muy apreciables, excelentes (no tanto como las de Menuhin, pero casi—; hay que admitir, sin embargo, que las violinistas rusas son más bellas y menos toscas que las tenistas rusas). Que no hay que explicar, como en MixUp, que no es lo mismo Von Karajan que Karl Bohm ni, mucho menos, que Wilhelm Furtwängler.

Y uno comienza a hacer cálculos; pero el desconcierto es mayor; del disco de Simon hay cuatro versiones; una en acetato (¿cuándo entenderán en los almacenes que está regresando el acetato, que no todo son mini y microcomponentes? ¿Dónde conseguiremos agujas buenas?), en compacto, en compacto más DVD, y en descargas de MP3. También dicen los especialistas que para qué siguen haciendo discos si más bien la gente va a andar con su reproductor de MP3, o su IPod, con más de 500 canciones, cargándolas por todas partes, sus audífonos en el oído, con más comodidad que antes cuando traían su casetera portátil; si en un disco cabe toda la discografía de Beatles en vez de tener los 12 y tantos discos más las antologías y más las recopilaciones (falso: en donde anuncian los conciertos en el Hollywood Bowl, por ejemplo, lo que hacen es repetir las canciones de los discos originales), o todas las canciones, sin más orden que el alfabético, de las canciones de Elvis Presley, o todos los discos de Clapton en uno solo; o todo Traffic.

En “Shapes of Things”, del álbum Truth, el primero “solista” (con los acompañantes que tiene, es imposible decir “solista”) de Jeff Beck, se recomienda “This must be played at maximun volumen whatever phonograph you use”. ¿Y eso cómo puede hacerse con un IPod o un MP3? ¿Cómo ecualizar una computadora para aislar las líneas del bajo eléctrico de Paul McCartney en “Something”, que es una de las piezas donde más se luce? ¿O cómo ecualizar un MP3 para escuchar con claridad el lavadero de madera que usa John Lennon en “Tell me What You See” en vez de la guitarra rítmica? ¿O cómo hacer para aislar la batería de Ringo en “In my Life”, o la de Keith Moon en “Who Are You”, o el bajo de Entwistle en “My Generation”? No puede apreciarse qué fue lo que causó escándalo en los estrenos en todos los países de El buey en el tejado de Milhaud, a menos que se escuche a un volumen alto (sin molestar a los vecinos), y una ecualización apropiada; pero todos los micro y minicomponentes vienen preecualizados, y eso impide la reproducción correcta de una obra musical; se pierde la flauta del segundo movimiento de la Séptima Sinfonía de Beethoven, sobre todo en las interpretaciones de Furtwängler. Si uno hace cuentas, sale más barato descargar todo el nuevo disco de Simon, Tan bella o más o menos, que comprarlo, a 10.80 dólares contra los 14.95 más el envío, y se descarga al instante, nomás que comprueben que la tarjeta de crédito tiene crédito, y no hay que esperar una semana mientras lo mandan, y esperar que no se lo vuelen los vecinos. Además, se descarga en la computadora y allí puede pasarse a un USB para pasarlo al MP3 y al disco, e incluso revenderlo, que es lo que se supone que quieren evitar, o sea la piratería.

“Prefiero darle a ganar 15 pesos a un cuate que me consigue discos pirata que a las pinches transnacionales”, me decía un cuate, hasta que se expuso a que se piratearan su libro. Por fortuna acaban de prohibirle a un buscador de Internet que permita la descarga gratuita de cientos de miles de libros, porque atenta contra los derechos autorales; no evita la piratería (además, ¿quién cree que es igual leer un libro en la pantalla de la computadora que en un libro? Sólo los que no leen libros), y ésta ha puesto en una situación económica difícil a las editoras, tanto de libros como de música. Hasta que los discos pirata dejan de sonar, o hasta que dañan a los tocadiscos; el problema es que las disqueras se desesperan, y sólo graben para los reproductores de MP3; será más barato para todos, pero el costo en la calidad será altísimo, y puede ser que irremediable, que ganen los que sólo quieren oír y no escuchar. ¿Podrán sacar unos cuantos miles para todo el mundo, y subsanarán el costo con los que paguen por descargar los discos?
Tenía razón Quino: uno siempre reniega de los tiempos modernos (porque además hay quien afirma que los discos se oyen mejor no en los aparatos estereofónicos, sino en los Alta Fidelidad. Por ejemplo, Neil Young, que sabe un resto de música).

lunes, 21 de marzo de 2011

De bibliotecas vivas

Cuando la gente veía la descomunal, aunque muy arreglada, biblioteca de Otaola, en su pequeño departamento en la calle de Sullivan, solían preguntarle si había leído todos los libros, que ocupaban todas las paredes, de piso a techo, y sólo había lugar para algunos cuadros; “todos”, contestaba, “menos éste”, y mostraba una Biblia en miniatura. Si estaba de menos buen humor (raro en él, tan alegre siempre), respondía hosco “dos veces cada uno”.
En una de las pocas visitas que hice a casa de Carlos Monsiváis, me preguntó, dada la amistad que entonces tenía con Gustavo Sainz, si era cierto que Gustavo tenía dieciocho mil volúmenes; “eso calcula”, le dije; “eso no me angustia, yo también tengo como dieciocho mil; ¿pero es cierto que los tiene bien acomodados? Porque mis libros son un desastre; cada vez que quiero releer Pedro Páramo tengo que ir a comprarlo; ya lo tengo como doce veces”.
“Nuestra biblioteca está en continuo movimiento o, como diría Heráclito, en perpetua fluidez. El agujero que dejan los libros prestados nos obsesiona y disminuye la realidad de todos los demás anulando su importancia. Sólo queremos saber cuál es ese libro que tan obviamente falta, que tal vez nunca recuperaremos y quizá nos era indispensable. Así, el vacío, la nada, se hace mucho más real que la realidad. Otras veces, lo que ocurre es que sobran libros. El estante se ha encogido y no podemos devolver a su sitio el libro que tomamos para llevarnos a la cama la noche anterior. Entonces nos invade una secreta sensación de falta de espacio”, dice García Ponce en Desconsideraciones. “Sólo tengo lo que me han gustado”, me dijo una vez que revisaba el librero, hecho de ladrillos, que estaba junto a su escritorio.
Tanto las frases de Otaola como la de García Ponce son las que dan quienes tienen una biblioteca apreciable en sus casas; y uno recuerda aquel escrito de Tito Monterroso de cómo se deshizo de 500 libros, que hacía reír más cuando uno veía sus muy cuidados libreros, en un orden que parecía impecable, acomodados por géneros; el más amplio de la suya era el dedicado a la poesía.
Todos los escritores son maniacos; Sergio Galindo tenía inundada su casa con una biblioteca muy seleccionada, y con novelas policiales por todos lados; no estaba tan apretada, y en medio de los libros de algún escritor que apreciaba, huecos en donde ponía plantas, estatuillas, algún adorno; para cuando haya más libros de esos autores; si no dejo huecos, luego no hay donde poner los nuevos, me explicaba.

¿Por qué todo esto? Porque aprovechando un puente natural, no otorgado por las autoridades para promover el turismo (en contra del civismo: ya no sirven esas fechas para conmemorar acontecimientos históricos, sino para pasear), nos pusimos a arreglar libreros; también, porque hace unos días apareció una edición accesible sobre la biblioteca de José Luis Martínez; tiene más de noventa mil ejemplares, se decía; al darse la noticia de que iba a integrarse, en un apartado, a la Biblioteca México, se dijo que eran como sesenta mil, de los cuales cuarenta y cinco mil son libros, lo que quiere decir que cerca de veinte mil (las cifras son imprecisas) son revistas y suplementos; en el libvro se habla de cuarenta y cinco mil; en el recuento que hace su hijo Rodrigo no consigna ediciones de algunas editoriales importantes, como la Universidad Veracruzana, ni la colección Nuevos Valores (ni alguna otra) de Editorial Novaro, ni Universo, que fue el primer intento de establecer el sistema gringo, de pagar una cantidad, y nunca volver a pagar regalías, y que en ese entonces fracasó, por parte de Diana; no Océano, ni entre los suplementos figuran el Cultural de El Heraldo de México, ni La Onda, de Novedades, por lo que mucho me temo que mi nombre no esté en muchos de los documentos que guarda esta biblioteca, sólo entre los colaboradores de La Cultura en México, la Revista de la Universidad de México, y en Nexos; sospecho que tiene cuando menos uno de La Onda, cuando lo entrevisté, más a él que a Pedro Laín Entralgo, y que más que con palabras me respondía con carcajadas, sobre todo cuando le pregunté a ambos que en cuál de los países obligados a hablar español lo hacían peor: “Venezuela”, me dijo Laín, “parece que tienen una papa caliente en la boca”. Una vez, sin embargo, le obsequié un casete con Pedro y el lobo, interpretado por Carlos Chávez y narrado por Carlos Pellicer con su potente voz (que a su vez me regaló Gloria Carmona); a cambio, me obsequió un Netzahualcóyotl, autografiado.
La de José Luis Martínez es una de las bibliotecas más célebres entre los mexicanos; hay otras también célebres, pero que no mantienen el orden de ésta; “el comedor de la casa de José Emilio y Cristina [Pacheco] daba a un pequeño jardín que más parecía una selva por la abundante vegetación impregnada a la ventana como una cortina en todos los verdes posibles. Lo demás eran libreros desbordándose: libros en el comedor, libros en los pasillos, libros en el estudio entrando a mano derecha y seguramente más libros de piso a techo en las habitaciones de la planta alta. Invadidos de libros vivían José Emilio y Cristina…”, narra Vicente Leñero en Los periodistas (pág. 238).
El departamento de Bernardo Giner de los Ríos estaba también atiborrado, en sala, comedor, recámaras los libreros se amontonaban (no sólo fue escenario de fiestas inolvidables, algunas relatadas en libros célebres de escritores mexicanos de los años sesenta); en España vivió rodeado de la biblioteca de su abuelo, la de su padre y la suya, tres bibliotecas célebres.

De todas las bibliotecas, prefiero las que están vivas, aquellas que no aguantan más que unos cuantos días bien organizadas, y cuando uno se da cuenta, ya se tragaron un ejemplar, ya aparece un título mezclado con los de otro autor, o simplemente ya no caben; no es por quejarme, pero por qué cada vez que acomodo los diccionarios me doy cuenta que dejé cuatro o cinco donde no debían estar; por qué cuando terminamos de pasar en limpio la lista advierto que no están los de Ferrater Mora que acabo de adquirir, y en dónde quedó perdido para siempre el Diccionario Español-Purépecha, que ni siquiera llegué a hojear y que de pronto aparece en alguno de mis sueños, enterrado entre libros de arte, y que en la vida real no puede estar allí, por el tamaño. (Supongo que para algunos será inverosímil, pero uno de mis sueños recurrentes es que encuentro una librería de viejo estupenda, grande, limpia y ordenada, en Puente de Alvarado, cerca de Lerdo Chiquito; estoy seguro de haberla visitado un par de veces, pero hace más de 25 años que la busco y no la encuentro, como en canción de la Sonora Santanera, más que en esos sueños angustiosos.) Por qué un día después de acomodar la obra completa de Rafael Alberti me encuentro Roma, peligro para caminantes, en la muy bella edición de Joaquín Mortiz, ya sin lugar para ponerlo junto a sus otros libros; por qué tengo los libros de Dashiell Hammet en tres partes diferentes; por qué tengo perdido un libro de Leñero, que tan estoy seguro de que lo tengo que hasta hice una reseña de él, pero que no aparece por ningún sitio; por qué tengo dos ejemplares de La hija del Caníbal, ambas dedicadas por Rosa Montero.
Quién sabe cuánto nos dure esta racha de querer arreglar los libreros; la última vez que los acomodamos quedaron apretados, pero juntos, los libros de Doris Lessing; ahora están en tres lugares, cercanos pero separados por los libros de Stevenson, de quien me topé con dos títulos que no teníamos, y ahora tampoco caben; ya tampoco caben en un solo sitio los de Vargas Llosa, y eso que renuncié a buscar dos o tres que no conseguí en su momento; pero sus editores no han dejado de enviarme reediciones o ediciones anotadas; y los Carlos Fuentes ya tampoco se están quietos, y soy incapaz de deshacerme de algunas ediciones, aunque sea el mismo título, pero valiosas o entrañables por algún motivo, cada una de ellas, aunque sea por lo mal editada que esté una novela. No diré su nombre, pero hay un autor muy estimable que ha resumido su obra en doce títulos, pero tengo 65 ejemplares de ella; tampoco puedo explicar que tenga tres veces la obra completa de Octavio Paz, pero que no voy a desprenderme de ningún ejemplar de ésos; y cabe la pregunta de por qué si me falta espacio para acomodar unos trescientos ejemplares que estorban el paso para el comedor y la cocina, no hago una selección muy rigurosa para quedarme, como decía García Ponce, “sólo con los que me gustan”. ¿Por qué deshacerme de tres o cuatro de García Ponce que tengo repetidos? No puedo contestarlo.
Aprovechamos el puente, y veremos si podemos organizar, acomodar, y dejar como librero fijo uno que la vida fue convirtiendo en uno de transición, es decir, con libros que estamos por leer, y que una vez leídos vuelve a albergarlos mientras encontramos lugar para él, pero en donde está la mitad de los libros de Monsiváis, que desacomodé para prestárselos a unos ingratos que se clavaron un par de revistas valiosas, y que para no regresármelas tampoco contestaron mis telefonemas. Uno de los pretextos aledaños fue buscar todas las antologías posibles de poesía mexicana, sólo para comprobar que una reciente, y que presume de antologar a autores no antologados, en realidad ignora que ya habían sido antologables; la de malas: no encontré la que buscaba con más ahínco, y que fue la que prepararon los Estridentistas aunque sólo la firmó Manuel Maples Arce (así como la de Cuesta la firmó Cuesta, aunque la prepararon, se dice, Los Contemporáneos; de ésta encontré la primera y la segunda ediciones, pero no la tercera, que quién sabe dónde fue a parar, porque estaba seguro de que la tenía junto a la segunda, ni la cuarta, que la tengo sólo porque es un desastre de edición; la segunda me la prestó Paco Alvarado hará unos 42 años; ya no tengo a quién regresársela, porque además él nunca me regresó un libro de Conrad y uno de Hemingway; esa segunda edición tiene además una bonita historia; se la presumía a alguien cuando se acercó Sergio Galindo; al tomarla, dijo: “al tenerla en mis manos me vino a la memoria que mi ejemplar se lo presté a Dagoberto Guillaumín; eso es mnemotecnia digital”; a raíz de eso comenzó a anotar en una libreta a quién le prestaba algún libro, porque había perdido muchos por olvidar quién se lo pedía prestado; lo malo es que la costumbre le duró un par de semanas. Al encontrar la antología de Maples Arce, que se llama igual que la de Cuesta, comprobé lo que ya sabía: no incluye ninguno de los que sí están en la nueva antología; están en otras, sin embargo. ¿Por qué tengo dos ejemplares de una edición limitada de Renato Leduc, que prácticamente nunca circuló y que es codiciada por los fanáticos de Leduc? ¿Cómo me hice de ellos y cómo es que acabo de darme cuenta, porque además ambos tienen marcas de haber sido leídos por mí?
Lo de malo es que ya nos picamos; entre los diccionarios apareció uno que no recordaba tener; era indispensable, porque además se llama Diccionario, y fue el primero de su tipo de los varios que hizo Raúl Prieto; lo malo es que quitó el lugar a dos libros de fonología, que no tenían por qué estar con los diccionarios, pero no se me había ocurrido dónde ponerlos más que allí; y me hace pensar en si debo seguir manteniendo junto a los diccionarios varios refraneros, algunos muy raros, como uno que editó Vasconcelos en los años veinte, y uno muy reciente cuya característica es su involuntaria misoginia, y que es uno de los dos únicos refraneros que incluye el que aconseja que hay que buscar a la mujer por lo que valga, y no sólo por sus atributos físicos. Pero el mejor, el Refranero Ideológico que obsequiaban con la adquisición de la edición de 1994 del Diccionario de la RAE hace muchos años que está en otro lugar, por falta de espacio, junto a los dos tomos del Seco, y de un diccionario de literatura hispanoamericana, donde me dan exactamente el mismo espacio que a Rosa Montero. Están en el mismo librero, pero no juntos ni revueltos. Y entre los libros de cine ya no caben varias monografías; y los libros de cine de José de la Colina no están entre los libros de cine, por no separarlos de sus cuentos, junto, quién sabe por qué, no a los de Conrad sino a los de Saul Bellow, que deberían estar junto a los de Irish Murdoch, y que en cambio están junto a los de Juan Goytisolo.
Van apenas dos libreros en los que nos hemos metido; dos libreros pequeños, de los más pequeños; quién sabe cuándo acabaremos.

¿Qué laureado escritor mexicano compra libros por metros en las ofertas de supermercados, para llenar los huecos de sus no muy poblados libreros?

lunes, 14 de marzo de 2011

Vicente Rojo: De otro modo lo mismo

[Dos protagonistas de esta historia fueron actores de otra: los habitantes de Santa María Tonantzintla veían con preocupación a los huéspedes del Observatorio que estaba, entonces, cercano a esa población –ahora está enfrente, en medio, al norte, al sur, al oriente y al poniente– porque eran unos comunistas, ateos, sospechosos de mala conducta. Un día se acercaron unos, comisionados por casi toda la población, al director del Observatorio, Guillermo Haro, uno de los héroes del México contemporáneo, para expresarle su consternación por esos huéspedes, que aprovechando la soledad y el silencio durante el día –los astrónomos trabajan de noche– allí podían trabajar sin molestar ni ser molestados; el único que no despertaba esas sospechas, le aclararon, y lo veían con simpatía por su devoción religiosa, era Fernando Benítez. “¿Fernando religioso?”, se preocupó Haro. “Todas las noches le reza a María, invoca su nombre con devoción”, le narraron los campesinos, que alcanzaban a oír las plegarias. Haro al poco desentrañó la verdad; la María que invocaba no era la virgen María, sino María Asúnzolo. Haro respiró tranquilo.]

Creo haberlo dicho cuando menos media docena de veces: uno de mis escritores favoritos, en muchas épocas mi favorito, es Alain Robbe-Grillet; devoré a su tiempo, cuando debí hacerlo, media docena de sus novelas; me asombra que lo hayan tachado de aburrido, tedioso, sobre todo si se toma en cuenta la enorme influencia que abarcó a gran parte de una generación, una de las más brillantes que se ha dado en México por la cantidad de escritores sobresaliente, y por su calidad que no ha sido opacada por el tiempo.
[Me pongo a pensar en lo que se pierden los lectores acostumbrados, en las nuevas corrientes literarias, a las historias llenas de acostones, a los personajes que reciben a diario, en días fijos, a las amantes ganosas que van a entregarse antes de irse con otros igual de efímeros que ellos dos; a las escritoras que hablan de sus intimidades, y mal de quienes las aburren en la intimidad; ¿cómo leerán los cuentos de José de la Colina, en los que importa la intensidad, en los que los hombres se enamoran de mujeres inalcanzables, en los que ellas se enamoran del mejor amigo del que narra la historia –y no lo consuelan sexualmente? ¿Cómo leerán las historias crudas pero intensas de Juan García Ponce en las que más que el sexo importa la sexualidad, la intensidad de la entrega? ¿Qué pensarán de los personajes de José Emilio Pacheco, que sufren de amores imposibles a la edad en que los lectores tienen no pocas experiencias? En el Taller de Lectura, un asistente que no fue el día que se habló de Gazapo, me llamó para decirme que era una novela “fresa” porque un personaje se tarda semanas antes de acariciarle los pechos a la novia, cuando él, el lector, a la segunda cita le quitaba toda la ropa; y no entendió que podía hacerlo gracias a Gazapo, y a muchos otros.]
El año pasado en Marienband, de la que escribí hace poco, en ocasión de haber conseguido el DVD, hay una frase, una sola, recurrente, que llena toda la narración fílmica y que describe lo que cuentan las escenas; esa frase, con variaciones, distorsiones, supresiones, añadidos y que siempre es la misma, es la que me llega a la mente al leer, revisar, Puntos suspensivos…, el reciente libro que recopila la mayor parte de la obra de Vicente Rojo a lo largo de casi 60 años, y que he visto decenas, cientos de veces en revistas, catálogos, exposiciones, y en varios libros suyos o acerca de esos cuadros. Al hablar de una de sus series, Negaciones, menciona la exposición que montó el Museo Universitario de Ciencia y Artes; no sabía que había intentado hacer cuarenta cuadros, cada uno negando a los otros, y que se los atribuiría a cuarenta pintores heterónimos, y que no pudo hacerlo porque fue incapaz de inventar cuarenta nombres ficticios; él no sabe que fue a la primera exposición suya a la que asistí, aun sin invitación; íbamos Paco Alvarado y yo deslumbrados ante tantas estrellas de la cultura mexicana; Monsiváis abruptamente se arrodilló frente a una mujer, que estaba sentada, y le besó la mano; no recuerdo quién fue, sólo recuerdo su carcajada. Ya para entonces era admirador irredento de Rojo, y conservo aún los dos ejemplares de la Revista de la Universidad, dedicados a las Nuevas Letras, Nueva Sensibilidad, en la que alternaban fragmentos de los “nuevos escritores”, ilustrados, más o menos, con obras de los “nuevos pintores”, aunque había cuadros de los mejores pintores de esa, y de otras muchas épocas, los guardé precisamente por los de Rojo.
Con invitación expresa, durante la exposición Recuerdos 2, en la galería Juan Martín a la que tanto debió el arte mexicano, en medio de todo el gentío, nos sentamos a platicar varios minutos; entre otras cosas, compartimos confesiones sobre el servicio militar; al terminar la exposición nos fuimos a la Cueva de Amparo Montes, con Alba, con Luis Zapata y Olivier Debrois; Vicente y Alba bebieron agua mineral; no fui abstemio, pero sólo bebí vino blanco; “mi generación se bebió todo el alcohol que me tocaba”, se disculpó; inevitablemente se jugó trivia, de la canción sentimental mexicana; sin jugar, nos venció a todos.

En una exposición de 1996, Escenarios, el catálogo tenía poemas de José Emilio Pacheco; ambos evadían a los cazaautógrafos: si te lo firma él te lo firmo yo, decían; soy de los pocos que tengo la dedicatoria de ambos, y ese mismo día; antes, dos años antes, estuvimos en las primeras filas en su ingreso al Colegio Nacional; “con ustedes, está la familia completa”, nos dijo Alba; hay una fotografía de Elena Poniatowska y María José Mejía bailando “No controles”, con la que desacralizaron una vez más la sede del Colegio; ese día volví a ver a José Luis Cuevas, después de tantos años, casi veinte.

Pero hablaba del libro; el texto introductorio, muy hermoso, es una variación de su discurso de ingreso al Colegio Nacional; no puedo reprocharle que en él haya simplificado una de las más hermosas y conmovedoras frases: “Pero además, con Fernando [Benítez] he aprendido la única materia en la que me considero maestro, la de amar a México apasionadamente”. No se lo reprocho porque poseo un ejemplar de ese discurso, y están en la Memoria correspondiente a 1994. Y no se lo reprocho porque ese discurso, más concreto, es casi el mismo, pese a ser muy diferente; y al revisar, y recordar su obra plástica, se ve que cada cuadro, e incluso cada serie, es el mismo pero es diferente del anterior y del posterior. En Señales, la segunda, o la primera, de esas series, cada cuadro parece el mismo, pero en cada detalle hay una variación, algo que lo distingue; eso se hace desesperadamente más contundente en México bajo la lluvia, una de las más extensas, en que las variaciones a veces son mínimas, pero no por eso más radicales.
Al recordar, observar, estudiar, contemplar la obra de Vicente Rojo, es imposible no asociarla con la de José Emilio Pacheco y con Juan García Ponce; no sólo porque con Pacheco ha hecho varios libros, con mayor o menor participación: desde la Gatomaquia (Imprenta Madero, de la que hace poco conseguí un ejemplar que queda a salvo de ya saben quién, que intenta saquear mis tesoros bibliográficos) hasta Circos (El Colegio Nacional-Era), y que tiene un centro gravitacional muy importante: Jardín de niños, una de las mejores ediciones, más bellas y originales, de un libro en México, asdmás del enorme poema; hay otro aspecto; no es el momento de hablar de la de Pacheco, pero ambos han logrado hacer una gran obra con diferentes aspectos y diferentes presentaciones. García Ponce escribió el primer libro monográfico sobre Rojo, y lo siguió a lo largo de casi toda su carrera; ninguno lo definió mejor; aunque en la estética y la poética, nadie tan distante en la apariencia, ni nadie más cercano en la intención.
En las Negaciones, las Señales y demás Series, pocos tan atrevidos como Rojo; eso también es contradictorio porque es uno de los más tímidos en el ámbito cultural, pero es de los que le gusta correr riesgos; riesgos que implican hacer cuadros que recuerdan novelas, poemas, canciones, películas, no siempre las más reputadas, y sí muchas del ámbito popular (pero fino); su elegancia como pintor se debe mucho, pero muchísimo, a que es un excelente lector, de géneros muy variados. En alguna parte de su texto, sin ánimo de presunción, rememora una época en que los pintores pertenecían más al mundo del arte que al de la cotización comercial, y que con escritores, dramaturgos, cineastas, actores, músicos, integraban una comunidad intelectual muy movida y muy divertida, ni complaciente, pese a la amistad.

El único pero a la por otra parte muy bella edición, es un descuido imperdonable por tratarse de quien se trata: un par de erratas y dos páginas sin folio, que no afectan, pero no dejan de estar presentes.

[Una anécdota con protagonistas no de ésta, sino de muchas otras historias: contrataron hace tiempo a un chelista muy afamado para presentarse en México, con obras muy específicas; con una semana de anticipación, avisaron que se encontraba indispuesto, y en su lugar enviarían a otra, de nombre misterioso y ligeramente sensual; el coordinador de la orquesta, un escritor de muchos méritos literarios, pero menores ante su simpatía, su desenfado y su presencia, llegó por ella al aeropuerto; en vez de ella llegó un joven, muy joven, melenudo, más con aspecto de rocanrolero que de músico de concierto; no le quedó más remedio que pensar que era un desperdicio ir vestido para impresionar a la joven chelista; en la casa del director se encontraron con que éste, vestido con elegancia y con gasné, se desilusionó al no toparse con una seductora chelista joven y bella; ¿los nombres? El excelente novelista Eduardo Rodríguez Solís, de quien hablaré extensamente en siguiente entrega; Enrique Bátiz, afamado conductor, y el chelista, ya serio y formal, Yoyo-Ma.]

[Estas impresiones sobre Rojo no pretenden ser críticas; serían sólo impresiones; no quiere decir que mi admiración sea superficial; y están llenas de recuerdos de mi amistad con Alba, inolvidable.]

lunes, 7 de marzo de 2011

Nel, pastel (y otros ismos)

Dos diccionarios de caló, uno ya con varios años y otro un poco más actual, nos dan una lección de cómo hacer buenos libros de esa naturaleza para un lenguaje tan peculiar como el mexicano: Diccionario de expresiones malsonantes del español. Léxico descriptivo, de Jaime Martín (Colección Fundamentos, Ediciones Istmo), aparecido en 1974, y el Diccionario de argot español, preparado por José María Iglesias (nada que ver con el presidente mexicano, reputado como uno de los hombres más inteligentes de su siglo, y al que derrocó Porfirio Díaz en la revuelta de Tuxtepec, no en las urnas sino tras una rebelión) (Alianza Editorial), de 2003, y que sustituye en esa editorial al excelente, pero que no llegó a México, Diccionario de argot español y lenguaje popular, de V. León, también de Alianza Editorial.
El primero es más divertido, y su estructura es mucho más formal, más sólida, y su criterio es etimológico; sus explicaciones sobre el origen de cada vocablo son lógicas, y los ejemplos de cómo se usan, verosímiles. Al término del lexicón hay un apartado, “Distribución por campos semánticos”, que nos ayuda a encontrar el término exacto para definir o para insultar a alguien sin dejar dudas sobre la intención; como es obvio, la mayoría de los términos y las definiciones tienen que ver con el lenguaje del hampa, que a más de 35 años ya es de dominio general, y con el erotismo, la atracción sexual, y la supuesta superioridad que el hablante establece sobre un rival; porque además, en este tipo de confrontaciones no hay equidad ni se respetan los derechos de género: entablar relaciones sexuales, más que la culminación de un acto amoroso es el triunfo, la posesión, la conquista, el logro; no importa si el contrincante no se siente vencido; el chiste de la posesión es vencer, no importan las consecuencias. De eso se trata el albur, de una posesión imaginaria, pero que el alburero siente como si fuera real. ("Lo hago a diario, no importa si hay o no contrincante", dice un periodista que no me autorizó a develar –desvelar, dice él– su nombre.)
Es impresionante la cantidad de términos que son comunes con otras regiones hispanoparlantes, lo que lleva a preguntarnos por qué entonces son tan malas las traducciones de Anagrama, por ejemplo; los traductores podrían encontrar términos que no fueran tan locales y que se entendieran en toda América Latina; una de las palabras incluidas, y que se usa en muchos lados, es “sábana”, como sinónimo de billetes grandes; lo usó Vargas Llosa en alguna de sus novelas, y Salvador Novo al relatar cómo Guillermo González Camarena consoló de sus “penas” a una italiana, “con unas sábanas llamadas liras”. También expresión común es “sacar”, pero en España no la usan como sinónimo de admiración por algún triunfo o por una hazaña o una buena calificación o por conquistar, aun momentáneamente, a una mujer espectacular, como se usa en México: “hacer algo sobresaliente”.
Martín no se espanta, pero toma distancia de las expresiones vulgares; las encasilla, y en la definición hay alguna calificación; no es que piense que sólo las usan las personas “con escasa instrucción”, pero da la impresión de que piensa que sólo se utilizan en contadas ocasiones, entre grupos escogidos (perdón), exclusivos y excluyentes, y que incluso el lenguaje hermético sirve para guardar distancias; sin embargo encuentra la gracia de esas expresiones, algunas muy divertidas, y es una lástima que no tenga, en ese espacio de 360 páginas, oportunidad de explicarlas y desentrañarlas.
Para ese caso sería necesario que un investigador se pusiera a escuchar las pláticas en las redacciones de los periódicos, y seguramente no le entendería a muchas expresiones a menos que alguien se las explicara, como “me agarraste descuidado”, “yo te hacía un buen chico”, “ay, me asusté”, “ah, flojo”, y otras que les espetan a los directivos que ni se las mascan (con perdón).
El diccionario de Iglesias es de términos, no de expresiones; guarda mayor distancia que Martín, y define el argot como lenguaje exclusivo de cierros grupos profesionales, pero mayormente a actividades delincuenciales (hampa, prostitución, carcelarios, drogadictos) los que excluyen por cuestiones de edad o de actividades sociales o sexuales. Pero al revisarlo, uno encuentra con que las expresiones recogidas, con perdón, son de uso común, extendido a todas las capas sociales; asombra, por ejemplo, que no incluya el verbo "pepenar", que si en México tiene dos o tres acepciones, la que menos se usa es la original; Carlos Fuentes, al definirse, afirmaba que sus amigos lo calificaban de gran pepenador", porque aceptaba a cualquier mujer que se le resbalara; por cierto, ni Marín ni Iglesias ven “resbalar” más que como indiferencia a una situación que pudiera pensarse peligrosa: “se le resbala”, mientras que aquí una resbalosa es una cuyo comportamiento es de alguien que parece derretirse cuando está junto a un hombre que le gusta; una de ojos de papel volando, no necesariamente con lascivia, que no todo coqueteo tiene como fin un acostón. “Acostón” es, en el Diccionario de Mexicanismos, una relación sexual pasajera.
“Charro”, para Iglesias, es un natural de Salamanca. ¡Charros!, pensaría uno; “forofo” es un fanático de alguien, fans, diría alguien que recopilara mexicanismos. El DM recoge “fanático”, pero no fan, mucho más común en el lenguaje actual. Tal vez es el gran problema de los diccionarios de germanías, o de argot, o de jerga (término que, dice Iglesias, es peyorativo, pero no tanto como “caló”, definitivamente calificado como lenguaje del hampa): lo rápido que evoluciona, lo efímero de términos que pudieran pensarse definitovos y la permanencia de otros que llegan discretamente.
Como apéndice, este diccionario de Iglesias, que sirve para sacar de apuros (con perdón) al leer una traducción de Anagrama, contiene una relación del lenguaje estándar=argot, o sea un pequeño diccionario ideológico; en él incluye “tortillera” como sinónimo de lesbiana, asunto que en el DM escabulleron el bulto; y allí nos enteramos que lo que en España es muy común como “polvo” y “follar” no tienen, o no entienden, su sinónimo mexicano, “parchar”. Parchar, para el DM es practicar el coito (¿se practica o se ejerce?); para el Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos, y que Incluye muchos chilanguismos, de Héctor Manjarrez (Grijalbo), recién salido (nótese que se usa con participio, para que Manjarrez no nos incluya entre los influidos por los chilenos que llegaron a México en los años setenta, y a los que responsabiliza de horrores como “al interior de”), parchar es fornicar, aunque fornicar es, según el Diccionario de la Real Academia, “tener acoplamiento carnal o cópula fuera de matrimonio” (de allí que el mandamiento “no fornicarás” no condenaba el acto sexual, sino, como dicen ahora en la doctrina, “no cometerás adulterio”; más contundentes, "no cometerás actos impuros").
El diccionario de Manjarrez parece expurgar para darle otro sentido, las novelas mexicanas de los años sesenta a los noventa (con algunos agregados, como Ardores que matan (de ganas), la novela de Ramón Córdoba), llenas de argot, caliche, totacho, culto culterano o vulgar, pero que exigía complicidad del lector; algunos de esos libros eran francos albures al lector, como Inventando que sueño, donde resalta la frase, “chin, ya me albureé yo solito” ("Juego de los puntos de vista"); su recopilación es exhaustiva, 2,800 mexicanismos de todos los días, presume la cuarta de forros; dice que sirve para que los padres entiendan a los hijos, los jóvenes a sus mayores, y para que todos capisquen el lenguaje cotidiano de la calle; o sea que no califica de lenguaje del hampa ni lo encasilla para las elites; falla sin embargo al decir que se hallará a sus anchas en la mesa de noche (¿buró, cómoda, chifonier?; ninguno está en el cuerpo del libro), en el mueble del baño (¿váter, retrete, wc, inodoro?, ¿algún nombre adecuado para la mejor invención de la historia, según Umberto Eco, superior a cualquiera otra porque permite defecar sentado?) y en el anaquel de la biblioteca (el nombre correcto es plúteo); acierta al aclarar que este lenguaje lo usan lo mismo quienes hablan bien y quienes hablamos mal. O bien o mal hablados, que a lo mejor no es lo mismo.
Pleno de expresiones, pero también de vocablos, que se usan con tanta soltura que extraña que se incluyan en un diccionario o recopilación de mexicanismos, a menos que mexicanismo sea una palabra que se usa en México y no que se origine o se deforme en México. (A propósito, incluye "hot-cake", pero como interjección.) Su rigor, del que presume carecer, lo lleva a separar las acepciones según su utilización, porque no es lo mismo sacar ficha, sacar cohete, sacar de onda, sacar la mierda, sacarle (o zacatearle, lo que parece inadecuado porque es de sacarle al bulto, y no tiene que ver con el zacate), sacarle al parche, sacar la sopa, sacar punta y sacársela; otros filólogos separarían cada acepción con diagonales; él da una entrada a cada uno. Su rigor flaquea cuando escribe "coyón" (igual que el DM) como sinónimo de cobarde, cuando la etimología conduce a “collón”, el cobarde que muestra la cola al huir, y viene de testículo (colӗone); pero es una falla generalizada y una discusión que viene de hace mucho; tanto, que no la incluyen (la palabra) Luis Fernando Lara (en el Diccionario del Español de México) ni Jorge Mejía Prieto, éste en su muy escueto ni exhaustivo Así habla el mexicano (Panorama, 1986), discreto vocabulario, no muy atrevido y tal vez apresurado trabajo que sin embargo es tomado en cuenta, porque cuando lo publicó había muy poco interés, fuera del ámbito académico, en este tipo de investigación, posiblemente porque los académicos piensen que el lenguaje cotidiano, coloquial, merece menos atención, y lo circunscribían al clásico Picardía mexicana, que no por nada Octavio Paz prologó una de sus ediciones, y lo tomó como punto de partida para Conjunciones y disyunciones, uno de sus libros más inteligentes y más exigentes. (Jorge Mejía Prieto se especializaba en hacer libros con gran rapidez; a la semana del destape de José López Portillo ya estaba publicando su Llámenme Pepe.)
Hablaba del libro de Manjarrez; pícaro, incluyente, crítico, presume también de no ser su trabajo fruto de la academia, lo que se nota por su flexibilidad, su agilidad, su curiosidad, su aceptación de las contradicciones y de las variaciones de una palabra (“telera”, por ejemplo, que va de la gastronomía al erotismo a la diversión inocua); algo hay que reprocharle, sin embargo: la utilización de “béisbol”, a la española o a la argentina, él tan fanático del beisbol , y que acepte esa españolización, y en cambio escriba, correctamente, futbol. El libro, perdonarán la volatilidad y la carencia de concentración, es muy divertido, y llega a sorprender al incluir acepciones que uno desconoce de algunos términos. Y otra cualidad: aunque no le saca a la vulgaridad, no se empantana ni se regodea en ella; no se calienta con las expresiones sexuales (como unas que conocí y que sigo conociendo) y las valora con justicia, pero sin que le dé más importancia que a otras, que tienen más sentido en términos laborales, políticos o socioeconómicos.
Por último, vale la pena resaltar que ni Mejía Prieto ni Manjarrez ni Iglesias incluyen una bibliografía exhaustiva, aunque de pronto sorprenden algunas actitudes: Iglesias no aporta ningún dato sobre diccionarios de mexicanismos (tan etnocentristas, los españoles); Manjarrez no menciona ninguna novela (alguna de las suyas serviría de ejemplo de algunos términos) y Mejía Prieto incluye un diccionario de mexicanismos publicado en 1931 en Puerto Rico; Martín no pone bibliografía, aunque su Nota Preliminar (me abstuve de decir Introducción) es la más académica, la más formal y la que aporta una mayor comprensión de las germanías.

(¿No sería mejor, para ellos y para nosotros, que los profesores de las escuelas secundarias se abstuvieran de ordenar a sus alumnos que visiten la Feria de Minería, y mejor los ayuden a leer? Los pobres no saben cuáles editoriales visitar, qué libros les ayudarían a entenderse, o a divertirse, y lo que hacen es tomar fotografías con sus teléfonos celulares, estorbar, echar relajo, e impedir que algunos días sea transitable la feria.)

PD. En la nueva temporada de Bones, la generalmente fría Emily Deschanel supera por mucho a sus compañeras del programa, siempre muy guapas. Es probable, dicen, que por estar recién casada cumple con los requisitos de la mujer feliz, es decir, con los tres participios pasados.