sábado, 25 de junio de 2011

¿Qué dijeron?

Ya hablé alguna vez en público (en privado muchas) de este asunto, y se me catalogó, y más en privado, como obsesivo, que me fijo en detalles que no existen (sic), que en realidad los autores no querían decir lo que dijeron, o que es mi imaginación; otros, más de acuerdo conmigo, saben que el subconsciente y el inconsciente saben de razones que conscientemente ignoramos. El hecho es que en la canción mexicana, escondidas tras declaraciones sentimentales y al parecer cándidas, asaltan las verdaderas intenciones, por lo regular lujuriosas (en su primera acepción) o lascivas, que aunque parecidas no son lo mismo.
No hablo de los descuidos inocentes, como el de Esperón y Cortázar en “Cocula”, (“se me vino de repente”, que es la respuesta a la adivinanza de “la canción de la eyaculación prematura”), ni de las frases que con el paso del tiempo cambian de significado, como en la canción de los Locos del Ritmo, “qué dirían de mí, qué dirían de ti, qué diría la gente si me viera todo el día haciéndote el amor”, o los albures descarados y burdos (“Ahi lo trais”, de un Marco Antonio Campos que no es el poeta, y que cantó con toda vulgaridad Pedro Infante) o albures finos (algunos de los de Chava Flores en casi todas sus canciones, notoriamente “Tomando té”), estos últimos casos desde luego intencionales.
Son otras canciones que, entre alguna frase, se cuela otra más reveladora; las hay intencionales pero no para alburear, sino para declarar un amor hasta hace poco considerado ilícito o innombrable, como “tú me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas… yo no concebía cómo se quería en tu mundo raro, y por ti aprendí”; o las declaraciones de que importa más el presente que el pasado (“déjame imaginar que no existe el pasado, y que nacimos el mismo instante en que nos conocimos” –que también interpretó Pedro Infante, aunque fue éxito de Lucho Gatica), o el riesgo de lo desconocido (“y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir una mentira… que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”, inusitada dentro del repertorio del machismo inteligente de José Alfredo Jiménez).
Hay diferentes categorías, como el relato sucinto del faje que lleva a la incontinencia amorosa (“comenzó por un dedito y la mano agarró… y de un beso el estallido cambió de pronto el juego en el más dulce amor”), al deseo apresurado (“mirando tu retrato me consuelo”, epígrafe ideal para una revista erótica de buen gusto), la satisfacción absoluta (“tanto tiempo disfrutamos de este amor”) que confiesa actos demasiado íntimos (“en los labios llevas ya sabor a mí”) y que no disimula la petición (“chupa que chupa que es más sabroso”, más sincera que “en la dulce sensación de un beso mordelón”, y que insinúa “yo quiero ser un solo ser y estar contigo”, descripción muy exacta y literaria del acto amoroso) y que apenas es más sutil que la confesión total y que Emilio García Riera consideraba digno del gusto del servicio doméstico nacional (“llévame si quieres hasta el fondo del dolor, hazlo como quieras…” y que hace una confesión inesperada: “ya no soporto la terrible soledad, no con un beso nada más…”); aunque el beso más descriptivo es de Lara: “me arrodillé pa’ besarte y así entregarte toda mi vida”.
Hay autores muy conscientes de lo que dicen, y se atreven a decirlo sin tapujos, como María Greever (“porque un beso como el que me diste nunca me habían dado, y el sentirme estrechada en tus brazos nunca lo soñé… como esperan las rosas sedientas al rocío, con esas mismas ansias te espero yo a ti”; “en el rumor de una ola depositamos los dos nuestro secreto de amores que en el mar se sepultó… ola que con tu blanca espuma sin precaución ninguna bañaste sus pies, ola que su cuerpo tocaste y sus labios besaste, vuelve otra vez”). Más directo, Agustín Lara a veces rememora, no a Amado Nervo, como solía decir Monsiváis, sino a Leopoldo Lugones (El mar, lleno de urgencias masculinas, / Bramaba alrededor de tu cintura, / Y como un brazo colosal, la oscura / Ribera te llamaba. En tus retinas, // Y en tus cabellos, y en tu astral blancura, / Rieló con decadencias opalinas / Esa luz de las tardes mortecinas / Que en el agua pacífica perdura. // Palpitando a los ritmos de tu seno, / Hinchóse en una ola el mar sereno; / Para hundirte en sus vértigos felinos // Su voz te dijo una caricia vaga, / Y al penetrar entre tus muslos finos, / La onda se aguzó como una daga. –Océanida --; “Arroyo claro que en tu murmullo le das arrullo al cañaveral, / hilito de agua que hace cosquillas a mi vereda y a mi jacal. / Son tus guijarros un collarcito con el que adorno mi corazón. / ¡Cuna de plata de la mañana, que en la montaña se hace canción! / Yo tengo celos, celos mortales, / porque tú bañas su lindo cuerpo lleno de luz / y tengo celos de tus espumas y tus cristales, arroyito de plata, mi rival eres tú.” –“Arroyito”, Lara).
Pero Lara es mucho más directo en otras canciones, a veces con intención rencorosa (“vende caro tu amor… aquél que de tus labios la miel quiera, que pague con brillantes tu pecado”, aunque es mucho más de ardido “espero a que te pongas más barata pues algún día bajarás de precio” de los hermanos Martínez Gil); o más rendido pero con la misma intención, en “cada noche un amor, distinto amanecer, diferente visión”, o más festiva, la narración de la aventura en Acapulco, sin importar su pasado de ella (“amores habrás tenido, muchos amores… pero ninguno tan bueno ni tan honrado como el que hiciste que en mí brotara” –órale–, o “la blanca tibieza que derramaste en mí”, todos estos versos de una sinceridad sin lugar a dudas de la sensualidad, notoriamente extramarital).
Meloso, Lara se insinúa, ofrece, a veces reclama, pero su reclamo no es el mismo que quien se queja “Ay, amor, ¡qué malo eres¡”, o del que menos enojado y más bien perdonando, “yo te agradezco con toda el alma tu noble empeño”, espléndida en la voz de Eva Garza; Lara no es dubitativo, como Osvaldo Farrés, quien suplica “por lo que tú más quieras, hasta cuándo, hasta cuándo”, o como Gatica, quien confiesa “No sé decirte qué pasó”; es inequívoca la confesión de Pedro Flores, “por más que se oponga el destino, serás para mí”, porque no hay que preguntar para qué; más orgulloso de la confesión es el anónimo compositor de “un beso a la medianoche y el otro al amanecer”. Igual de orgulloso y presumido es el que se ufana: “¿Quién si no fui yo pudo enseñarte el camino del amor?”, aunque a continuación, penoso, confiesa “muerta mi altivez cuando mi orgullo rodó a tus pies”; “Recuerda un poquito quién te hizo mujer”, alardea José Alfredo por aquello de que siempre hay una primera vez.
Pero la canción mexicana está llena de frases inequívocas, y si las mostramos aisladas, son reveladoras; las siguientes, de canciones de múltiples compositores desde los más finos (Alfonso Esparza Oteo) hasta otros menos sutiles, hablan de actos propiciatorios hasta culminaciones: “Acércate más, y más y más, pero mucho más”; “¿Qué no estás tú viendo que lo estoy queriendo sin saberlo tú?” “Porque tal vez será nuestra última noche de amor”; “Pero cómo le explico a mi corazón cuando extrañe en las noches tu piel, tu voz: te fallé como amante”; “Pero a fuerza no será”; “Lo mismo pierde un hombre que una mujer”; “Voy a mojarme los labios con agua bendita”; “Pero voy a sacar juventud de mi pasado” (ideal para promover medicamentos milagrosos); “No quiero que te vayas, la noche está muy fría, abrígame en tus brazos hasta que llegue el día. La almohada está impaciente”; “Te tuve una vez muy dentro de mi corazón”; “Ya no me importa lo que digan los demás”; “Quisiera ser el primer motivo de tu vivir; estar en ti en la misma forma que estás en mí… esa ilusión de amor que se siente una sola vez” “…y hacer de cuenta que hoy nos conocimos”; “Por fin ahora soy feliz, por fin he realizado el amor soñado en mi corazón”; “Lo que he sufrido al sentir tu decepción”; “Que me diste tu amor por equivocación”; “Yo sé que soy una aventura más para ti, que después de esta noche te olvidarás de mí”; “Cuando me asalta el recuerdo de ti, siento en el alma mortal soledad” (es mejor la de Tin-Tan: “Cantando en el baño me acuerdo mucho de ti… y es que cuando me froto, pues yo me acuerdo...”; “Naufragué en el verde mar luminoso de tus ojos, pero al fin pude alcanzar la playa ardiente de tus labios rojos”; “El vicio, el vicio, el vicio de quererte me domina” “Yo haré palpitar todo tu ser”; “Es el error que ahora con dolor pagamos los dos”; “Hace tanto tiempo que estoy divagando, con la fiebre intensa de este cruel martirio, sigue sin piedad sin compasión callando, y tú no me dices ni que sí ni quizá ni que no”; “Y pensar que tuve tan cerca otros labios y los desprecié; pero no me quejo, fue maravilloso lo que te robé”; “Cantando por el barrio del amor”; “Qué caro estoy pagando por quererte, ay cariño” “De mi pasado preguntas todo, que cómo fue”; “Entrégame tú la caricia suprema de amor, con luz en la mirada que ahuyente esa lágrima tuya y olvide el dolor”; “Me gustas mucho, mucho, pero mucho”; “Tú sabes que somos dos amantes que vivimos dos vidas diferentes”; “Como un duende yo sigo tus pasos, para ver si tan sólo eres mía o repartes tu amor en pedazos”; “Si ella te dio su querer tú se lo debes pagar”; “Tuve que pagar albricias por ser tan afortunado”; “Cuando sientas el hastío de otras tierras volverás”; “En la penumbra vaga de la pequeña alcoba, donde en aquella tarde te acariciaba toda”; “El corazón que una noche muy confiado te entregué, y sin ver que me engañabas en tus manos lo dejé”; “Si mi más grande amor tan pequeño lo ves” (otra confesión penosa); “Los dos estamos ahora frente a frente; los dos sabemos lo que el alma siente”; “Te llevaste mi vida con tu prisa y me dejaste inmensamente triste”; “Mas hoy sé que has jugado conmigo, satisfecha quizá ya estarás. Ríete nomás, ríe te digo”; “Quién pudiera pagarte un minuto de amor”; “Chacha, mi chacha linda” (favorita de diversos escritores mexicanos calificados de chirriscos); “Yo que fui del amor ave de paso”; “Amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor; ya me dijo que estoy en la gloria de tu intimidad; cuánta envidia se va a despertar” (la más explícita de todas las citas); “Cuéntale, cuéntale” (reto de Nydia Caro); “Yo sé que nunca llegaré a la loca y apasionada fuente de tu vida”; “Íntimo secreto, confesión de amor”.
Fuera de contexto, los Tlamatinis encontraron en la confesión de Roberto Carlos, de que una de sus canciones favoritas, y que hasta entonces era de las que más cantaba, “Amapola, lindísima Amapola”, cuando a principios de los setenta lo entambaron por posesión de drogas, la razón de todo. Seguiré en la próxima.

Los últimos nueve días han sido angustiosos, de azoro, susto, incertidumbre, y finalmente alivio. Ahí la llevamos, todo ha salido mejor de lo que esperábamos. Hace poco un historiador se explicaba la crisis por lo corrupto que somos los mexicanos. No sabe lo que dice, nos confunde con los gobernantes: gente que se acercó a ayudar, que nos avisó lo sucedido tratando de infundir esperanzas, gente que pudiendo aprovecharse se comportó con una honradez, una limpieza ejemplares; gente que aun con el espanto en el rostro hizo más allá de lo humano para auxiliar; médicos, enfermeras, personal administrativo de un hospital de gobierno que desmiente lo que opinamos de ellos sin entender su trabajo. Y como siempre, llenos de amigos que muestran su humanidad, su entereza, su grandeza, y de quienes nos sentimos orgullosos. Ahí la llevamos gracias a ellos. Y queda la certidumbre de que nada hubiera sucedido si las autoridades no fueran tan corruptas, si no beneficiaran a las grandes industrias; ahora sabemos a qué estamos expuestos si permitimos que esos grupos, disfrazados de todas las tendencias políticas a las que denigran, sigan empeñados en conservar o adquirir o recuperar el poder.

(Sus coreografías son espléndidas, las voces de sus actores, admirables, las tramas divertidas y a veces interesantes, además de la belleza de algunas de sus protagonistas y de sus invitadas; pero preferir las versiones de Glee es como preferir leer a Dèja Lu en vez de a José Emilio Pacheco.)

En el portal de El Universal, Edición Impresa, Hemeroteca, en la edición del 26 de junio, en Columnas, El Librero, con reseñas de los cuentos y los poemas completos de Borges, y cuatro libros más.

domingo, 12 de junio de 2011

Manos arriba (o toccata y fuga)

Son varias las personas que han señalado un fenómeno que no sé cuánto tiempo dure: si la muerte era pública y el sexo privado, desde hace unos pocos años es a la inversa: uno se entera tardíamente del fallecimiento incluso de gente famosa, como la excelente cantante Phoebe Snow, aquella que hace dueto con Paul Simon en “Gone at Last” y le hace coros en “50 Ways to Leave Your Lover”, ambas de Still Crazy After all these Years, considerado el mejor álbum de 1975; falleció el 26 de abril, sin que hubiera apenas unas notitas breves, perdidas, en unos pocos periódicos; o el de Captain Beefheart; ambos fallecimientos hicieron ruido en el mundo de la música, pero sólo nos enteramos de su fallecimiento por las revistas especializadas; de la vida sexual de estrellitas, estrellados y futbolistas (y beisbolistas: Álex Rodríguez debe sus constantes slumps a sus parrandas con Madonna y últimamente con Cameron Diaz, aunque Derek Jetter no se vio afectado en su juego por su romance con Jessica Alba, aunque por un buen rato tuvo que andar cantando “la última noche que pasé contigo quisiera olvidarla pero no he podido, la última noche que pasé contigo, hoy quiero olvidarla por mi bien” –“si no fuera por la penicilina”, como me confesó uno de los más nobles e inteligentes economistas y funcionarios mexicanos) la exponen cada semana las revistas dedicadas a los chismes del espectáculo: con quién, cómo, cuántas veces, en qué horarios, con la mujer de quién (como decía la muletilla de los años cincuenta); sin rubor confiesan, haciendo como que se arrepienten, recién casadas y recién divorciadas, y hacen alarde de sus habilidades que quieren hacer coincidir con sus medidas, y que casi siempre están en proporción inversa a sus cualidades histriónicas. Ven con orgullo cuando son incluidos en las listas de los adictos al sexo, aunque no caen en el exceso de tener que acudir a terapia, como lo hizo Michael Douglas, quien no se apenaba de sus malas actuaciones, sino de sus inoportunas erecciones en pleno set, delante de los técnicos, y que no siempre inhibían a sus coestrellas.
Eso, que debería pertenecer al ámbito de la intimidad, es abordado también en programas radiofónicos y televisivos, con alardes y a veces con envidia. Pero aparece en otro tipo de programas, no en el del chismorreo sino en series, telenovelas (soap operas) y películas, en todo tipo de horarios. No sólo en el programa que parecía más la autobiografía de su principal protagonista, Charles Sheen, sino en programas supuestamente familiares, o en los que se elogia a los nerds, donde se plantean los cariñitos de un instante a las que no hay que volverlos a ver, porque se ha descartado que por una o varias experiencias piloto sean calificadas las mujeres como se catalogaba a las que iban al cine con más de uno, aunque haya sido en diferentes etapas. Desvirgar ya no significa condenar a una soledad arrepentida por la adolescencia apresurada; en todo caso hay que ver que hace un siglo ya había quienes no se escandalizaban por ello; sólo basta echar una mirada a la postura de Alfonso Reyes frente al enamoramiento de Amado Nervo por su hijastra Margarita.
Hay algo más: más superfluo y a la vez más visible; lo que califican como “ass grab”, “ass pinch” y “ass slap”, que si se hicieran en los vagones del Metro merecerían dos años de cárcel o una multa alta, más el calificativo de “conducta antisocial”, pero que son muy aplaudidas, con el perdón, en cine y televisión estadounidense. En un episodio filmado en 2009 pero que acaba de transmitirse, de NCIS, Robert Wagner, que debe asistir a una fiesta para descubrir a unos conspiradores, acompaña a Cote de Pablo, llamada Ziva en la serie, y está a punto de palpar el trasero de la actriz, que se ve más carnoso por la ropa que lleva; se abstiene ante la advertencia de otro personaje. Pero es de los pocos que se abstiene, y se ve que a disgusto (en otro capítulo se ve la mano de un hombre en el trasero de Ziva, y nada inmóvil, por cierto).
Decenas de actrices, casi todas actuales, son nalgueadas en alguna serie; como algo insólito en los años ochenta, Katey Sagal, al final de uno de los muchos capítulos de Married with Children, sufre el manoseo de su suegro, en una escena que queda congelada, cuando sube una escalera; en un capítulo de un programa con audiencia para todo público, Shelley Long sufre el pellizco de un niño vestido de beisbolista; mientras que ignoramos la reacción de Sagal, Shelley Long brinca asombrada y sorprendida, por el dolor y por el que la pellizca. Pero la cantidad de nombres de actrices a las que tocan, soban, palpan, golpean o pellizcan, es asombrosa; van desde las que no tienen otro mérito que una amplia zona donde las palpen, soben, acaricien o pellizquen, hasta las que nadie se ofende si se les califica de actrices; desde la especialista en papeles de sosa, como Lisa Kudrow, a su amiga calificada de cachonda pero sólo en la intimidad, Jennifer Anniston (ésta, muchas veces, como que representa a la vecina sensual); la muy capaz y sobria Carmen Maura a la menos sobria Salma Hayek (Maura colabora con su compañero, porque aunque está ocupada leyendo un documento, se acomoda, se sube la falda hasta dejar descubierto todo el muslo, y se vuelve un poco para que le toque el glúteo con más comodidad; Hayek en cambio respinga, pero no le queda más que aguantarse). Hay algunas que se hacen las disimuladas, mientras que otras responden con empujones, bofetadas, o cuando menos con protestas; a algunas las manosean aprovechando un baile (con disimulo su pareja resbala la mano hasta la parte superior de una asentadera, a lo que ella reacciona quitando la mano de la pareja; otros en cambio bajan las dos manos y las posan en ambas posaderas –cartón de cerveza, en el argot mexicano–; en igual número, ellas respingan, se separan y protestan, o se acomodan para que las sigan acariciando, y no pocas responden poniendo sus manos en las posaderas de ellos); en otras, ellos aprovechan las circunstancias y las manosean abiertamente, aunque la mayor de las veces son toqueteos circunstanciales, fugaces, “tocata y fuga”, pero en otras, como esperando a ver si se saca partido de la situación. Hay manoseos en cintas célebres, como en Río Lobo, donde John Wayne da una nalgada inocente, como de camaradería, a una muy joven y bella Jennifer O’Neill, sin que ella se ofenda ni sienta provocación (hace unos años los ingleses se quejaban de que sus esposas, al terminar el acto sexual, indicaban con una nalgada que ya podían levantarse; cuando ellos comenzaron a hacer lo mismo, ellas se sintieron objeto sexual). En Dick Tracy Al Pacino estimula los pasos de baile de Madonna con nalgadas correctivas; en Matrimonio a la italiana, Marcello Mastroniani saluda con una nalgada amistosa a Sophia Loren; ésta, sin embargo, en otras cintas es reconocida por sus alternantes con un saludo sonoro, pero poco erótico. Ya mencioné en otros escritos las nalgadas de Clark Gable a Joan Crawford, los de Pedro Infante a tres (había dicho dos) extras en Los hijos de María Morales, Jorge Negrete a Lucha Reyes, Andrés Soler lo hace en otra cinta, con mayor picardía, a una extra muy atractiva, y otra vez Marcello Mastroiani a Faye Dunaway, y a Julissa un extra, y al que ella increpa "para eso son, pero se piden").
No son pocas las que sonríen; son más las que se indignan, y aún más las que se quedan calladas; son las que hacen papeles de meseras, obreras, asistentes a un centro nocturno; en otras (Susan Sarandon) no se ve la mano acariciando, pero ella respinga de una manera muy natural y espontánea, y no se sabe si por buena actriz o porque necesitó del estímulo manual; el papel que hacen no les permite echar bronca, aunque alguna, que simula ser mesera de fonda para camioneros, derrama un líquido sobre el agresor.
Aunque Jennifer Anniston es de las más manoseadas, le ganan de calle Jennifer Lopez, y sobre todo Sandra Bullock, de la que he contado siete escenas en las que la tocan en diferentes partes del trasero; en alguna, como la ayudan a bajar una escalera, no puede más que hacerse disimulada; en otras permite el manoseo porque la observa la familia de él, y ella quiere “marcar territorio”, y agrega una sonrisa maliciosa, no tanto por la caricia como por la cara con que la observan; en todas esas escenas, Bullock parece consentir el manoseo; otras lo aprueban, y otras se comportan con indiferencia, como si nada hubieran sentido; sin embargo, no hay que olvidar que se trata de una zona erógena, y que debía excitar a quien toca como quien es tocado (otra característica reciente: las mujeres opinan de traseros masculinos, y no son pocas las que se adelantan en el toqueteo, desde aquel comercial de Splendor Champú, en el que una mujer bella posaba intencionalmente la mano en un glúteo de quien se supone la acompañaba). ¿Tocan por sentir, por incitar, por palpar, por comprobar que no es “la engañadora”?
No es no, dictan las leyes; ¿y cuando no dicen no? La proliferación de esas escenas no es gratuita; sucede incluso en cintas de dibujos animados; en ellas la sufren, o la disfrutan, actrices o actricitas como Adriana Aguirre, Jessica Simpson, Reese Witherspoon (en una situación incómoda, en un elevador, delante de mucha gente), Hillary Duff, Eva Mendez, Jamie Presly, Alyssa Milano, Kristen Bell, Anna Belknapp, la niñera Fran Drescher, Sofía Vergara (muy a menudo), Vida Guerra, Rossy de Palma, Verónica Furqué, Paloma Montero (en una escena que dura más de un minuto, y con claras intenciones obscenas), Teri Hatcher (como una muy improbable mesera), la delgada y fina pero no menos atrevida Calista Flockhart, Laura Antonelli (también muy a menudo), la cazavampiros Sarah Michelle Geller, y, entre otras muchas más, Penélope Cruz (más audaz que casi todas resultó la mano traviesa de Penélope Cruz en el trasero de Salma Hayek, fuera de los sets, en plena calle, ante la mirada de curiosos y de un fotógrafo que la difundió en todo el mundo; Cruz debió ofrecer disculpas; Hayek no comentó nada). Madre e hija, Goldie Hawn y Kate Hudson, han sido palpadas con fuerza, en diferentes cintas, desde luego. Bueno, hasta Joyce DeWitt, que hacía papel de estorbosa y poco atractiva, fue manoseada más de una vez en Three’s Company.
Algunas de esas escenas son graciosas; otras muestran el acoso laboral, estudiantil, social que deben aguantar las mujeres; otras parecen preámbulo a una relación menos fugaz aunque el contacto sea fugaz; algunos de los actores parece que no pueden contener la excitación que sienten al observarlas, vistan o no de manera provocativa. La mayoría de las escenas muestra sólo el poderío masculino; que a veces salgan respondonas es otra cosa, pero por lo general no muestran deseos de conquistar, sólo de nalguear.
¿Las prohibirán las autoridades, que tratan de evitar que eso suceda en la vida real?

¿Quién es el escritor conocido como “Dèja Lu”?

Aunque no haya aparecido en el portal de El Universal, puede leerse la columna El Librero si entran a Edición Impresa, de allí a Hemeroteca, en domingo 12, y en las columnas. Cinco notas de cinco libros interesantes.

martes, 7 de junio de 2011

Enfermedades reales, enfermos imaginarios

Tengo antecedentes; debería ser como mi padre, a quien, para aliviarse las pocas veces que se enfermó, le bastaba con comprar las medicinas y traerlas en la bolsa del saco, sin necesidad de ingerirlas; a veces ni las compraba, la receta del doctor Díaz Valencia o de Feria Medina era suficiente para sanarlo. Mi madre en cambio se sabe la fórmula de todas las medicinas que hay en el mercado, y hasta algunas que ya desaparecieron, como el Enterovioformo, y para qué sirven; uno de mis tíos, considerando que algún día debían extirparle el apéndice, se presentó en el sanatorio que estaba en el condominio Insurgentes y logró que lo operaran al día siguiente, en una travesía casi tan divertida como cuando a Novo le extirparon el apéndice, y temía que en ese hospital no supieran cuál era el apéndice.
Hay muchos chistes sobre los hipocondriacos, pero somos muchos, y además expertos en enfermedades, tratamientos y consecuencias de los tratamientos. Gracias al Diccionario de Especialidades Farmacéuticas, que tiene el buen humor de poner la fecha de su caducidad en la portada, estamos aterrorizados cada vez que el médico nos receta un medicamento cuyos componentes, advierten, pueden curar, o causar la muerte, asegún, pasando por diferentes etapas, como inflamación de las manos, pérdida de la sensibilidad (no dicen si emocional; estaría bien), atarantamiento, pérdida de la conciencia; lo que no advierten es que la somnolencia es natural al ingerirlas, y cuando a la hora de tomarlas uno comienza a sentir sueño, intenta vencerlo porque dormido uno no va a sentir a qué hora regresa la sensibilidad.
Van dos veces que me atacan esas reacciones; una, en los años sesenta, por tomar dos antigripales en vez de uno: no pasó de una hinchazón en los labios y la aparición de unos granos que tardaron un mes en desaparecer; otra, hace cosa de un año, cuando una comida me provocó una infección que no cortaba ni el Treda, ahora de venta restringida; dos analgésicos en menos de dos horas hicieron efecto: no suprimieron el dolor, pero apareció la insensibilidad creciente en el lado derecho de la cara con un poco de inflamación; desde entonces cargo un antiestamínico a todos lados, por si las dudas.

Antes pensaba que la mejor lectura para los hipocondriacos era la Enciclopedia Espasa-Calpe, y me parece increíble que grandes lectores de diccionarios y enciclopedias no hayan advertido sus cualidades: trae los síntomas de cada enfermedad, la intensidad de los dolores, y la inminencia del peligro, con una exactitud que ni los médicos pueden reproducir; muestra de tal modo las diferencias entre una apendicitis y una colitis, por ejemplo, que un enfermo imaginario no puede dudar cuál es el mal que lo está aquejando; ilustra al lector sobre enfermedades poco frecuentes, lo que permite lucirnos: “tuve traqueítis”, que desde luego intentan corregir: “¿no será traqueatitis?”, y más nos lucimos al explicar la enfermedad, la causa, la duración del mal, la convalecencia y el nombre, y otros ilustres que la hayan padecido. No están excluidas más que las enfermedades nuevas que asustan a la gente para luego decir que no fue para tanto, pero qué bueno que nos asustamos y así aprendimos que hay que estornudar sobre la “parte interna del codo” (¡) y lavarse las manos seis veces al día. Pero hasta las enfermedades descontinuadas están descritas con tanta pasión que uno sabe que no las escribió un médico, sino un médico hipocondriaco. Aunque la coreomanía y el sudor inglés nadie las describe mejor que Ruy Pérez Tamayo.
Envidio a los mejores hipocondriacos; las enfermedades reales e imaginarias que sufrió Salvador Novo (y que sigue sufriendo: los malos lectores) son documentadas de manera magistral: sus gripes anuales eran motivos de crónicas estupendas, divertidísimas, que además le permitían desahogarse contra el patrón Elías, que regularmente era quien se la transmitía en sus comidas semanales; cinco o seis de ellas están entre sus mejores ensayos; y se cebaba en otros, como cuando don Daniel Moreno resbaló en la Capilla, se fracturó una pierna, y Novo pensaba que podía ser el motivo por el cual Moreno dejara de escribir durante varias semanas. O la ya referida extirpación del apéndice, innecesaria, pero sugerida por su jefe Carlos Chávez quien no soportaba la idea de morir solo a consecuencia de la operación de un apéndice inútil (ni tan inútil: acaban de descubrir que tiene una función que antes desconocíamos, enfermos reales e imaginarios, y nuestros médicos).
Carlos Monsiváis, quien tanto le debió a Novo, no recibió como herencia la hipocondria, como sí la recibieron José Antonio Arcaraz, que era un hipocondriaco extraordinario, y José Ramón Enríquez, quien ha padecido unas magníficas enfermedades imaginarias, pero su médico lo ha desencantado al comprobar que esas enfermedades no podía sufrirlas él.
Otro hipocondriaco excepcional lo ha sido José Luis Cuevas, cuyos relatos son ejemplares, pero que no puedo reproducir porque el libro que los recopilaba fue extraído de mi casa por una seudoperiodista, PT (pronúnciese como quiera el lector) que acompañaba a Héctor de Mauleón y a Alejandro Toledo, con el pretexto de que iba a ser una reseña que ni entregó ni devolvió el libro, lamentablemente agotado.
No tan buen hipocondriaco era José Donoso, porque las enfermedades imaginarias las convertía en reales; un hipocondriaco con limitaciones es Carlos Fuentes, a quien sólo le aparece una úlcera, y la combate escribiendo; los otros males no lo han atormentado tanto como las úlceras, y han sido reales; por fortuna, las ha combatido precisamente por el miedo del hipocondríaco, y no ha dejado que avance, como muchos que no hacen caso de los síntomas.
Claro que los médicos le sirven poco a los hipocondriacos; los inteligentes, como Carlos Macías, porque se abstienen de decirle al paciente cuál es la causa de su malestar, y lo dejan con la duda; otros, menos inteligentes, reaccionan con indignación: “no tiene usted nada, sólo tiene que cuidarse”. Por ellos, los insensibles y poco inteligentes, es la no tan infrecuente lápida “Se los dije” (que necesita un corrector: lo correcto es “se lo dije”, porque el verbo es singular). O “¿No que no?”, a la que le ponen acento indebido en “que”. Hay médicos con los que uno no puede comer, porque se la pasan advirtiendo de peligros, pero sin proponer opciones gastronómicas.
Pero eso es para los malos hipocondriacos, los que sufren una enfermedad imaginaria pero que desean tenerla, para así hacer sentir culpables a los cónyuges y a los hijos: “¿ya ves que no estaba fingiendo?”; los hipocondriacos buenos padecemos solos, a lo mucho atosigamos a una o dos personas; el hipocondriaco tiene cruda y se siente morir, como mi amigo RV; tiene colitis y ya se siente operado del apéndice; el buen hipocondriaco es como García Márquez, quien fingió tan bien un padecimiento sólo para quedarse a oír chismes inconvenientes para su edad, y a causa de ello le extirparon las amígdalas; el hipocondriaco real tiene gastritis pero no deja de sazonar con salsa mexicana hasta los chiles rellenos y los ñoquis.
Somos bombardeados: en medio de una película divertida como Mi querido Capitán, promueven remedios contra la inflamación de la próstata, contra el ardor de las hemorroides o del pie de atleta, o para combatir la diabetes, y le dejan a uno la preocupación: “o sea que…”, se queda uno pensando. Los doctores crueles dicen “ha de haber una infeccioncilla leve por ahi. Pero no deje de avisarme, aunque sea a medianoche”, y ahí va uno corriendo al Diccionario de Especialidades Farmacéuticas para ver qué males combate el medicamento recetado, qué pasa si se lo toma uno con cerveza, o peor, con leche (porque anula el efecto benigno de los antibióticos, aunque por otro lado amortigua los efectos efímeros pero temibles de algunas medicinas, que provocan gastritis), qué inconvenientes puede provocar aunque uno no haya dado muestras de alergia a sus componentes; con qué otros medicamentos no debe combinarse, y en cuánto tiempo se espera que haya reacción.
A Salvador Novo un médico cruel le recetó, no sólo medicamentos incómodos para la gastritis, también lo condenó a una dieta de campo de concentración; ante sus quejas, el médico le dijo que era esa dieta lo mejor para combatir los malestares; “yo mismo la llevo”; Novo se vengó invitándolo a una cena; lo sentó a su izquierda; los meseros comenzaron a servir un mole de olla que todos vieron complacidos; al llegar al médico, y a Novo, los meseros se fueron a la cocina con el mole de olla y le llevaron a ambos un caldo insípido y unas piezas de pollo hervido; el médico protestó: “yo quiero mole de olla”; “usted y yo somos los enfermitos, es la dieta que tomamos”; “¡está usted curado, ya no necesita la dieta, que nos sirvan mole de olla a los dos!”; pero no todos los médicos son igual de rápidos para curar. Hay unos más crueles, como aquel acto de los Polivoces, en que un dentista tenía el letrero que anunciaba los precios: “extracción sin dolor, 50 pesos; extracción con dolor, 500 pesos”, y cuando el paciente se quejaba, advertía: le va a salir más caro. Los dentistas son antihipocondriacos, porque en cuanto uno abre la boca, exclaman: “Uy, ¿por qué no vino hace dos años?”. Carlos Fuentes dice de uno de sus personajes que era “más mentiroso que un dentista”. Pero no hay que dejar de temerle, sobre todo después de leer Los Buddenbrook.
Porque los auténticamente crueles son los que palpan el vientre y comienzan a sugerir síntomas que uno no había sentido, y que surgen en ese momento, provocando entusiasmo en el enfermo; y después de todo, afirman: tómese un tecito de manzanilla en la nochecita.

Cuatro o cinco veces he tenido apendicitis, mi enfermedad favorita de la adolescencia, pero Feria Medina la descartó en todas las ocasiones; de las diez veces que he contraído traqueítis, sólo dos veces ha sido reales; tuve pulmonía en agosto de 1959, cuando salí al frío la noche en que José Medel derrotó por decisión al Toluco López, el primero de ese mes, en la Arena México, aunque varias veces he creído que un ligero resfriado es pulmonía; en cambio, con la influencia, ni me di cuenta; he combatido la gastritis porque en la peor época me pasaba la noche esperando un infarto, por el dolor invasivo, hasta que en un capítulo de Quincy vi la similitud de los síntomas y me pareció despreciable; la combatí, sin eliminarla, porque no es para tanto, con sólo dejar de cenar leche condensada, o tomando un digestivo después de comer mole. No dejo de creer que los lunares que siempre he tenido son nuevos, o han crecido.
Pero mi condición de hipocondriaco honorario me permitía asustar a los compañeros de trabajo, todos hipocondríacos inexpertos; cuando relataban los síntomas me adelantaba al diagnóstico del médico y adivinaba qué medicina le recetarían, la dieta, el tiempo en que tardarían en sanar, pero agregaba los peligros, reales o imaginarios, que además no podían combatir porque el horario del periódico obligaba a desayunar a mediodía, a malcomer en la noche, y a llegar a cenar en pleno sereno. Ayudé a sanar a varios, pero provoqué angustia en la mayoría, le advertí del peligro que representaba la comida que más apetecían, y amenacé con crisis irremediables si probaban una vez más su bebida favorita. Los hipocondriacos no tenemos por qué sufrir en soledad. No es justo.

En el torneo de tenis de Roland Garros hubo varios aspectos que hay que destacar: el reconocimiento de alguno de los cronistas de la obligación del periodista a no tener favoritos en un juego; su incapacidad para ver las cualidades de la campeona Na Li, o el berrinche cuando Federer hacía una buena jugada; también, que uno de los defectos de Sharapova es que es muy mala perdedora, lo cual es una advertencia para su marido; lo más admirable es que el público todo usaba sombrero; los médicos mexicanos están advirtiendo de la necesidad de que regrese la moda que interrumpió López Mateos, y ya cuando van a comprarlo, los pacientes lo usan como paliativo, no como protección. De pronto, en el Metro, en el pesero y en algunos restaurantes vuelve el sombrero, pero no lo usan los pelones ni los calvos, y los modelos disponibles no se sabe si son masculinos o unisex; ojalá que los sombrereros recapaciten y vuelvan a traer tantos modelos como había en los ochenta, cuando estuvo a punto de ponerse de moda otra vez, y como está de moda en París.