sábado, 26 de junio de 2010

Cuando el futbol era un deporte... / II

Cuenta Enrique Krauze que asistió a la inauguración del estadio de la Ciudad Deportiva; la primera vez que vi a un equipo entrenar fue en el parque 18 de Marzo, en Insurgentes Norte; fue el Atlante, en la cancha mayor de las varias que había entonces; supimos que entrenaría allí porque Jesús Desachy, quien se acababa de cambiar a la calle de Fortaleza, en la colonia Industrial, tenía un hermano en las fuerzas menores; José Luis Desachy luego fue uno de los mejores medios del Atlante, luego del San Luis Potosí y del Veracruz. Muchos años después lo entrevistamos Refugio Melchor y yo, y nos confirmó que el Atlante era tan pobre que no sólo entrenaba en un parque público, también a veces en glorietas y hasta en camellones.
Jesús Desachy nos enseñó las mañas del deporte, cómo no dejarse engañar por las gambetas (adoré un tango que dice “gambeteabas la pobreza”), y me enseñó también a ver el juego, que había descubierto y me había aficionado porque Jaime, Jorge y Humberto se la pasaban hablando de los grandes jugadores de ese momento, y sabían las hazañas del Pirata Fuente y de Horacio Casarín.
Mi padre, aficionado al beisbol, consintió en llevarme a una jornada doble de un Pentagonal, la noche en que Pedro Dellacha fracturó una pierna a Pelé y el Necaxa derrotó a Santos de Brasil 4-3; apareció por entonces un libro editado por Novaro: La historia al día del futbol mexicano; allí me enteré de la existencia de Amadeo Carrizo (a quien vimos en un Pentagonal o un Hexagonal), Ricardo Zamora, y los entonces vigentes Gordon Banks, Mazurkievics y Yashín, por entonces considerado el mejor del mundo. Sabíamos que Carrizo había anulado varias veces los ataques de Pelé, y después, que detuvo un penalti a Gerson, que seguramente ha sido el jugador más fino y exacto. (El Coco Rodríguez, portero suplente del Guadalajara, detuvo un penalti a Pepe, el cañonero de Brasil, pero con el estómago; duró varios minutos inconsciente.)
Vi otro juego en vivo: Uruguay contra Alemania, por el tercer lugar en la Jules Rimmett de 1970, aunque hice algo que ahora no me atrevo a confesar y por eso sólo vi parte del partido.

Como jugador fui pésimo; no sé por qué me permitían jugar en el recreo; desesperaba a mis compañeros y el equipo contrario se aprovechaba de mi incapacidad, para atacar por donde me ponían; sólo una vez logré despejar con fuerza, para azoro de todos; pero a la hora de la trivia le ganaba a todos, me sabía la alineación de cada equipo de la Liga Mexicana de Futbol, con el número de cada jugador (era más fácil, porque iban en orden del portero, el 1, al extremo izquierdo, el 11; los suplentes, en una época en que no había cambios durante el juego más que en torneos internacionales o partidos amistosos, usaban el que correspondía a la posición que ocupaban), el número de goles que anotaban, pero creía que era mejor ser delantero que defensa –algo que Carlos Monsiváis también creía, demostrando su ignorancia en este deporte–, y pensaba que ascendían de la defensa a la delantera. (Soy de los muy pocos que saben quién fue el Cri Cri Fernández.) De regreso de la escuela íbamos compitiendo en nombres de jugadores, entrenadores, árbitros; por Radio 590 escuchaba la narración de los partidos, y esperaba, durante la transmisión del boxeo, que dijeran el resultado de algún juego sabatino; la mayoría de las veces no me enteraba y debía esperar hasta verlo en el periódico dominical, pero si el juego había sido nocturno, no alcanzaban a incluirlo; lo mismo sucedía con el de Zacatepec, donde jugaban los domingos por la tarde, por la calor, y al terminar ya no había programas informativos y había que esperar hasta el periódico del lunes, que a veces se limitaba a dar los resultados sin decir quiénes habían anotado.
Algo sabíamos de las similitudes entre el América y el Zacatepec; en los torneos internacionales el Zacatepec le prestaba al América a Raúl Cárdenas, al Coruco Díaz y al Nene Piña; por ello, no jugaban, o sólo medio tiempo, Mario Arrieta, Pepín González y el Curro Buendía; el día que apareció la noticia de que el dueño del Zacatepec lo vendía y adquiría al América los diarios minimizaron el hecho; en vez de Emilio Echeverría era Guillermo Cañedo el presidente de los entonces Cremas, y además se trajo al entrenador del Zacatepec, Nacho Trelles, quien sustituyó a Fernando Marcos, suspendido un año por agredir al árbitro Felipe Buergos, a quien además Walter Ormeño, el portero peruano del América, le bajó un diente; en vez de Enrique Huerta (a quien mandé entrevistar; Cuca Melchor le hizo una nota espléndida), contrataron a Manuel Camacho, quien iba hacia el retiro pero aún fue un excelente guardameta, y a quien sustituyeron Jorge Iniestra y Ataulfo Sánchez, uno de los mejores porteros que ha jugado en México, a la altura de Florentino López y Miguel Marín, argentinos los tres. La noticia ha sido la más importante, porque allí cambió el rumbo del futbol mexicano, y del deporte en general: se multiplicaron las transmisiones de futbol antes una o dos a la semana, hasta no sólo opacar, sino anular las de otros deportes. Mientras más futbol se transmitió disminuyeron las de boxeo, toreo, beisbol; algunos programas desaparecieron, hasta hacer que en las redacciones de los diarios, futbol sea sinónimo de deporte, y se llegue al extremo ridículo de que los cronistas deportivos desconozcan las reglas de los deportes que no son futbol.

En 1962 apareció un álbum de futbol; fue el segundo que llené; y eso que hicieron trampa, porque además de las páginas, dos para cada equipo, salieron a última hora estampas para las guardas, con Pelé como el único huésped de esas dos hojas extra; las páginas centrales las ocupaba un rompecabezas con una caricatura de todos los clubes representados por la figura emblemática de cada equipo: una chiva para el Guadalajara, una margarita para el Atlas, un león para el León; no recuerdo qué fue para el América, que no eran águilas aún, y nunca lo serán para quienes comenzamos a ver futbol antes de los años setenta, antes de que se llenara de extranjeros, al grado de que Tito Monterroso llegó a decir que con tanto brasileño y argentino, el equipo debería llamarse Suramérica.
Juntar ese álbum fue emocionante; competía con mis amigos, sobre todo Humberto Huerta, con una rivalidad que no llegaba a otros ámbitos, sólo a ver quién contestaba más preguntas en clase; sufrimos el desconsuelo de ver que no entendíamos la raíz cuadrada y menos la cúbica, pero que superábamos a los demás en ortografía y división silábica; él no me reprochaba que, en su equipo, representé un lastre, pero me hacía jugar incluso en Fortaleza, y con él admiré a jugadores militantes en equipos diferentes de nuestros favoritos, como a los del Guadalajara, a Manuel Tello, a Miloc, a Villalón (manco como Beckenbauer contra Alemania en 1970), Fello Hernández, Carvajal; y seguí viendo futbol hasta 1972, ya no cerca de Humberto sino de Paco Alvarado, quien nunca aprendió a jugar beisbol, ni siquiera lo entendió, pero era un excelente portero; como jugador, me explicó la táctica de este deporte y llegué a entenderlo mucho mejor que los cronistas que sólo saben decir, como aquel Alonso Sordo Noriega de los años cuarenta y cincuenta, “viene la pelota para acá, va la pelota para allá” (pero él sólo suplió al locutor titular, que no llegó al estadio después de una parranda absoluta); una noche, en El Horreo, Paco y yo explicamos a un amigo por qué su equipo favorito sufría tanto para ganar, y le mostramos el esquema que debería seguir; como nuestro amigo tenía un sobrino que jugaba en ese equipo, y además este sobrino tenía un padre muy poderoso tanto en la política como en la industria, le platicó a su sobrino nuestras teorías, y lo llevó para que se lo explicáramos; le pareció tan obvio que se lo contó a su entrenador, y el entrenador accedió a ir a vernos al Horreo, donde fuimos explícitos y generosos, y al entrenador le pareció tan obvio, tan lógico lo que decíamos, que decidió ponerlo en práctica para su siguiente juego; en efecto, lo puso en práctica; vimos por televisión que nos hizo caso, y que salieron a jugar según nuestro esquema; fue la última vez que vimos un juego con nuestro amigo, porque el equipo de su sobrino sufrió la peor goliza desde 1958, y no ha vuelto a sufrir una de esa magnitud.
También me retiré del futbol como espectador, y sólo de vez en cuando veía los juegos del Cruz Azul, que tenía una táctica estupenda, jugaba con tanta frialdad e inteligencia que no había manera de ganarle; o al equipo que dirigiera Ricardo de León, que desesperaba a los cronistas y aficionados, pero que puso en práctica algo elemental: para ganar no hay que anotar muchos goles sino evitar que el rival anote; es mejor un juego de 1-0 que un 5-1, aunque éste sea más emocionante; el deporte, para que sea bueno, debe tener competencia, y es mejor ganarle a los buenos que a los malos; por eso siguen siendo buenos el beisbol y el futbol americano, en donde la diferencia entre los equipos buenos y los malos es tan pequeña que no se nota más que en la marca de ganados y perdidos, pero en el campo por lo regular hay mucho equilibrio; es tan elemental como en la política: si un presidente tiene críticos y contrincantes poderosos, tendrá más fuerza que el que manda por la fuerza.
Por mi reticencia al futbol pude hacer una sección deportiva en El Financiero que no dependiera del futbol, y cuando lo abordábamos lo hicimos desde una perspectiva diferente, y con humor; Araceli Muñoz tuvo permiso para entrar a un vestidor tras el triunfo de un equipo, y pudo apreciar las verdaderas diferencias entre los jugadores; espiamos a los equipos para saber cuáles son sus sobrenombres reales, no los que les asestan los cronistas; los expusimos como tramposos y antiéticos que cometen faltas que todo mundo ve, y levantan las manitas como diciendo “yo no fui”, y logramos que durante una época, al cometer una falta, algunos (los que nos leían) no disimularan inocencia; comparamos el gabinete de Ernesto Zedillo con la selección mexicana de futbol, para tormento de los seleccionados; por eso, insumisos, reacios a las medidas que querían imponer los clubes, nos vetaron, hicieron una auténtica cacería de brujas y no dejaban entrar a los entrenamientos a Cuca, a Nancy González ni a Araceli Muñoz; entrevistamos a muchas glorias del pasado, y conseguimos unas declaraciones conmovedoras de Arlindo; logramos en fin un reconocimiento internacional, y que muchos escritores siguieran con gusto nuestra sección; las reticencias fueron en las federaciones deportivas y en algunos compañeros del periódico que pensaban que una auténtica sección deportiva debía de olvidarse de la política, la economía, limitarse a dar resultados y a seguir los lineamientos dictados por las televisoras.

De niño envidié la habilidad de Ernesto Cisneros para cabecear con potencia; la velocidad de Pedro Nájera y su tenacidad para recuperar balones (que él mismo había perdido, decían sus detractores), la firmeza del Pescado Portugal; la velocidad y la potencia de Juan Bosco, la rudeza de Héctor Hernández, los trallazos (esa palabra la entendemos todos) de Magdaleno Mercado y Jasso y Flores; la finura de Ángel Schandley y de Lalo Pálmer; después, pese a una antipatía injustificada, la habilidad de Carlos Reynoso, y como si fuera mía, la garra de José Luis Desachy, quien fino y de mucha calidad, calificaba de tibieza sospechosa la actitud de muchos jugadores que rehúyen la dureza. Ahora no se les envidia la calidad de juego, sino las mujeres a las que atraen y se les entregan, y luego descubren que las gambetas y las chilenas sólo las “ejecutan” en la cancha y entonces prueban suerte con otros compañeros del mismo equipo; o peor, con los contrincantes; de atraerme el dinero, envidiaría los sueldos que cobran, pero nunca envidiaría la vida que llevarán a su retiro, pedaleando una bicicleta inexistente, como Pelé, o buscando que hablen de ellos sea como sea, como Maradona, y dando lástimas.

Me queda pendiente hablar de mis andanzas como espectador, jugador y de nuevo espectador de futbol americano, y como espectador de tenis; del primero habló mi amigo Enrique Krauze; el segundo no lo mencionó, pero fue igual de importante, lo mismo que el automovilismo, y del mundo extrañísimo del frontón.

Impresiona el impacto que causó el fallecimiento de Carlos Monsiváis; impresiona más que ninguno de los que hablan, hablen de algún libro, de su obra, sino de su amistad con él, de las causas que defendió, de sus ocurrencias, sus anécdotas, las aventuras que tuvieron juntos; también, que quienes lo elogian sean los que combatió, de los que se burló, y que lo hagan como si lo hubieran leído: alguna vez él se quejaba de que publicar en México era azaroso, porque la gente no sabía que se había publicado; si lo sabían, no sabían qué; si sabían, no lo habían leído, y si lo habían leído, no lo habían entendido; han comenzado a aparecer los críticos; ¿saldrán los detractores, lo que tenían qué reclamarle? Y a ellos, ¿los dejarán hablar?

Otra posdata: durante la semana pasada hubo tres blanqueadas diarias en las Ligas Mayores, excepto el viernes, que hubo cuatro y la quinta se frustró en la novena entrada; hasta el viernes, 21 juegos habían terminado con marcador de 1-0, y el mismo viernes se lanzó el cuarto juego sin hit de la temporada, más tres de un hit hasta el 25 de junio; en 1908, 1917, 1969 y 1990 hubo seis juegos sin hit en toda la temporada; faltan tres meses y medio para alcanzar y romper esa marca; pero hay millones viendo juegos de futbol que ellos mismos califican de malos y feos.

domingo, 20 de junio de 2010

Cuando el futbol era un deporte...

Enrique Krauze ha vaciado parte de sus recuerdos y su memoria en lo que respecta al deporte, y hace apuntes importantes sobre la pérdida de popularidad o de difusión de algunos de ellos. Lo que publicó me ha motivado para que revele muchos de mis recuerdos.

Creo que el primer deporte del que tuve noticias, indirectas, fue la lucha libre; en sus inicios, la televisión trasmitía las funciones, se sospecha que no las de la México ni de la Coliseo, sino en los propios estudios televisivos, y cobraron enorme popularidad; no teníamos televisión y cuando la tuvimos, los primeros en el edificio, ya no la transmitían; pero uno de mis tíos, Enrique, apenas unos años mayor pero que entonces significaban mucho, las veía no sé dónde, y me aplicaba algunas de las llaves que aprendió; como se sabe, prohibieron sus transmisiones; algunos dicen que por la violencia que originaron, otros que porque en una función, uno de los rudos más rudos, Salvador Gori Guerrero le bajó el calzón a un adversario; como en el caso de la prohibición de las canciones de Cri Cri, no se sabe la verdadera causa; pero por esos años salió a la venta un álbum de luchadores, y hasta donde recuerdo, lo llené; identificaba máscaras e indumentaria de muchos de los luchadores, y como en esta práctica duran muchos años, sus hazañas continuaron incluso cuando salí de la secundaria y leía en La Afición las crónicas de sus episódicas batallas; seguía brillando Gori Guerrero, y formó tercia con el Copetes Guajardo y Karloff Lagarde; luego éstos, con Ray Mendoza integraron una tercia invencible, que terminó cuando Lagarde y Guajardo se pelearon para siempre; admiré a Rolando Vera, al Enfermero, a Sugi Sito, y ya en edad de andar de parranda, fui a reponerme de una fiesta en el restaurante de la Tonina Jackson, en Serapio Rendón, a media cuadra de San Cosme, y junto a una papelería donde vendían tarjetas postales con retratos de artistas y cantantes; la Tonina era tan amable como lo delataba su cara de niño, y él mismo servía las burritas de machaca, la especialidad de su negocio, que se llamaba La Tonina, bastante más pequeño de su restaurante en Huracán Ramírez; una de mis primeras entrevistas, y de las más célebres, fue a Jesús Velásquez, el Murciélago (se puede leer en este mismo blog), y es una de las personas más fascinantes que he conocido.
Diego fue infectado de la lucha libre una mañana en que le obsequié una revista, y no podíamos convencerlo de dejarla para que se fuera a la escuela; ahora escribe de lucha libre más de lo que he escrito de beisbol.
Pero mi mejor anécdota fue mucho antes, cuando era casi un bebé; mis padres andaban por Tepito, supongo que un domingo, y se acercaron a la Arena Coliseo; mi tío Ramón Berumen estaba en la puerta, y fuimos a saludarlo; había el mismo gentío que siempre se forma fuera de las arenas, y de pronto, sin ninguna orden pero con mucho orden, la gente se hizo a un lado, formó dos vallas humanas, y de un auto negro que se detuvo frente a la entrada de la Coliseo, bajó Blue Demon; nadie se le acercó, lo vieron de frente y quedaron mudos; él se acercó a nosotros: “Hola Ramón”; mi tío, indiscreto, lo saludó por su nombre, y le presentó a mis padres; también me señaló; él, un auténtico gigante, imponente, me pasó la mano por la cabeza; al día siguiente amanecí con fiebre, que me duró hasta el martes, de la pura impresión.

Por culpa de mi vieja aunque distante admiración por la lucha libre he visto las peores películas mexicanas; contra la corriente, contra la pasión de Pepe Navar y la más discreta pero perenne de Enrique Krauze, no admiro al Santo; en realidad, a ninguno de los estrellas del cine de luchadores, pero veo con simpatía a los villanos, a los amigos de los héroes, como Lagarde, Guajardo, Sugi Sito, Dorrell Dixon, Wolf Ruvinsky, y desde luego al Murciélago; aunque mi escena preferida es cuando los marcianos invaden la Tierra y se empeñan en secuestrar al Santo; para ello suplantan a los contrincantes del Santo en la Arena, y se transforman; el público huye, pero no el réferi, quien “muy profesional”, sigue sancionando la batalla.
Mi último héroe no fue un luchador, sino un árbitro, el Gran Davis, tramposo como todos los rudos, y quien le tenía rencor a los técnicos porque uno de ellos le tiró un diente, otro le fracturó una costilla, otro le causó una lesión que le hizo perder un oído; ya de árbitro, se dedicaba a favorecer a los rudos, ante el escándalo del público.
La lucha ha cobrado gran auge; durante mucho tiempo llamó a las clases menos favorecidas, y la gente se emocionaba, asistía a las arenas como las damas de sociedad a los antros (lo que eran los antros, los auténticos antros) en el cine mexicano, a conocer malandrines que las seducían y las hacían caer a lo más bajo; ahora son un espectáculo elitista, pero siguen levantando pasiones; una hermana mía, productora, conoció a algunos luchadores que asesoran a los actores para saber caer, algunas acrobacias; la invitaron a una función; luego fueron en bola a cenar; de pronto un luchador advirtió que ella no le dirigía la palabra, pues estaba furiosa por lo que había hecho en el ring contra su rival; “no fue en serio, Marcelita, no se enoje”. Desde luego, como en muchos otros aspectos, quien mejor ha escrito sobre la lucha libre es Salvador Novo; son sensacionales sus crónicas, excelentemente escritas y con un sentido del humor insuperable.

El boxeo lo traía más en la sangre; mi padre fue boxeador; una noche nos confesó a mi madre y a mí ese secreto, y nos dejó mudos del asombro; no sólo no lo sabíamos sino que mis tíos y mis abuelos habían guardado el secreto, si lo supieron, posiblemente porque sólo sostuvo una pelea, como amateur, con alguien mucho menos fuerte que él, un muchacho bajito, delgado; parecía un rival fácil, nos contó, pero le quebró la guardia, le dio un derechazo, y el resto de la pelea, a dos rounds, mi padre se la pasó rehuyendo el combate, a distancia más que prudente; perdió por muchos puntos y nunca más intentó hacerse profesional, como había anhelado.
Mi abuela paterna nos contaba que iba a las funciones de la Arena Libertad, por el rumbo de Peralvillo o de La Lagunilla; en medio de mi abuelo y de uno de mis tíos, amanecía con los brazos adoloridos, porque ellos no dejaban de tirar golpes a rivales imaginarios, y a ella le tocaban los codazos; en casa de mis abuelos maternos llegó muy tarde un televisor, y llegó para ver a mi tío Ramón cuando refereaba en las funciones de miércoles y sábado; muchas semanas esperaba el sábado para contemplar peleas de boxeadores que ahora suenan a leyenda, como el Cisco Kid, al que calificaban de temerario y valiente, y en efecto, lo vi sufrir varias caídas, antes de que cambiaran las reglas y establecieran que a la tercera se decretara nocaut técnico, y aun así vencer a rivales más poderosos; vi la última pelea del Ratón Macías, y escuché la narración de Agustín González Escopeta cuando Macías disputó el título mundial contra Alphonse Halimi, en la casa de un vecino, y recuerdo el azoro de mi padre y del vecino cuando la decisión fue favorable al francés; escuché asimismo la victoria de Joe Becerra (a partir de entonces, José Becerra, por consejo del presidente Adolfo López Mateos) sobre Halimi que le dio el título mundial de peso gallo, y estuve convencido de que el triunfo era de México; incluso por entonces circuló un chiste: se presenta un hombre ante San Pedro y se identifica como tapatío: ¿dónde queda Guadalajara?, pregunta San Pedro; hombre, responde: allí está la plaza de toros más grande del mundo, las mujeres más hermosas, el estadio de futbol más hermoso, y pa’ acabarla de allí es el campeón Joe Becerra; bueno, pásale, a ver si te gusta el paraíso.
Al poco tiempo, un joven falleció ante los puños de Becerra, y éste se cayó, no volvió a ser el mismo peleador, perdió el título mundial y se retiró; no llegué a verlo, pero sí muchas veces a Joe Medel (luego José Medel, ídem ídem), y una vez, en vivo, cuando arrebató el campeonato nacional de peso gallo al Toluco López, en aquella famosa pelea en que el Toluco escuchó la cuenta de diez en el décimo round, y ni él ni el público escucharon la campana que lo salvó del nocaut; no sólo la pelea me resultó inolvidable, sino las consecuencias; salimos de la Arena México muy acalorados, y seguramente la noche estaba fría; amanecí con temperatura altísima, que me duró casi una semana; al parecer fue una pulmonía; no fue la única pelea que vi en vivo; en la Coliseo vi al Cisco Kid y a Chiquis Rosales, un boxeador muy fino al que nadie recuerda ahora; por televisión vi muchas peleas de Fili Nava, Memo Luna, Battling Torres, Mauro y Babe Vázquez, el Canelo Urbina, el Indio Ortega, el Bombín Padilla, Lalo Guerrero, Ricardo Moreno; vi, como recuerda Enrique Krauze, el surgimiento de los cubanos Ultiminio Ramos y Mantequilla Nápoles, pero de uno más impresionante, aunque fugaz, por desgracia: Babe Luis; vi el surgimiento del Alacrán Torres y de Rubén Olivares; pero para entonces ya no seguía las funciones ni las crónicas de Toño Andere y Jorge Sony Alarcón, aunque seguía leyendo en La Afición las reseñas de muchas peleas; cuando se pudo ver “en vivo” los combates de Cassius Clay, y no diferidas, como las de Archie Moore, Sugar Ray Robinson, Carmen Basilio, Davey Moore, Joe Taylor, o las películas fragmentadas de Joe Louis y otros, se fue perdiendo interés en el boxeo mexicano, aunque durante muchos años, casi hasta los ochenta, los peleadores mexicanos reinaban en los pesos chicos, y si Medel no fue el campeón mundial de peso gallo fue porque le tocó la de malas de coincidir en la misma época de Harada y luego de Eder Joffre.
Muchos años, hasta que me llegó la edad de las fiestas sabatinas, vi las peleas los sábados (no me dejaban verlas los miércoles), y después, la Hora de Paco Malgesto; alguna ocasión afortunada, Variedades de Medianoche con el Loco Valdés.
¿Cómo se destruyó, cómo se desinfló el boxeo mexicano? Tengo varias teorías, pero ninguna prueba de quiénes fueron los culpables.

Asociados al futbol, estaban las voces ahora añoradas de los grandes cronistas Fernando Marcos, Ángel Fernández, Cristino Lorenzo, Agustín González Escopeta, Carlos Albert y, por encima de todos, Daniel Pérez Alcaraz; la última vez que transmitió fue en el torneo Jules Rimmet de 1970; para ello, dejó momentáneamente El Club del Hogar; fue sustituido por Eduardo Charpenel, víctima de Madaleno; le metían comerciales (“Madaleno, tráeme unos cigarros”, “¿Raleigh?”, le preguntaba; entonces estaba prohibido decir productos distintos de los que patrocinaban los programas) y dos veces le abrieron la regadera al anunciar las Bombas Cerro; cuando regresó don Daniel quisieron ponerlo debajo de la regadera: ¿A poco creen que soy el estúpido de Charpenel?, dijo.
Fuera del Café La Habana, cuando ya no veía futbol, escuché a Ángel Fernández explicar un partido, de una manera deslumbrante; maniqueo, detestaba sus narraciones y creía que era un cronista vendido; muchos años más tarde trabamos una fugaz amistad, impedida por la admiración que le cobré y un respeto que me mostró por mis escritos de beisbol; nos vimos una vez, en un desayuno propiciado por Marisol Schulz, y nos dedicamos elogios mutuos, cuando debí haberle confesado mis reticencias, explicado mis animadversiones, y platicado de muchos juegos inolvidables que le escuché narrar.

Le debo al futbol muchas horas de angustia, que describiré la próxima, y que sufrí la infección a ese deporte por culpa de Jesús Desachy, Humberto Huerta, Jaime García Sánchez, Jorge Sánchez López, Raúl Camacho y otros de los que sólo recuerdo el nombre, y su apellido se me ha escapado, como los hermanos Pepe y Toño, Alfonso el de la tienda de Éuzkaro, Sergio El Ciego Melenas, y Eduardo Reyes, de final trágico. A muchos de ellos, como Humberto Huerta y Jorge Sánchez, y a mi tío Enrique, una pasión por el futbol americano que me ataca todos los domingos, haya o no temporada, y que fue el único deporte que me causó lesiones. Y esos recuerdos me atacaron por culpa de Enrique Krauze.

Posdata: debe haber sido 1969; en el tapanco donde estaba la redacción de La Cultura en México, Carlos Monsiváis objetaba una entrevista a Margarita García Flores; ella, quien muchos años después colaboró conmigo y nos hicimos muy amigos, le pronosticó que sería otro Salvador Novo; Monsiváis la llamó gitana; pero compartió con Novo muchas cosas, sobre todo que ahora, a la hora de su sensible fallecimiento, las autoridades alzan la voz para expresar su admiración por quien fue su más feroz crítico, que se la pasó burlándose de su lenguaje, sus intenciones, que los choteó y desenmascaró desde siempre; los políticos, las televisoras, los actores malos, fueron su pretexto para centenares de excelentes, desmitificadoras crónicas; y ahora ellos hablan y hablan de él como si lo hubieran entendido, como si no fueran lo que él combatió toda su vida.

lunes, 14 de junio de 2010

Steve Winwood, en vivo

El 23 de mayo de 1998, 19 días después de cumplir 50 años y unos meses después de sacar a la luz su séptimo disco como solista, Steve Winwood se presentó en el Teatro Metropólitan de la ciudad de México; llevaba varios meses de gira, y venía de paso, mientras llegaba dos días después a Río de Janeiro y luego a Buenos Aires (o al revés) donde se presentaría dos días en la primera y uno en la segunda.
Estaba, digamos, en una etapa de transición, que no acababa de cuajar; Russ Titelman, un productor bastante audaz, lo convenció de que tenía que modernizar su imagen y hacer cosas que no había hecho: ya había aceptado que, en una antología, “remasterizaran” dos canciones, y le había producido unos videos donde, ante su incapacidad para la farándula, lo rodeaba de mujeres muy atractivas, al estilo de las que aparecían con Robert Palmer (aunque no tan inexpresivas), y hacía como que bailaba.
En esta gira había dejado de bailar, aunque más o menos hacía como que, cuando se acordaba; pero quienes fuimos a oírlo no queríamos verlo, sino oírlo. Y resultó un concierto extraordinario; desde hacía mucho tiempo producía o coproducía sus propios discos y contaba con excelentes ingenieros, que, me parece, se los trajo para que los más escépticos pensaran que hacían pantomima y en realidad estábamos oyendo grabaciones. Ni una falla, ninguna distorsión, ningún rechinido de los micrófonos; lo único que se salió de tono fue que el saxofonista, Randall Bramlett (creo) regresó al encore con sombrero de Viva México Cabrones, que se quitó cuando Winwood lo vio feo.

Los conciertos en México, sean de rock o sinfónicos, tienen la mala suerte de contar con estática, con pésima acústica o hay espacios privilegiados y otros donde no se oye bien; uno de los lugares donde se presentan más conciertos, el Palacio de los Deportres, es conocido como el Palacio de los Rebotes; y pensar que ahí actuaron Dylan, Clapton, McCartney y otros muchos, cuyos seguidores se conformaron con medio oírlos y medio verlos (Paul Simon estuvo en el Auditorio, pero para estar seguro que era él, había que pagar mil pesos por boleto; de otra manera había dudas; Jesús Iturralde opinaba que nunca se sabría si era Simon o el Chómpiras –Simon andaba de cachucha ya por entonces).
Y asombró el de Winwood: todo se escuchaba perfecto; es posible que el espectador carezca de perspectiva y de parcialidad, pero después de varios años, o uno lo idealiza más, o se convence más de que, cuando menos técnicamente, no había habido fallas.
El problema es que en el Metropólitan, y al parecer en el Auditorio, no se pueden grabar los conciertos; ni siquiera Muni lo consiguió; y ya había pasado demasiado tiempo y se perdían las esperanzas de que uno volviera a escucharlo. Pero resulta que sí hay; en una de las páginas de Winwood en internet se tiene el dato de cuando menos cuatro de las presentaciones se habían grabado. De una de ellas, sucedida el 22 de junio de 1997 en Alemania, se tomaron las pistas y se lanzó un disco doble que en gran parte es el concierto que se presentó en México.

La muy extensa discografía de Winwood, la oficial, no incluye sus antologías, y la excelente de WinwoodFansite.com no llega más que al 2001; no está la excelente Keep on Running, que va desde Spencer Davis Group hasta dos canciones de su primer álbum de solista; tampoco Chronicles, una selección de Steve Winwood, Arc of a Diver, Talkin’ Back to the Night y Back in the High Life Again; por supuesto, tampoco Keep on Dancin’, una especie de antología en concierto, en Massachussets en 1989, pero editado en Italia por un sello que tiene en su catálogo un concierto de Springsteen, Dylan, Jagger, Harrison, Elton John, Billy Joel, John Fogerty, Jeff Beck, Beach Boys y otros; grabaciones perdidas de Lennon, Van Morrison, Frank Zappa y varios de Clapton.
En esa discografía oficial tampoco está The Finner Things, una caja con tres discos con selecciones de toda la carrera de Winwood, incluidas sus canciones para cine, ni Smiling Faces, recopilación sólo de Traffic (aunque sí está Best of Traffic, la primera compilación, cuando pensaron, una de tantas veces, que ya se había desintegrado para siempre el conjunto –Winwood y Jim Capaldi habían jurado que nunca volverían a usar el nombre del conjunto a menos que lo integraran ellos dos con invitados; Capaldi ya no está con nosotros, por lo que ahora sí ya se acabó para siempre) pero tampoco otras muchas compilaciones que han aparecido en colecciones como Millenium y otras, como tres de Traffic y tres de Winwood. Tampoco menciona siquiera otras antologías célebres: Heavy Traffic, More Heavy Traffic, Winwood, y otra que urge se reedite: Winwood and Friends (¿o Clapton and Friendo?)
En esa discografía, que obviamente incluye ahora las dos nuevas antologías, The Very Best en versiones de uno y de cuatro discos, tampoco incluye Back in the High Life Live, que es al que me estoy refiriendo tan difusamente, y que pude conseguir de milagro.

Es, como dije, algo muy cercano a lo que presentó en México; faltan cinco canciones pero vienen tres que no tocó aquí; al parecer, excluyeron las piezas donde tocó la guitarra; en especial, "Dear Mr. Fantasy", con la guitarra que le regaló Clapton cuando hicieron el Rainbow Concert, que sirvió para la reaparición de Clapton luego de su caída en la dirty heroin, o donde se escucha el sintetizador. Como dije, casi no tiene falla; pero sí las tiene.
En “Gotta get back to my babe” sólo hay un piano, y sin el sabor latino que le imprime Rebeca Mauleón-Santana, una excelente intérprete (hay que verla en sus videos de Samba I, II y III); pero hasta donde recordamos algunos de los que estábamos en la séptima fila del Metropólitan, aquí no se notó falla, y se tocaron dos pianos; en ciertas partes le falta fuerza y el ritmo lo ponen las percusiones, no los teclados; y en “Can’t find my way home”, al principio rechina el micrófono, algo extraño en el muy exigente Winwood; el disco no da crédito al productor, pero en Junction Seven los productores fueron Narada Michael Walden y Winwood, y los ingenieros Dave Frazer y Mick Dolan; es probable que haya sido el mismo Winwood quien se haya encargado de esas secciones; en la misma canción no se puede dejar de recordar el duelo entre Clapton y Winwood con guitarras acústicas (la versión eléctrica es bastante menos explosiva); y sin rival no hay duelo que valga la pena; el órgano no sustituye a la guitarra, y hay que recordar que ése fue uno de los problemas de las giras y presentaciones en vivo de Blind Faith: la ausencia de los duelos de guitarra de Winwood-Clapton.

Por lo demás, el disco es impecable; aguantaría oír las piezas donde toca sintetizador; Arc of a Diver es un disco basado en ese instrumento, y no se pudo apreciar su habilidad con él, aunque en México sí incluyó “While you see a chance”, donde se luce como músico completo; abre y cierra con sus dos piezas clásicas de Spencer Davis: “I’m a man” y “Gimme some lovin’” (ésta la baila Demi Moore en paños menores en Striptease; Madeleine Stow escucha “Higher love”en Stakeout; Winwood debe haber estado varias noches sin dormir pensando en ellas dos relacionadas con su música) y desde allí impone el ritmo que quiere: lo mismo hace levantar a los espectadores, con ganas de bailar, que de inmediato hace que se sienten a escuchar con atención los alardes de la instrumentación, y la impresionante voz de tenor de Winwood (las dos coristas que lo acompañan no lo opacan ni lo alcanzan; en nada se comparan con Chaka Khan, con quien alterna en “Higher love” en el disco).
Sobraría acotar que todos sus acompañantes cumplen sin falla en sus partes; no hay alardes, pero cuando Mike McEvoy suple a Winwood en el órgano mientras toca piano en “Glad”, ni desentona ni se adelanta ni intenta sobresalir, pero no le resta la importancia que Winwood le da en John Barleycorn; cuando Bramlett toca el saxofón en esa misma pieza, no lo hace para imitar a Chris Wood, el tercero en discordia en Traffic, pero hace que se sienta el vacío cuando no toca.

El 22 de mayo de 1998 los que asistimos al concierto en el Metropólitan salimos sintiendo un ámbito especial; cumplimos, sentenció Juan Villoro, una cita con el destino.
Este disco, Back in the High Life Live, hace que añoremos ese concierto y esa fecha; también, esperar a que Clapton y Winwood, que andan de gira cada rato, se decidan a venir a México (esperemos que no se les ocurra a Winwood y Santana, aunque quién sabe); el problema es que no vendrían al Metropólitanm sino al Auditorio o a los Rebotes.

Posdata: ya ha habido tres juegos sin hit, dos de ellos perfectos que debieron ser tres, cuatro juegos de un hit, varios de dos, tres o cuatro, y muchas blanqueadas (sólo el jueves, tres), ya muchos lanzan juegos completos; hasta hoy lunes 14 había cinco pitcher en la Nacional con promedio debajo de dos carreras limpias por nueve entradas, y más de 20 debajo de tres, y en la Americana, cerca de 20 por debajo de tres y 40 por debajo de cuatro; el jueves, excepto dos juegos, todos terminaron con diferencia de una o dos carreras. Y pensar que los que abarrotan bares y restaurantes se la pasan viendo futbol.

domingo, 6 de junio de 2010

Errores y descuidos; adivine mi errata (otra vez)

Uno de los libros que he corregido antes de su publicación contenía un capítulo que me hizo enviarle una carta al editor de la novela; el protagonista leía una carta que le había escrito su padre, cuando estaba agonizando: le contaba que al limpiar la covacha de su casa se había topado con una rata que, furiosa, lo atacó; él se defendió con un palo que encontró por allí, hasta que la acorraló y logró matarla; pero se astilló; de esa acción resultó que la rata tenía rabia, y él se infectó al tocar la astilla; no se enteró sino hasta después y, condenado sin remedio a la muerte, le dejaba esa carta con otras muchas historias y el legado que podía dejarle.
En mi carta le expliqué al editor que una rata rabiosa queda paralizada, sólo puede mover las mandíbulas, y hay que ser muy torpe para ir a meter un dedo a su hocico para contagiarse de rabia; lo saben quienes hacen ejercicio en los Vivros, donde dicen que abundan las ratas rabiosas; es más fácil y prestigioso contagiarse dejándose morder por un murciélago; además, los efectos de la hidrofobia son terribles; en la antigüedad ataban a los enfermos a un árbol, donde morían en medio de dolores insoportables y de blasfemias; no era verosímil que estuviera agonizando tranquilamente en su cama, escribiendo cartas dolidas.
El editor ni siquiera dio acuse de recibo del recado, y decidió que así se publicara; para mi azoro, la novela ganó un premio literario. Quedé convencido de que no se necesita ni conocimientos ni exactitud ni otras cualidades para ser buen escritor, ni menos si se cuenta con la complicidad de lectores complacientes.

Ése no es el único error que he encontrado; en general, la literatura mexicana comete errores de diversa índole; desde el amuleto que pasa de hombre a mujer, y en donde el autor se olvida que ya se lo había regresado la mujer y se lo vuelve a regresar al hombre, con lo que se rompe la lógica de una novela enigmática, hasta los barcos que zarpan de Celaya a la ciudad de México.
Felipe Garrido contó en una mesa redonda que en una ocasión, un corrector orondo le llamó la atención a un novelista e historiador célebre acerca de las fechas de unos acontecimientos decisivos en el devenir de nuestra nación; el historiador le dijo que, en su escrito, lo que importaba eran sus ideas, no las fechas, y que en todo caso las corrigiera.
A veces pienso que no vale la pena llamar la atención sobre erratas y errores, porque los autores, sentidos como el comal y la olla, reclaman y se ofenden, y muchos lectores se ofenden más porque no percibieron el error y que uno lo señale los hace sentir mal, o que uno anda nomás de presumido. Llamé la atención que en una novela la protagonista no se cambiara los calzones durante un año; en una novela posterior se cambia de calzones y de vestido varias veces al día, pero nunca de zapatos; no supe, porque con mi primer comentario perdí la amistad del novelista, si fue descuido o lo hizo con el propósito de hacerme repelar. Porque además tengo la fama de que soy como el crítico retratado por Abel Quezada, que sale enfurecido del cine mientras los espectadores normales salen con gesto de satisfacción. No siempre me divierte toparme con esos errores, aunque muchas otras veces mis carcajadas duran varios minutos; muchas las comparto con otros lectores con buen ojo que me señalan otras erratas igual de divertidas o más.

Nadie está exento de cometer errores, y los más comunes son los anacronismos; en mi primera novela, que hace más de 30 años no releo para no encontrar otros, hago que mis personajes visiten un Sanborns que se inauguró casi un año después de los sucesos que narro; nadie se dio cuenta, excepto Arturo Basáñez, al que intento pescarle errores en cada escrito que me deja ver, aunque no he tenido demasiado éxito. No cuento más, pero son visibles, excepto para los malos lectores.

Todo esto, porque Enrique Serna ha llamado la atención sobre mi ignorancia al respecto de la educación en la Colonia; en su novela Ángeles del abismo, recién reeditada, un personaje le pide al padre dinero para pagar la colegiatura antes de irse a la escuela; me aclara que en la Colonia, y se atiene a escritos de Pilar Gonzalbo, erudita en la materia, acerca de pagos y colegiaturas en ese periodo; pero no sólo ese periodo abarca varios siglos, y el concepto es diferente, no sólo de pagos y colegiaturas, sino el de la vida misma; tanto, que es muy difícil siquiera entender cómo era la vida en esos más de tres siglos.
Cuesta tanto, que algo mucho más cercano, como el frustrado imperio de Maximiliano, provoca enredos y anacronismos; un historiador, hasta eso amateur pero con mucha enjundia, pretende hacer creer que las indígenas mexicanas usaban pantaletas, que ni siquiera las catrinas o las francesas usaban; pretende hacer creer que Maximiliano dormía de pijama, y que Maximiliano le decía a una india bonita “quiero hacerte el amor”; ¿Qué dirían de mí, qué dirían de ti, qué diría la gente si me viera todo el día haciéndote el amor?”, cantaron los Locos del Ritmo hace poco menos de 50 años; desde luego, “hacer el amor” no significaba “relaciones sexuales” en tiempos de Maximiliano.

Pero hablaba de Serna, quien se indigna porque impugné el concepto de “colegiatura”; no dije que no existiera la palabra, ni el hecho, sino que acoté el concepto moderno; incluso ahora colegiatura significa “beca o plaza de colegial o colegiala”; Serna lo maneja como un pago mensual (“Crisanta iba a replicar que ya debía tres meses y la instructora la trataba cada vez peor en represalia por sus adeudos”); es posible que Serna hable de excepciones, pero por lo regular, los padres pudientes daban una cantidad para asegurarles el lugar en la escuela, no pagos mensuales como en las escuelas actuales; por otro lado, hablar de educación en la Colonia no implica necesariamente la asistencia a las escuelas, que sólo era accesible a grupos minoritarios; en la época colonial, hablar de educación no equivale a referirse a escuelas y textos, ni tampoco a lectura y escritura. Una minoría, casi exclusivamente criolla, tuvo acceso a los estudios superiores, a la vez que familias medianamente acomodadas y de no tan clara prosapia, avecindadas en los centros urbanos, pudieron proporcionar a sus hijos los conocimientos elementales que se impartían en escuelas de primeras letras y de gramática latina, mientras que los españoles pobres, junto a los mulatos y mestizos de escasos recursos económicos, se mezclaban en la promiscuidad de las vecindades, con sus patios y espacios comunes para el aseo y la cocina.
Los jesuitas, hasta su expulsión, mantuvieron varias escuelas gratuitas. En las demás, los alumnos podían verse favorecidos por alguna persona rica que pagara sus estudios o hacerlo en especie, de acuerdo con el trabajo del padre, trabajo en tequio o parte de sus cosechas, etcétera. Si el padre de la protagonista no tenía dinero para pagar las “mensualidades”, ¿por qué no pagaba con trabajo de carpintería, siempre tan necesario?

Es obvio que Serna tuvo que modernizar lenguaje y algunos conceptos, pues de otra manera la novela hubiera sido de difícil acceso a sus numerosos lectores; para muchos, hubiera sido casi ilegible en la ortografía y la pronunciación; sin embargo, en algunos casos no sólo los modernizó sino que los adecuó; utiliza palabras que sólo fueron corrientes a partir del siglo XVIII, no en la segunda mitad del siglo XVII. Por ejemplo, al hablar de la casa donde habitan la protagonista y su padre: aun cuando muchas casas señoriales alquilaban algunas piezas para viviendas humildes, se trataba de dependencias en la planta baja o en los entresuelos, en patios interiores, corrales y caballerizas, en los que era igualmente manifiesta la distancia que separaba a los vecinos de cuartos y accesorias de los señores que ocupaban la planta alta; deja otros conceptos fuera, como el mal trato de la instructora: en las escuelas era común dar azotes, pegar con la palmeta, poner el sombrero de burro, aplicar la disciplina del alambre, del cuero y del mecate. El Manual Escolar menciona castigos más severos: "hincar al alumno de rodillas sosteniendo en las manos unas pesas de 2 a 3 libras; aplicar el targallo, un collar de madera que obligaba a no mover la cabeza; la corma, gruesos pedazos de madera pesada que casi impedían caminar; el cepo, con diversos agujeros adaptables al tamaño de la cabeza del niño y el saco que se le ataba en la cabeza al alumno que luego levantaban con una cuerda y lo mantenían colgado en el aire 'por un tiempo'”…
Serna, con todo el talento narrativo que posee (seguramente el más natural de su generación), desde que era joven cometía muchos errores de apreciación, de juicio o de conocimiento histórico; en alguna nota de hace más de 17 años, publicada en Lecturas de El Nacional, hice la observación de que su caso era parecido al de Alexandre Dumas, cuya pluma atrapaba a los lectores pero no se fijaba en los detalles (Dumas nombra teniente de mosqueteros a D'Artagnan, olvidándose que ya antes lo había nombrado varias veces); no sé si el mismo Serna u otro pícaro tomó parte de mi nota para hacer un perfil muy elogioso del escritor que circuló en Internet, pero omitió mis objeciones.

Algunos de los errores de Serna: en una de sus novelas, el protagonista tuvo que casarse a principios de los años sesenta, y de ese matrimonio forzado nació su única hija; cuando en los años ochenta cayó preso por un crimen que no cometió, la esposa va a reclamarle para que siga pasándole pensión, haciendo gala de la ignorancia del Código Civil, pero además le exige que, como pueda, siga pagando la “colegiatura” de la preparatoria de la hija, a la que le permiten que siga en ese grado escolar con sus más de 20 años de edad, en vez de ponerla a trabajar, o de castigarla por burra e ignorante.
Al final de esa misma novela, el verdadero criminal lo visita en el reclusorio, y de una bolsa donde supuestamente lleva pan, saca un arma larga para matarlo, aunque unos custodios lo abaten; es claro que Serna ni siquiera intentó visitar un reclusorio; de haberlo hecho, sabría que la vigilancia es tan estricta que no puede entrar con botas, ni siquiera con uñas postizas, cuantimenos con un arma de alto poder. Otro error, menor pero que me llegó, fue un asalto a una vinatería o tienda de ultramarinos en la Nueva Anzures, que no sólo es muy pequeña, sino que no tiene ni siquiera una tiendita, no en esa época (ahora hay un SuperSiete, que no es de ultramarinos).
En su biografía de Jorge Negrete afirmó que el charro cantor fue, como cadete del Colegio Militar, condiscípulo de los hermanos Ávila Camacho; Maximino nació en 1881, 32 años, más o menos, antes que Negrete, y Manuel en 1897, 16 años antes; ya en 1914 estaban en la Revolución y tenían grados mucho mayores en los años veinte que el de subteniente que otorga el Colegio a sus egresados; afirma que Negrete combatió, a los 15 años, contra el movimiento escobarista; me atrevo a dudarlo, sobre todo porque en ninguna biografía, ni siquiera la escrita por Diana Negrete (donde tomó lo de los hermanos Ávila Camacho), destaca ese hecho; y me atrevo a dudarlo porque aporta otro dato: que Negrete, antes de ser famoso, se reunía con otros cantantes, algunos de ellos contemporáneos suyos, a beber café en el Tupinamba, frente al reloj Chino, ¡que está en Bucareli, varias calles lejanas a Bolívar y Venustiano Carranza, donde está el reloj Otomano!
La facilidad que tiene Serna lo lleva a escribir sin revisar; es célebre, y no fue un descubrimiento mío, que hace caminar a Antonio López de Santa Anna en el malecón de Veracruz, que fue construido en el Porfiriato; eso fue resaltado por muchos buenos lectores; no me sumé a ellos, y de hecho apenas ahora voy a leer esa novela que me perdí en su aparición, porque sentía que iba a leerla con prejuicios, que es la peor manera de leer; Serna había expresado su azoro por que mientras muchos reseñistas lo elogiaban, yo, sin dejar de alabar su facilidad y talento narrativos, ponía objeciones a errores y erratas provocados por la prisa, el descuido y a veces por la ignorancia; en Ángeles del abismo vuelvo a encontrármelos. Me pregunto si debo ser condescendiente y cómplice como lector y comentarista; me parece que no.

Posdata: en el cuerpo de mi respuesta hay párrafos no entrecomillados de Pilar Gonzalbo, de Dorothy Tanck de Estrada y de Marco Antonio Pulido, acerca de la Colonia, que sigue siendo una época muy oscura y resulta difícil entenderla.
Otra posdata: Jorge Orta ha sido, hasta ahora (que parece proliferarán) el otro mexicano en aparecer en un juego perfecto, como jardinero derecho en la joya que lanzó Len Barker el 15 de mayo de 1981, de Indios de Cleveland, contra Azulejos de Toronto; así como Castro hizo dos buenas atrapadas en el juego de Halladay, Orta bateó de 4-3, con un jonrón y una carrera empujada.
Tercera posdata: Jim Joyce, uno de los mejores umpires de las Ligas Mayores, cantó mal la última jugada de lo que pudo ser el tercer perfecto de la temporada; fotografías y videos muestran su equivocación; todos lo lamentaron, en especial Joyce; ni Jim Leyland ni Armando Galárraga, el pitcher afectado, despotricaron contra él; se comportaron con una caballerosidad y hombría pocas veces vistas en el deporte actual, y asumieron que el error de Joyce fue sólo parte del juego.