domingo, 26 de octubre de 2008

Mirada femenina y errores históricos

La tentación de narrar y describir la sensibilidad femenina, desde la perspectiva masculina, representa un reto muy difícil de superar, aun en los autores más audaces; es el desafío que enfrentó Enrique Rentería en su reciente En los ojos de los gatos, y es de lamentar que fallara, porque su propuesta era muy atractiva: ver la vida a través de la óptica de tía, sobrina, e hija y nieta de ésta: cuatro visiones distintas pero complementarias, con el añadido de un personaje masculino pero sensible, desprovisto de una conducta sexista, comprensivo, pero que sólo sirve para compensar la torpeza, la indecisión y las equivocaciones de ellas.
Rentería no logra asir ni la estructura ni las anécdotas, que no argumentos, de la novela, y entonces recomienza varias veces las historias, parece haberlas concluido con cierta ambigüedad y regresa a ellas para atar cabos, con lo que rompe los posibles misterios, y enreda la lectura.
En primer lugar, no se atreve a romper con los lugares comunes, y sitúa a sus protagonistas en momentos clave de la historia reciente mexicana, o mejor dicho capitalina: el movimiento estudiantil de 1968, y los días de inseguridad que le siguieron al 2 de octubre; los sismos de 1985, y la inseguridad actual; tres momentos decisivos en la vida de las protagonistas.
No es original abordar la vida de una ciudad a través de varias generaciones de una misma familia; lo ha hecho recientemente Álvaro Uribe, con gran eficacia, con El taller del tiempo, pero no hay que olvidar algunas obras maestras de la literatura contemporánea: Los Buddenbrooks, de Thomas Mann, y Al este del Edén, de John Steinbeck. Rentería, en todo caso, aportaría una visión diferente porque mezclaría la visión de la mujer contemporánea, con los aparentes cambios que dan una mayor libertad, también aparente, y una actitud política distinta. Pero los personajes de En los ojos de los gatos no son tan audaces, y todos sus actos son involuntarios: no asumen su sexualidad sino como consecuencia de la casualidad, siguen cayendo en las trampas de los hombres, no tienen suerte en el amor y se embarazan como consecuencia de borracheras, reventones, y de hombres que detestan; su pensamiento político es nulo o cuando mucho superficial, y nunca sacan conclusiones; es más, ni siquiera sacan provecho de sus experiencias.
La buena pluma de Rentería no es suficiente para rescatar a tres personajes que merecían un mejor destino, no penetra en la mente erótica de ninguna de las cuatro, y cuando alguna protagonista rompe los esquemas y se atreve a desafiar, así sea fugazmente, el panorama de un comportamiento “decente”, lo hace de manera grotesca y como consecuencia de algún elemento externo (alcohol, drogas suaves, excitación por el baile).
Además, una serie de inexactitudes quitan verosimilitud a la novela: Rentería afirma que en 1968 circulaban tranvías por el Paseo de la Reforma, lo que es falso (confunde Reforma con la Calzada de Tlalpan, con Revolución, con la Calzada de Guadalupe, con un tramo de Insurgentes); afirma que “adolescencia” viene de “adolecer”, de carencia; cuando un personaje encuentra un disco con portada en forma de cubo, afirma que se trata de The Corner of the High Heel Boys; seguramente se trata de Low Spark of the High Heel Boys, de Traffic; dice que una de las protagonistas es bebé de los sismos pero que no fue invitada al décimo aniversario del suceso, con el presidente Salinas, y sucede que en el décimo aniversario, en 1995, el presidente era Ernesto Zedillo; afirma también que en el sismo de 1957 el Ángel de la Independencia fue decapitado y la cabeza fue la que cayó: toda la escultura cayó, y en la caída se desprendió la cabeza; afirma que la cabeza era dorada: fue dorada después, cuando se rehizo; afirma que el gobierno dijo que el Ejército “no había estado allí [en Tlatelolco] ni había disparado”: doble disparate, porque si no había estado allí no podría haber disparado, pero lo que afirmó es que había disparado pero sólo en defensa de disparos desde los edificios; sólo hay que recordar que se reportaron varios soldados heridos, uno de ellos, Hernández Toledo, de alto grado militar.
Dice que Jimmy Page fue invitado en “You Really got me”, de Kinks; no tocó como invitado, sino en una de sus muchas intervenciones como músico de estudio, término aplicado en la industria disquera a quienes participan para reforzar [una de las más célebres intervenciones de Page fue nada menos que con Herman Hermits, totalmente alejados de la música de Led Zeppelín]; afirma que en 1970 una de las series televisivas era La mujer maravilla, que es de finales de esa década, no de principios; afirma que en la Librería del Sótano [no El Sótano, que es el nombre actual] los empleados salían a las 11 de la noche: no, cerraban a medianoche; que Artemisa era la cajera del turno nocturno: en esa época era Irma, de rasgos orientales; que había 12 escalones, lo que es una exageración matemática; dice que en 1970 uno de los libros más robados era El libro de Manuel, de Julio Cortázar, que apareció en 1973; que ése, más Farabeuf [de 1965] y El Aleph [1971 en la edición de Alianza Editorial] estaban en la mesa de novedades; que las empleadas usaban uniformes [afortunadamente usaban minifaldas, no uniformes]; que en 1985 las putas ya estaban en Sullivan; en ese año aún estaban en Río Lerma, y el Hospital Colonia ya era del IMSS, no de Ferrocarriles; pretende que un ejemplar de Historia de cronopios y de famas tuviera la portada de Bestiario, ambos de Cortázar, pero de muy diferente grosor, con lo que el lomo quedaría demasiado grande, sobre todo por la edición de Cronopios que circulaba entonces, de Ediapsa; afirma que Fauna es esposa de Fauno [es hermana]; se habla de tianguis y puestos de fayuca en San Cosme en los ochenta, mucho antes de la invasión de ambos.
Lo más grave es que afirma que una de las protagonistas se suicida ahorcándose y simultáneamente cortándose las venas, lo que parece imposible, además de innecesario.
Es cierto que la novela es ficción, pero debe ser verosímil; también es cierto que el escritor tiene derecho a crear un mundo totalmente nuevo, y en ese sentido puede haber tranvías en Reforma, pero entonces deberían tener una utilidad en el libro, pero sólo se mencionan una vez.
Hay otros detalles: en apariencia, la edición, elegante y formal como casi todas las de Tusquets, sólo contiene una errata (una combinación de singular con plural, nada grave), pero hay algunos detalles que resaltan: un personaje se sienta en la mesa (error compartido con uno que otro académico); el nombre del conjunto Lovin’ Spoonful lo escriben con minúscula; un personaje hace señas mudas (todas las señas son mudas); unos personajes acceden, pero no es que acepten, sino que ingresan (errata muy reciente, no frecuente en la época de la novela); hay uso inadecuado de “le” y “les”, pues se refiere al verbo y Rentería lo usa para el sujeto; la cinta de Miguel M. Delgado [a quien no se le da crédito] es La venganza de La Llorona, no El Santo y Mantequilla Nápoles en la venganza de la Llorona.
También llama la atención la escasa descripción de las protagonistas, pero en la insistencia de que los hombres que aparecen, así sea de manera tan fugaz que se les califica de invisibles, son guapos o cuando menos atractivos, hasta el dueño de la Librería Madero, que no debe ser el mismo que el actual porque el que aparece en la novela no cuenta ningún chiste.
Esta novela pudo ser mucho más intensa, mucho más representativa del alma femenina; si lo fuera, los errores, las inexactitudes y las ambivalencias serían lo de menos.

domingo, 19 de octubre de 2008

Vargas LLosa contra Woody Allen

Hace unos días, Mario Vargas Llosa se quejó de quienes hacen arte fácil, literatura y cine para mayorías, que no representan un reto para el lector o el espectador; básicamente, todos estamos de acuerdo con él; lo raro es que se lanzó contra Woody Allen, de quien dijo que no puede compararse con David Lynch o con Orson Wells.
La comparación es tan ociosa como la que podríamos hacer entre Horacio Casarín y Héctor Espino: no hay manera; pero no por ociosa es menos tendenciosa, pues descalifica a un buen cineasta porque es divertido (con sus asegunes) y porque es popular; no son los argumentos adecuados: hace unos pocos años le preguntaron a Paul Simon si admiraba a alguien, y contestó que a Allen, aunque algo debía estar mal, porque lo admiraban muchos.
Francoise Truffaut aseguraba que todos se sienten críticos de cine, porque es muy sencillo opinar, y por lo regular sólo se basan en sus gustos; Vargas Llosa no se ha distinguido por ser crítico de cine, y hasta podemos observar que cuando se sale de los terrenos que domina (literatura, política, ética) suele opinar según sus gustos muy personales; como ejemplo, afirmó que Frida Kahlo es muy superior a Diego Rivera, pero no argumentó por qué. Y fuera de que ella está de moda y él no, es imposible darle la razón a Vargas Llosa.
La mayoría de los críticos de cine valoran bien a Woody Allen, e incluso reconocen que ahora le va mejor en Europa, porque el cine estadounidense cree que ya no jala tanta gente como para ponerlo encabezando los créditos, como sucedía con sus primeras cintas, y también señalan que cada vez es más complejo, y que sus experimentos no son atractivos para la taquilla; en Europa, por el contrario, se fascinan con lo que hace.
Comparar a Woody Allen con Vargas Llosa es como poner a competir a Joaquín Capilla con el sargento Pedraza; Allen ha escrito cuentos siguiendo la tradición estadounidense, hechos para revistas literarias y afines, ejerciendo el oficio de narrador, sin artificios ni experimentos, aunque son audaces, originales y singulares; Vargas Llosa no ha escrito (o publicado) más cuentos que los de Los jefes, que no son lo mejor de su obra; Allen no ha escrito novela, pero de hacerlo sus características no serían similares a las de Vargas Llosa, y es de temerse que no le ganarían ni el prestigio ni la popularidad que tiene el peruano, quien es conocido incluso entre los que no leen.
Vargas Llosa no puede aspirar a competir con Woody Allen como cineasta, y sería absurdo que intentara compararse con Lynch o con Welles, aunque le hubiera aspirado a ser como ellos.
Pero hay un género en que sí podemos leerlos simultáneamente, y ver sus características, sus cualidades, sus defectos, y ver si Vargas Llosa tiene razón para despotricar contra Allen y sus fanáticos: el teatro.
Vargas Llosa ha declarado que el teatro fue su primera pasión literaria; lo primero que escribió fue un drama que tiene muy escondido, lejos del lector crítico, e incluso del aficionado; pero ha publicado otros dramas que pueden leerse en Teatro. Obra reunida (Alfaguara, 2008, que comenté en este mismo lugar hace unos pocos meses). Woody Allen en cambio ha ejercido el oficio de dramaturgo con más frecuencia, oficio y placer que el peruano; están reunidas en volúmenes breves y deliciosos publicados en español en Tusquets: Sueños de un seductor, La bombilla que flota, No te bebas el agua (que han sido filmadas por otros directores, aunque en alguno actúa el propio Allen), y el nuevo Adulterios. Tres comedias en un acto, que había aparecido en la colección Marginal en 2006 y ahora reaparece en Fábula.
De las tres comedias, las dos primeras (Riverside Drive y Old Saybrook) tienen un subtema: el bloqueo del escritor –que curiosamente también aborda Vargas Llosa en La señorita de Tacna, en Kathie y el hipopótamo, en Ojos bonitos, cuadros feos, y de cierta manera en El loco de los balcones—; las tres hablan de engaños, infidelidades, pasiones sexuales, la sexualidad femenina, que también son los temas de las cinco obras que conforman Teatro. Obra reunida, y no de manera tangencial.
Todos los temas que toca Allen en estas comedias han aparecido en alguna de sus películas; Vargas Llosa también los ha tocado, a veces ampliamente, en sus novelas, aunque no sean los temas centrales (pero sí importantes: el sexo y sus perversiones es uno de los factores determinantes en Conversación en la Catedral, y tiene tres novelas, Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto y Las travesuras de la niña mala, que serían francamente pornográficas si no fuera por su pluma recatada).
La diferencia es que Woody Allen hace divertidas las tragedias, sean grandes o pequeñas: el marido sorprendido en flagrancia; la mujer que cae en la trampa de su rival para que confiese el amorío con el esposo; un intruso que desata el caos; las perversiones que, descontextualizadas, son o parecen ridículas; en la vida real nadie podría reírse de esto, ni del sorprendido tratando de justificarse o de negar las evidencias. Pero en los textos de Woody Allen provocan risa, no rubor ni pena ajena ni compasión por los protagonistas; en el teatro de Vargas Llosa, en cambio, los personajes sí provocan esa compasión, se les puede ver como ajenos, se les puede juzgar, e incluso culpar por la lascivia, por la incontinencia, por lo involuntario de sus acciones, aunque hay que reconocer que estas conductas son más naturales en sus personajes femeninos que en los masculinos, que parecen torvos (a don Rigoberto, o incluso a Santiago Zavala en Kathie..., uno puede imaginárselo con la mirada de Guillermo Álvarez Bianchi admirando las caderas de Lilia Prado, o con la de José María Linares Rivas admirando el trasero de Gloria Marín subiendo al trapecio).
Ni la brevedad ni la agilidad de los textos de Woody Allen son defectos; que uno se ría imaginando a sus personajes en situaciones extremas de infidelidad, no lo hacen un autor ni un cineasta ligero, fácilmente digerible; por el contrario, cada vez es más complejo y más inteligente en sus obras. Los tres dramas o comedias de Adulterios lo demuestran, no hay simpleza en ellos, y sus situaciones parecen irresolubles. Excelentemente escritos (aunque la traducción de Silvia Barbero no esté a la altura, por lo pudibunda y por su incapacidad de hacerla universal y no extremadamente local), son disfrutables en todos los aspectos. Su publicación desmiente la opinión de Vargas Llosa (aunque de seguro a Allen no le perturba, antes al contrario, si se entera hará algún comentario inteligente y contundente al respecto).
Y como teatro, son más auténticas que las de Vargas Llosa, cuya incursión al teatro es por cuimplir una vocación que se la da mucho mejor en la novela.

domingo, 12 de octubre de 2008

Montero, entre Lessing y Fowles

Comienza a circular la nueva novela de Rosa Montero, Instrucciones para salvar el mundo (Alfaguara, 2008); el título, aunque recuerda uno de Doris Lessing, no recuerda la novela de Doris Lessing, Instrucciones para un viaje al infierno, entre otras cosas porque aunque Montero aborda el tema de las obsesiones angustiantes y enloquecedoras, no lo hace con la fuerza de Lessing, quien se acerca mucho más a la paranoia, a la locura.
No es el primer acercamiento de Montero a Lessing, a quien además en su faceta de periodista la entrevistó, y a quien se parece en ciertos aspectos: su crítica al realsocialismo, su postura antioficial, y en algunos de los temas de sus libros, como la integridad, la ética, el envejecimiento, el desamor, e incluso en la incursión a la ciencia ficción, aunque en Lessing esto sirve para hacer más acerba su crítica al mundo actual.
La trama de Instrucciones para salvar el mundo se abordan algunos de los aspectos más constantes en la obra de Montero, quien ha publicado un buen número de novelas: Crónica del desamor, La función Delta, Te trataré como a una reina, la espléndida Amado amo, la maravillosa Temblor, Bella y oscura (una visita al mundo más sórdido posible), La hija del Caníbal (que la dio a conocer masivamente en México –y que en la solapa de esta nueva escriben “caníbal”, aunque es un pronombre y no un oficio), El corazón del tártaro y El rey transparente, más el libro de relatos Amantes y enemigos. Entre esos aspectos se encuentra, aunque no es el tema central, el amor, tanto el afortunado ( pero obsesivo, enfermizo, dependiente) como el desdichado, pero no por inalcanzable sino por fastidioso, lamentable, rencoroso y también dependiente; como en El corazón del tártaro, se acerca al mundo ilegal; apenas se mencionan las drogas pero son cotidianas, y la prostitución es una conducta no trágica, pero sí inevitable (aunque no hay una condena implícita y, por el contrario, es una salvación para el personaje que la ejerce); lo que sí critica con el ceño fruncido son los vicios considerados menores, como el alcoholismo, aunque para una de las protagonistas es un bálsamo para la vida insoportable, y el cigarro, visto como una debilidad aunque también un refugio.
Por el final feliz para una trama complicada, pudiera pensarse que Instrucciones para salvar el mundo es una novela floja, pero es tal vez donde Montero utiliza con más eficacia su oficio de narradora; aunque los personajes son previsibles, la anécdota sorprende al lector a cada página, y con maestría va enlazando a los protagonistas, que no tienen nada que ver entre sí (una de ellas no conoce al más débil de todos, y quien hubiera aprovechado mejor sus enseñanzas), e incluso desperdicia a algún personaje menor pero rico en matices y en conductas, un guarura sensible y enamoradizo pero no libidinoso (aunque se acuesta con la mujer deseada, pero no se conforma, no es deseo lo que siente).
Cómo va enredando la trama es lo de menos; cómo lo va solucionando es lo mejor; y otra vez, como en sus mejores libros, muestra cómo daña la dependencia, y cómo el amor suele ser una trampa, aunque el desamor sea tan terrible, y sobre todo más angustiante, como aquél, y cómo las relaciones enfermizas son irrompibles, esclavizantes. Montero además une estos elementos con otro, menos constante en sus novelas: la aventura, y como en los más memorables libros policiales, el lector ve desconcertado que se acerca el final sin que se vislumbre un posible final (como en La joven desaparecida, Corra cuando diga ya, Enigma para divorciadas).
Pero el lector, incluso el más fanático, se ve sorprendido por un elemento inesperado: la intervención constante de la propia Montero en la trama.
En este aspecto, Instrucciones para salvar el mundo recuerda una de las obras maestras de la literatura contemporánea, La mujer del teniente francés, de John Fowles, en donde el autor es uno de los principales protagonistas del libro, y con sus intervenciones obliga al lector a reflexionar sobre aspectos políticos, sociales y culturales que afectan la trama sin que los protagonistas se enteren ni siquiera de qué es lo que sucede en su ámbito, y además plantea e impone sus ideas políticas, por lo que el lector no puede evadir una lectura política y hacer sólo una historia de amor imposible, dramática y tiránica, aunque disimule estas dos últimas posiciones.
Rosa Montero no intenta darle un tinte político, finalmente los expone cada semana en sus artículos en El País, y ha recogido muchos de ellos en libros como Pasiones, Historias de mujeres, Entrevistas, y otros que no han llegado a México; en esta novela (con un solo par de erratas, aunque demasiado lenguaje coloquial no siempre comprensible a la primera; impresa en México pero obviamente preparada en España –de otra manera no se entenderían las cajas y callejones que deslucen la edición) no explica el destino de los personajes dependiendo de la política, de la frágil situación económica de España (y del mundo, por lo menos hasta mediados de noviembre), del titubeante futuro europeo; lo explica en función del destino, de las oportunidades que se le vayan presentando, y en un par de páginas narra qué va a ser de ellos.
Con este recurso deshace el estigma de “y vivieron felices” o, peor, de saber que un final feliz sólo lo es de un libro, pero que la vida cotidiana tiende a no prolongarlo, a ponerle obstáculos a quienes, al cerrar las páginas, parecen haberse sobrepuesto a las malas circunstancias. Además, nos recuerda que el libro es suyo, que no lo comparte, que cuando mucho nos lo presta y nos deja disfrutarlo, pero que ella decide qué será de cada uno de sus protagonistas, e incluso se da el lujo, como en La loca de la casa, de darnos dos versiones del futuro de uno de ellos, aunque no nos permite seleccionar alguno.
Montero, que como periodista siempre está al día, introduce dos elemento de moda en algunos tipos de libro: las casualidades: las relaciones entre tres de los cuatro personajes principales son demasiado casuales; ya sabemos que así es la vida, aunque Montero, en sus intervenciones de autora se encarga de subrayarlas. Y el terrorismo, presente en muchos lados en la forma de kamikaces y de idealistas solitarios, en muchos países, incluidos España y, en forma incipiente –y tal vez con otro matiz— en México; pero incide poco en la trama y nada en la vida de los protagonistas.
Llama la atención, sin embargo, que se cuele una crítica hacia el tabaco, y que de cierta forma sea un libro sin retos sociales (a no ser su simpatía por personajes feos, haraganes, incultos, toscos, feos, y sin condena a las prostitutas y a las borrachas); en la mayoría de sus libros anteriores es, como los grandes literatos, como su admirada (sin dejar de criticarla) Lessing,una escritora a contracorriente, inconforme, enemiga de los finales felices. Tal vez los finales felices de Instrucciones para salvar el mundo sean una forma de rebeldía e inconformismo.

domingo, 5 de octubre de 2008

El baúl de recuerdos uruguayo, o La vida a través de los monitos


En el sexenio de Luis Echeverría las autoridades educativas se empeñaban en que se conociera la historia de México, pero dada la escasa afición por la lectura, y como el conocimiento de la historia suele ser árido, aburrido y muchas veces complicado (porque hay que estar comparando lo que sucede en un lugar con los acontecimientos en otras naciones) surgió la idea de presentarla mediante historietas, y se dijo además que su lectura sería un estímulo, pues los lectores de cómics después lo serían de libros.
Felipe Garrido fue contundente: los lectores de cómics serán buenos lectores, pero de cómics.
Sin embargo, hay que reconocer que varias generaciones gozamos de cómics, cuentos, historietas, de muy buena calidad, que desde los años cuarenta hasta bien entrados los ochenta se vivió una edad dorada de este género, que además tuvo varias incursiones en adaptaciones literarias, como los Clásicos Ilustrados, más recreaciones de mitología, resúmenes de leyendas, Vidas Ejemplares, y algunas otras que no tenían justificación literaria, pero que eran muy disfrutables, como Domitila, Bebito Patito, el Beto el Reculta, no tanto los ya muy vistos Supersabios o los Burrón.
Acabo de encontrar Comics de cine. 100 portadas antlógicas de comics mexicanos, de Jorge Gards (editorial Glénat, 2001, pero no muy distribuido), primera publicación de las varias que planea hacer el autor (ignoro si ha seguido con el proyecto), y que tiene menos pretensiones pero más sustancias que las historias de la historieta.
El autor es desbalagado, carece de orden y de capacidad de síntesis, pasa de un tema a otro, pero da idea de lo que se trata el cómic y de la influencia que ejerció en varias generaciones; comienza con un relato de su infancia, de los juegos con los que retaba a vecinos, amigos y compañeros de la escuela, y se pinta como un villano de cómic: tramposo, violento, pendenciero, mal perdedor, algo así como un “chico del oeste”, los malos de las historietas de Margo, aunque no como un rufián de los pese a todo simpatiquísimos Chicos Malos.
Era capaz de todo para asegurarse estampitas (“cromos”, le decían en Uruguay, según relata, pero no eran como los larines mexicanos, esos precursores de los álbumes), canicas (con unas variaciones del juego muy curiosas, harto diferentes de los juegos mexicanos ya imposibles de practicar desde que pavimentaron hasta los parques y los jardines; ellos copiaban más los modelos estadounidenses) y una practicaba especie de rayuela (mexicana, no el avioncito, que jugaban las niñas) con los “cromos”, y los premios consistían en cómics que Gard fue coleccionando, pese a lo precario de la economía familiar, hasta que castigado por una negligencia (causada por esos juegos competitivos) la colección le fue requisada y destruida, lo que hizo que la añorara para siempre, y que de adulto se convirtiera en un coleccionista serio de este género que si no es artístico, requiere de habilidad de artista para confeccionarlo y para leerlo.
La anécdota de su origen como amante del cómic es muy similar a la de muchos otros seguidores de la historieta, sólo que él ha sido asiduo, y ha podido especializarse; como dice el título del libro (que además tiene forma de cómic), este volumen gira alrededor de un subgénero: la adaptación de guiones cinematográficos; los textos que acompañan a las ilustraciones son ensayos más rígidos, no muy académicos, sobre algunos de los géneros cinematográficos que vienen siendo versiones filmadas de los cómics, como es el cine de aventuras en sus varias divisiones: ciencia ficción, western, acciones bélicas, y hasta la comedia musical, que el autor menosprecia de una manera incomprensible, pues parece incapaz de comprender la hazaña que significa cantar y bailar en vez de hablar y caminar (idea que le plagio descaradamente a José de la Colina), hazaña que pocos mortales pueden emprender, y menos los que sufrimos de pie baro.
Su acercamiento al cine es la de un aficionado que no discrimina, que goza del cine bueno tanto como del malo, o sea, un auténtico aficionado al cine; su acercamiento al cómic no es sociológico, sino el de alguien que sabe ver los cuadros faltantes, que le da vida a escenas inmóviles, para atinarle al tono seco pero titubeante de John Wayne en Más corazón que odio (uno de los títulos más tontos y delatores de la historia del western).
El lector puede ahorrarse los textos, porque como Gard no es historiador ni crítico, aporta una visión ni exhaustiva ni ordenada de los géneros, además de que no se preocupa por ser original, y sí en cambio por imponer sus gustos, regidos más por sus preferencias mercadotécnicas, o por lo vivo de sus recuerdos, que por ver el fondo ideológico del cómic, aunque en varias situaciones al lector no le queda más que compartir una idea suya.
Pero sus recuerdos, comunes a los de muchos lectores, emocionan y conmueven. Gard, por otra parte, ha tenido el acierto de alejarse, en lo visual, de los lugares comunes: aunque están mencionados, no aparecen Supermán ni Batman, aunque uno extraña a Julio Jordán, detective de Marte; al capitán Tomás Mañana; a Kripto y sobre todo a Super Ratón, del que existen algunas compilaciones de sus cartoons, pero que no las importan los de Mix Up. En cambio, la mayoría de las portadas que aporta a nuestra añoranza son excelentes; algunas podemos recordarlas los lectores mexicanos, como Espartaco (era mejor el cómic que la cinta), Helena de Troya, Ivanhoe, pero otras resultan asombrosas: la citada Más corazón que odio, Marcha de valientes, Hatari! (¿traerá el cuadro donde Elsa Martinelli corre en pantaletas negras tras el auto de Pockets?, ¿cómo retratar cuando Chips descubre la belleza de Brandy, al subir el cierre de su vestido, o cuando Sean acepta que Brandy no tiene doce años, como él creía? No dudo que lo hayan hecho, los adaptadores de los guiones eran muy hábiles), El pistolero invencible, la cinta que no han repetido jamás. Gard aporta la portada de El Dorado, pero no la de Río Bravo, con la escena en que todos aullaban al aparecer Angie Dickinson en un discreto pero provocador traje de corista, con sus piernas larguísimas al descubierto, inusitado en un western (aunque Duelo al sol era más provocadora, en términos de erotismo). Debe haber sido difícil adaptar a este lenguaje la sensibilidad y el erotismo de Howard Hawks, la ironía y la sutileza de John Ford, la noción del ritmo de Alfred Hitchcock.
Es innecesario aclarar que se trata de adaptaciones del cine, no al cine, por lo que no están Lorenzo y Pepita, La pequeña Lulú, Dick Tracy, los muy cuestionables Cuatro Fantásticos, el Hombre Araña.
Comics de cine es un libro muy hermoso, excelentemente diseñado, que sin querer habla de la censura, de política, de cultura, pero sobre todo que desata recuerdos en quienes disfrutaron de los cómics en infancia y adolescencia.
(No sólo en ellos; varios de los escritores de mi generación debutamos en Novaro, y cuando visitábamos las instalaciones, salíamos del edificio con un paquete de cortesía, o con variados ejemplares obsequio de algunas figuras ilustres de la literatura mexicana, como Juan Bañuelos, Oto Raúl González, Raúl Navarrete, el Güero Guerra, el mismo Luis Guillermo Piazza; y no hay que olvidar que el encargado de que estuvieran correctamente escritos y traducidos –aunque insistieran en decirle “rosetas” a las palomitas de maíz— era don Aurelio Garzón del Camino, uno de los héroes injustamente anónimos de las letras nacionales. Y hay que agradecer al autor que nos traiga a la memoria a Dick Turpin y a Chester Morris –“amigo de los que no tienen enemigos; enemigo de los que no tienen amigos”.)