jueves, 28 de febrero de 2008

De Sirvientes y Woody Allen

El pequeño libro de Jonathan Swift sobre sus consejos a los sirvientes nos hace temer que lo peor de una subordinación de los patrones a la servidumbre es que conozcan nuestros defectos, carencias y debilidades.
Es probable que Woody Allen, el escritor, director y actor ahora más europeo que estadounidense, haya conocido el texto de Swift, pues son notorias su cultura y su información, aunque no guste de presumirlas; pero en su más reciente libro, Pura anarquía (Tusquets, 2007), uno de sus relatos narra el terror de un hombre cuando se entera que la nodriza, o nana, o niñera, está escribiendo un libro sobre él y la familia.
El protagonista del relato piensa en todas las soluciones (una de ellas, descrita dos veces en alguna de las cintas: en Take the Money and run y en Manhatan, cuando intenta atropellar a una mujer, pero dentro de la casa): asesinato, soborno, amenaza; el final es peor: la servidora desiste de escribir el libro porque la familia es aburridísima; en efecto, es más grave que ni siquiera seamos material de libros escandalosos, en esta época en que las notas son amarillistas, en que los análisis políticos consistan más en adentrarse en la intimidad de los contrincantes, y en que cada vez sea más real la sentencia de Evelyn Waugh, de que en los países subdesarrollados la política signifique hablar mal del gobierno (que Obama y Hillary se abstengan del debate y se ataquen mutuamente da idea del atraso político que se vive en Estados Unidos; y se supone que son políticos de alto nivel y que tienen oportunidad de dirigir a la hegemonía más poderosa del mundo).
(Es claro también que Swift y Allen tienen razón porque uno de los grandes negocios actuales es que jardineros, mayordomos, damas de compañía, amigos íntimos, examantes, excónyuges, ya se vean forzados a firmar contratos laborales o conyugales en donde se comprometen a no escribir libros sobre sus empleadores o cónyuges, y a cambio reciben una indemnización sustancial; más o menos en eso consiste el pleito entre Paul McCartney y su más reciente exesposa: en convencerla de que no cuente intimidades, como las que han contado, de buena fe, Cynthia Lennon y May Pang, y de mala fe los que rodearon a Diana, la ex de Carlos de Inglaterra.)
El libro de Woody Allen, como todos los suyos, es una delicia; hay que recordar que comenzó su carrera como guionista, y que publicaba cuentos en revistas literarias; su primera cinta, What’s New, Pussycat!, contiene una escena en la que el personaje interpretado por él emite las ideas más profundas de la obra, y las destaca con letreros que le indican al espectador que se trata de la tesis del autor. Pero después se hizo famoso con cintas que, como decíamos también recientemente, muestran que el humorista es alguien que sufre mucho, sólo que lo cuenta de una manera tan graciosa que no es posible dejar de reírse.
En Pura anarquía, dejando de lado la traducción española que hace parecer que Allen habla como madrileño, hay mucha exageración. No sucede lo mismo con sus otras recopilaciones de relatos; en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura hace parodias muy divertidas de situaciones y asuntos culturales, y las lleva a extremos inimaginables pero posibles, como la biografía del conde Sándwich, como los juegos de ajedrez por correspondencia, o el vampiro que se confunde por culpa de un eclipse; Sin plumas, más cerca del ensayo erudito pero iconoclasta, tiene una obra maestra, en donde se pregunta qué hubiera sucedido si los impresionistas hubieran sido dentistas, y toma como modelo las célebres cartas de Vincent Van Gogh a su hermano Theo (libro que por cierto hace años no circula en nuestras cada vez más tétricas librerías); esa falta de respeto, o mejor dicho, esa desacralización de la cultura, hizo posible unos escritos inolvidables, pero que los lectores no se toman muy en serio, y más bien los consideran bromas en vez de relatos y ensayos.
Perfiles tiene más estructura de libro de relatos, aunque se conserva la ironía y la irrupción del absurdo en las situaciones cotidianas, que son los ingredientes principales, y desde luego el humor disparatado, que no cabe en sus filmes, aunque se asoma.
Pura anarquía tiene similitudes con los libros anteriores; por ejemplo, “Así comió Zaratustra” tiene parentesco con los cuentos de Para acabar de una vez por todas con la cultura, lo mismo que “Qué paladar tienes, muñeca” es una variación de “El gran jefe”, también de Para acabar…, y ambas son homenaje que seguramente hubieran hecho reír a Dashiell Hammet autor de El hombre delgado, y también al Faulkner de Gambito de caballo y autor de un guión cinematográfico para Howard Hawks, Lands of pharaons –no puedo dejar de imaginarme a los dos, admirando las piernas de Joan Collins y planeando escenas para vengarse de ella y de sus piernas.
Más que anarquía cotidiana, hay una verdadera anarquía política en este libro, que intenta detonar la realidad para que entre un desorden ordenado donde no cabe la conducta convencional, y donde se reduce al ridículo al orden institucional; el desorden entra cuando los personajes, que suelen ser tontos, le abren la puerta, muchas veces para que salga; y los personajes podrán ser tontos, pero no lo es el autor, quien por una vez permite que la exageración sea la que predomine, y lo normal sea lo extraño; el mejor ejemplo, y que hace que los lectores nunca más vean como trágicos o dramáticos los juicios entre celebridades, es el mejor texto del tomo, “Sorpresa en el juicio de Disney”, que reduce a su verdadera dimensión los devaneos de Britney Spear, Lindsay Lohan y de Paul McCartney, y más todavía los escandalitos de las estrellas de la farándula mexicana, tan burdos que parecen exageración del cuento de Allen.
Este libro exige lectores exigentes, y desde luego está por encima de ellos; se escapan demasiados guiños, hay muchas citas que aparecen de manera sorpresiva (como los homenajes que suele hacer en sus cintas a Bergman, a Welles, a Ford, que no determinan la trama pero sí le dan una atmósfera distinta) y que no siempre podemos reconocer.
El resultado es el mismo que el de sus películas: luego de varias horas de carcajadas, invade la tristeza al ver que el mundo es el parodiado por Allen, que no se ha logrado que el absurdo nos dé alegría y variedad, y que todos nuestros conocidos (y lo peor, nosotros mismos) son como los personajes de los que nos acabamos de reír.
Y nos sucede lo mismo que con las películas de Woody Allen: de cada una decimos que es la mejor, pero luego nos acordamos de otra y de otra y de otra, y no nos queda más que decir que es la misma, pero dividida en varias. Pura anarquía es continuación, variación y deformación de sus libros literarios anteriores, y que en él hay filosofía, política, literatura, dramaturgia, y ninguno de los textos es un guión cinematográfico frustrado. Y todo él (o casi) excelente.

lunes, 25 de febrero de 2008

Consejos a los sirvientes

Jesús Silva Herzog decía que uno de los males de la esclavitud, y después de la servidumbre, era que se hacían mal las cosas porque los objetos que limpiaban, la gente a la que cuidaban, no era nada de ellos, por lo que no les importaban los resultados.
Ricardo Garibay tiene páginas deliciosas acerca de su relación con las sirvientas, que no sólo lo criticaban porque no hacía nada (es decir, escribía en su casa, no iba a una oficina), sino que lo abandonaban cuando la familia ya se había acostumbrado a ella, y además se llevaban su edición rara de San Juan de la Cruz (que evidentemente no la robaban porque admiraran al autor, sino por hacerle daño a Garibay).
Otras páginas divertidas pero también agudas sobre la servidumbre las ecribieron Augusto Monterroso y Jorge Ibargüengoitia, y seguramente ambos inspirados en Jonathan Swift.
Por desgracia, no hay en el mercado una edición buena y barata de Los viajes de Gulliver; aunque están anunciadas unas de Alianza Editorial, hay que esperar a la reestructuración de la editorial para encontrar los libros de su catálogo; y hay otras ediciones sospechosamente baratas, lo que significa que están incompletas o son ediciones para niños.
Hace unos años circularon unas ediciones atractivas: una de la Biblioteca Básica Salvat, con traducción de Álvaro Cunqueiro, nada mala pero con el inconveniente de reunir toda la obra en 188 páginas, o sea que el texto está en seis puntos, casi ilegible y desde luego cansadísimo de leer; otra edición, el número 1 de la colección Lectura para todos, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, sin crédito del traductor, pero con un pequeño prólogo de José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, lo que haría posible creer que podría ser versión de alguno de ambos. Inencontrable.
Tampoco se encuentran otras ediciones: las Meditaciones sobre un palo de escoba / La cuestión irlandesa, que publicó la efímera Legasa Literaria a principios de los años ochenta; El cuento del tonel (escrito para el perfeccionamiento universal de la humanidad) seguido del Relato de la batalla entre los libros antiguos y modernos en la biblioteca de Saint-James, en Seix-Barral –1979--; ni siquiera abunda la muy reciente El arte de la mentira política. Menos circula la separata Modesta proposición, editada por la revista Ciencia y Desarrollo número 13, de marzo-abril de 1977, traducida por Augusto Monterroso con la misma calidad de todo lo que escribió.
Comienza en cambio a circular Instrucciones a los sirvientes, que es el punto de vista diametralmente opuesto a los argumentos de Silva Herzog, Garibay, Monterroso e Ibargüengoitia.
Claro, cambian las circunstancias, porque en la época en que lo escribió Swift (siglo XVII) la conformación social es distinta, igual que los gobiernos y la economía; y entre otras cosas, la supervivencia de mucha gente es servir a los poderosos, a los adinerados, que lo son porque explotan a los demás. El efecto y el resultado son los mismos, pero por diferentes motivos: si en la actualidad la negligencia es resultado de la desigualdad socioeconómica, en los tiempos de Swift es aprovecharse de la tontería de los "señores", los amos de los sirvientes; y eso es otra diferencia: ahora son patrones, antes eran los “señores”, lo que implicaba cierta “propiedad”; pero esa “propiedad” no significaba (y ahora tampoco) superioridad; por el contrario, eran los sirvientes los que se aprovechaban de los patrones y su megalomanía.
Como en toda sátira, como en todo escrito dominado por la ironía, las situaciones y soluciones son exageradas, pero predomina la realidad; el consejo que más abunda es engañar a los señores haciéndoles creer que limpian, cuando en realidad ponen en riesgo los objetos de los amos y salvaguardan sus escasas propiedades; hay muchos consejos de cómo hacer creer que ayudan a los señores pero sólo para obligarlos a que les den una propina generosa; cómo hacerles creer que no los escuchan cuando los llaman; cómo chantajearlos (sobre todo a las señoras) cuando ceden al encanto de un seductor (tarea a la que ayudan las doncellas, las criadas, las que ahora serían conocidas como recamareras, llevándole recados del pretendiente, del que además prueban su eficacia cuando menos con las manos).
Estos consejos no sólo sirven para trabajar menos haciendo creer que todo el día se la pasan limpiando (sacudo por no barrer, se diría); no sólo sabotean comidas, fiestas, tertulias; no sólo se ganan unas monedas con el único mérito de la astucia y el ingenio; no sólo coadyuvan a la corrupción, a la traición, al despilfarro, sino, sobre todo, al ridículo de los “señores”.
Esta pequeña edición (111 páginas, pero en formato menor), publicado por Editorial Sexto Piso, está traducido por Ismael Attrache, y lo hizo de una manera magistral, porque conserva el sabor del inglés antiguo, y el lenguaje almibarado de la “aristocracia” (mal nombre para los adinerados) y de la seudonobleza; es muy útil además para entender la estructura social, la cantidad tan enorme de sirvientes que sostenía a una familia (que podía cruzarse, además; entre los consejos está cómo las doncellas podían aprovecharse de la calentura de los señoritos –el joven, se diría hoy— y obtener ganancias, ya sea emparentar o cuando menos una recompensa sustancial), y a la vez uno se imagina cuánto habría que desembolsar para tener toda esa cantidad de sirvientes (ahora lo hace una sola persona, que obtiene para sí sola todos los beneficios que antes se repartían entre varios: mayordomo, cocinera, lacayo, cochero, mozo de cuadra, administrador, portero, moza de cámara, doncella, criada, lechera, aya, ama de cría, lavandera, ama de llaves e institutriz, y que reciben consejos en función de su jerarquía y cercanía con los amos); a partir de allí, la manera de conseguir recursos, y en qué cantidad.
Es inevitable, al leer estos consejos (sin estorbo de erratas: es uno de los libros más limpios que hayan aparecido recientemente, además con una tipografía sencilla pero muy legible), pensar en la esclavitud que significa ahora depender de sirvientes que ya ni siquiera sienten la necesidad de la fidelidad que antes demostraban, porque vivían prácticamente con una sola familia hasta que casaban con una derivación de estos servicios (el lechero, el portero –que no necesariamente servían a una sola familia—, el mozo de un vecino, el chofer), y muchas veces ni por esa abandonaban a esa familia, sino que se llevaban al marido a vivir allí (con lo que se aseguraban que se portara bien).
Pero no sólo en la esclavitud: también es inevitable simpatizar con los sirvientes, no por la falta de ética, sino por la ridiculez de los patrones que ejercían un poder imaginario dando órdenes inútiles e impertinentes, y que eran cumplidas al ahi se va, porque los sirvientes además sabían que ni se fijaban si lo hacían bien, sino que además tenían una excusa para justificar lo mal hecho, los descuidos y la dejadez; y entre los pícaros y los ridículos, uno prefiere a los primeros.
Un libro indispensable cada vez que uno quiera contratar servidumbre, y aguantarse que divulguen nuestra vida privada, la fodonguez de antes de bañarnos, nuestras malas costumbres, nuestros secretos (“en cuanto sale la señora le llama a otra”) y nuestras debilidades.

viernes, 22 de febrero de 2008

Literatos humoristas

Hay sentido del humor en la literatura mexicana, pero los autores de los textos humorísticos no suelen ser humoristas; Jorge Ibargüengoitia, autor de varios libros regocijantes, se molestaba si le decían humorista, y le chocaba la idea de que los lectores tomaran el diario donde aparecían sus artículos, con la idea preconcebida de que iban a reírse; no es de extrañar que algunos de los libros en que puso más empeño no sean sino trágicos, como Las muertas.
Sergio Golwartz, autor de un memorable Cuentos para idiotas que lo emparentaban con Jardiel Poncela, terminó su vida por propia mano, y un autor, del que no cito su nombre para no merecerme su desmentido acostumbrado, nos dijo a Lucy Balzadúa y a mí, cuando lo felicitamos por la aparición de un libro suyo divertidísimo: “Así es, lo que para uno es una tragedia para los demás es una comedia”, lo que no provocó en nosotros sino una carcajada estruendosa que lo molestó más aún, y se retiró con cara de incomprendido.
Hay grandes, aunque no muy abundantes, literatos bromistas; uno de ellos, quizás el que más, don Octavio G. Barreda.
Es difícil encontrar sus libros (al menos en mis libreros; llevo varios días tratando de recordar en dónde está el tomo de Obras completas, publicado por la UNAM, pero se me esconde); más fácil es leerlo en sus reseñas, ensayos, breves poemas, publicados con su nombre o con seudónimo en las más prestigiadas revistas literarias: San-Ev-Ank, Gladios, Letras de México, El Hijo Pródigo, que él administró, dirigió, patrocinó y promovió. Un buen ejercicio es localizar sus notas y descifrarlas, aunque la mayoría son demasiado directas, como esta versión de uno de los más conocidos poemas de Enrique González Martínez:
--¡¡Tuércele el cuello a Porrúa, librero engañoso
que da su nota sucia, del Reloj a la calle!,
Él no tiene la gracia del cisne,(1) mas su inquieta
pupila que se clava en tu bolsa interpreta
el misterioso libro del su “modus vivendi”…
(1) ¡¡Qué va a tener!!
¿O será creación de Luis Enrique Erro, literato y astrónomo autor de una deliciosa novela, Los pies descalzos, de lo más divertido de la literatura mexicana? ¿O del entonces aún no furibundo pero sí intransigente Rubén Salazar Mallén? Lo cierto es que esas revistas deben haber sido confeccionadas en medio de muchas risas y algunas maldades que no se sabe si sólo se planearon o las llevaron a cabo.)

Dos ejemplos a la mano, y que además pueden citarse (porque muchas de sus ocurrencias no pueden decirse tan en público): en uno de sus más recientes libros, Miguel Covarrubias. Vida y mundos (Ediciones Era, 2004), Elena Poniatowska reproduce una entrevista que le hizo a Barreda, en 1957, a raíz de la muerte de Covarrubias, el dibujante mexicano que conquistó Nueva York y sobre todo a Rosa Rolando, una de las mujeres más hermosas del México de los años veinte y treinta, y de todas las décadas.
En uno de los párrafos Barreda dice que en Nueva York de 1925 “era la época de Picasso, de Joyce, esa literatura distorsionada, los gloriosos veinte con Scot Fitzgerald dirigiendo la orquesta de los jóvenes disipados, geniales y borrachos…”.
Como se sabe, Picasso, Joyce y Scot Fitzgerald son París, no Nueva York, pero algunos tomaron literales las palabras de Barreda.
Un ejemplo más directo: en la Colección Lunes, que publicaban los hermanos Henrique y Pablo González Casanova y que ha reeditado la UNAM, apareció, con el número 9, un cuento de Octavio G. Barreda: “El Dr. Fu Chang Li”, adornado con viñetas de Rigol, y según el colofón se terminó de imprimir el 25 de marzo de 1945. Consta de 28 páginas foliadas, y Barreda lo hace aparecer no como cuento, sino como anécdota; en el texto desfilan con su nombre León Felipe, Xavier Villaurrutia, Ermilo Abreu Gómez, Juan Ramón Jiménez, Enrique González Martínez, Alfonso Reyes, Jaime Torres Bodet, a todos los cuales Barreda les da un raspón crítico en boca de un personaje; aparecen también María Tereza Montoya y María Asúnsolo, tal vez la mexicana más hermosa del siglo XX según quienes la conocieron, trataron y los muchos pintores que la tomaron como musa, de Diego Rivera a Juan Soriano.
En especial aparecen como personajes Antonio Sánchez Barbudo, uno de los mejores críticos que ha habido en la literatura mexicana (muchos siguen sus descubrimientos de los años treinta, sin saberlo; fue el primer gran lector de José Revueltas, y su rigor no le impedía la generosidad; no aparece en el Diccionario de Escritores Mexicanos, pero sí es mencionado cuatro veces en el Diccionario de Literatura Mexicana del siglo XX, coordinado por Armando Pereira, como colaborador de El Hijo Pródigo, Romance –dirigida por Juan Rejano—y Taller; allí mismo se consigna un ensayo sobre la inmigración española); según la anécdota, Sánchez Barbudo y Barreda, luego de corregir Letras de México (donde no lo consigna Pererira), salen a cenar a un café de chinos cerca de Excélsior y El Universal, donde tienen una experiencia asombrosa, que Sánchez Barbudo atribuye al opio, pero que comienza desde antes que prueben un té y unos cigarrillos que le ofrece un chino que ha leído no sólo a ambos, sino a todos los escritores de ese momento.
La anécdota es lo de menos, sino la habilidad con que Barreda retrata al enojón Sánchez Barbudo y a la sensual pero caprichosa Asúnsolo, además de la manera en que, en boca de su personaje, califica a la literatura mexicana.
Un relato delicioso, ligero pero agudo, punzante, de uno de los escritores mexicanos menos conocidos, o mejor conocidos por su labor de promotor de la literatura, diplomático y un excelente lector, pero al que hay que releer con toda la calma que se merece, para no perderse una literatura que si no es excelente, sí es inteligente y malévola, dos cualidades que juntas son peligrosas, y más si van ligadas la cultura y al sentido del humor.

OJO: en la Feria de Minería hay algunos ejemplares de mi Baúl de recuerdos (editorial Océano), más baratos que en Amazon, sólo que hay que pedirlo porque los vendedores lo ponen hasta atrás.

miércoles, 20 de febrero de 2008

El silencio por Robbe-Grillet

El lunes 17 falleció, a los 85 años, el novelista francés Alain Robbe-Grillet; asombra el silencio que hubo en la prensa, que cuando mucho publicó, sin corregir, los cables escuetos que enviaron las agencias noticiosas. Asombra porque hace algún tiempo era uno de los escritores más leídos, y ahora, en una búsqueda en las páginas de las librerías mexicanas no se encuentran más que dos títulos suyos, y eso con dudas, por el precio en que lo ofrecen.
Una semana antes hubo un desborde de notas por el fallecimiento de Emilio Carballido, aunque también demostraron sus panegiristas que no lo habían leído, cuando menos su obra más famosa; no que Carballido no mereciera los elogios: uno de los dramaturgos clave en México, un narrador excelente, promotor de otros autores (a él se debió que se publicara a, entre muchos otros, Elena Garro, y hay un montón de escritores a los que impulsó y ayudó de muchas maneras, como Juan Tovar y Antonio Argudín), como recordó José de la Colina en el 50 aniversario de la fundación de la Editorial de la Universidad Veracruzana; sobre todo, varias de sus obras de teatro (Rosalba y los Llaveros, Silencio, pollos pelones, ya les van a echar su maiz; DF –colección de obras-viñetas que retratan la ciudad de México con exactitud—, Las estatuas de marfil, Felicidad, muchas otras) serán leídas para siempre.
Pero Robbe-Grillet fue un escritor para escritores, y es raro que no se hayan publicado notas sobre él; es cierto que no parecen tiempos para novelas como las suyas, que exigen del lector una dedicación y una participación absolutas.
Fue uno de los autores que más obligó a la renovación de la novela, y uno de los que más se aventuró en hacerla detonar para que tomara otros rumbos; hace pocos meses, a raíz del fallecimiento de Julieta Campos, se retomó un poco el tema de la antinovela, y se repitieron los tópicos sobre el género; pero ya antes, hace unos diez años, varios escritores tomaron una posición curiosa: les parecía el género, y en especial Robbe-Grillet, un autor malo porque les aburría, lo que quiere decir que no le entendían.
No me queda más que repetir lo que he dicho en otros lados: no parecen tiempos para la literatura experimental, y menos cuando la apuesta editorial va por los éxitos fáciles, rápidos y efímeros, y no sólo en la narrativa, sino en todo tipo de libros, al grado de que casi todos apuestan por títulos de autoayuda, aunque los autores no sepan conjugar, ya no digamos redactar con coherencia, y es tal su ineficacia que ni los mejores correctores de estilo logran hacerlos legibles.
Los autores identificados como integrantes de la antinovela son como los Contemporáneos: grupo sin grupo, totalmente distintos pero con un común denominador, y con resultados tan diferentes –no en calidad— que a veces parecen antípodas. Su búsqueda de un lenguaje distinto, su renuencia al relato tradicional, con estructuras diferentes, son distintas en cada integrante del “género”; vaya, ni siquiera hay un acuerdo sobre quiénes son los integrantes; algunos (J. Bloch-Michel, por ejemplo) incluyen a Samuel Beckett, pero los únicos nombres siempre mencionados son Butor, Simon, Sarraute y especialmente Robbe-Grillet.
Éste causa temor y desconcierto, e incluso Mario Vargas Llosa, un lector tan bueno como lo es como autor, es impreciso cuando intenta definirlo: además de calificarlo como “soberanamente aburrido”, dice que en sus novelas prescinde de la historia, cuando de lo que prescinde es de la anécdota; podría decirse que se escriben libros muy aburridos aunque no sea con el método de la antinovela, y que el exceso de técnica puede malograr incluso a los mejores narradores (El hablador, uno de los proyectos en los que más trabajó Vargas Llosa y uno de los que menos resultados le dio).
Mejores lectores del género lo han sido Carlos Fuentes y Rosario Castellanos, aunque ninguno pudo dejar de titubear ante lo audaz del experimento; y el resultado de sus lecturas fue que ambos se acercaron a la antinovela con buenos resultados. Otro gran lector de Robbe-Grillet, que por lo visto levanta pasiones, lo es, o fue, José de la Colina, tal vez el primero en México en asediarlo y fatigarlo, como también lo fue Vicente Leñero con resultados excelentes: de Los albañiles a Redil de ovejas puso a sufrir a los lectores con tramas complejas, estructuras y personajes que exigían la completa atención de los lectores; incluso La vida va regresa a las audacias y presenta diferentes opciones para una misma historia (Rosa Montero, totalmente ajena a la antinovela, hace lo mismo que Leñero en La loca de la casa); Salvador Elizondo también desafió a los lectores con sus novelas sin anécdota, sin desarrollo, en las que todo sucede en un solo instante y no hay ni antecedentes ni un posible futuro.
Es innegable que la antinovela tuvo antecedentes, pero los componentes del grupo de la llamada Nueva Novela (algunos agregaban Francesa) fueron estigmatizados; no fueron criticados sino atacados sin piedad, sin repensar, sin considerar su propuesta; si sus primeros libros comenzaron a publicarse a mediados de los años cincuenta, su profecía de que pronto desaparecería la novela tradicional y los siguientes libros exigirían la participación de los lectores, se vio cumplida muy pronto, si no en Francia, sí en Latinoamérica: Rayuela, Cambio de piel, Tres tristes tigres y Morirás lejos son ejemplos mayores de ello.
Carlos Fuentes auguraba que a partir de ese momento (mediados de los sesenta) el novelista tenía que ser una mezcla de Balzac y Butor; falló, pero no por culpa suya; Rayuela, Morirás lejos, Cambio de piel y Tres tristes tigres no tuvieron los seguidores que debían, aunque Cortázar siguió experimentando (El libro de Manuel, La casilla de los Morelli, Último round, La vuelta al día en ochenta mundos, y sus mismos cuentos), lo mismo que Pacheco (Las batallas en el desierto es tan audaz como Morirás lejos, aunque su aparente facilidad disimule su complejidad) y Fuentes (por ejemplo La frontera de cristal o El naranjo o Todas las familias felices, que no sabemos si leerlas como colecciones de relatos o como novelas fragmentadas que sólo pueden completarse con la participación del lector), o la novela interminable que siguió haciendo Cabrera Infante en libros indefinibles y aparentemente disímbolos.
Sigue asustando, sin embargo, la audacia que demostró Robbe-Grillet hace 50 años: si el manejo del tiempo en Proust es magistral, si lo hace transcurrir rápido o detenerlo a voluntad, Robbe-Grillet hace que se estanque, que no transcurra, o que se expanda y se distorsione; si eso es posible en la física y en la astrofísica, ¿por qué no puede serlo en la literatura? Si es cierto que sus libros carecen de anécdota, también lo es que en ellos, aunque no pase nada, pasa todo: la muerte, el amor, los celos, el miedo, sólo que le pasa a personajes que no son grandes personajes; no son Julien Sorel ni Emma Bovary, sino comunes y corrientes, como Bouvard y Pecuchet; son personajes comunes y corrientes no disfrazados de trascendentes; son mirones, son curiosos, son entrometidos como lo somos todos, pero sus actos sólo los afectan a ellos.
Es cierto, Robbe-Grillet nos hace sentir incómodos, su lectura no es placentera sino dolorosa, y se debe emprender como un trabajo, no como un descanso; su trastocamiento de la realidad nos hace ver que el mundo es imperfecto, peligroso, y que no es una metáfora.
Hay que agregar que Robbe-Grillet no sólo influyó en un montón de escritores en todo el mundo, sino en todos los ámbitos del arte, especialmente en el cine, y que su acercamiento a la fenomenología no es único, pero sí el más radical; así, logró despojar de psicología a sus personajes, que es lo que más se ha repetido en la hora de su muerte.
Queda recordar que en los años sesenta y setenta entre Barral y Seix-Barral publicaron un buen número de títulos suyos, que hace poco Anagrama retomó algunos, pero que sus Instantáneas no han sido reeeditadas por Tusquets, y que la Universidad de Guadalajara sacó algún título suyo que ha pasado inadvertido incluso en las ferias de libros, y que parece que el único libro suyo que circula es su muy divertida (en el estricto sentido de la palabra) autobiografía. Lamento que no haya un ensayo de García Ponce sobre él que pueda releer, y espero la semblanza que hará Vicente Leñero (quien compartió con él una mesa redonda en Bellas Artes), así como la nota aguda que seguramente también hará José de la Colina. Y releer Una casa de citas, Proyecto para una revolución en Nueva York, La celosía, aunque para eso necesito unas vacaciones.

jueves, 14 de febrero de 2008

Cuidado con el amor

Martha Catalina Pérez González, de la Universidad de Guadalajara, y Georgina Montemayor Flores, de la UNAM, han alarmado un poco a la gente entre ayer y hoy al afirmar, la primera, que el enamoramiento dura un año, y la segunda que el amor dura cuatro. Lo hacen con oportunidad periodística en coincidencia con el día comercial dedicado a San Valentín e importado a México como día del amor y la amistad.
Las dos investigadoras descubren el agua fría.
Carmen Martín Gayte ha dedicado dos libros a los usos amorosos, uno en la posguerra española, y otro, delicioso, en el siglo XVIII; sin la difusión que se merece, Cuidado con el corazón (Instituto Nacional de Antropología e Historia) aborda el tema en el México moderno, con altibajos, pero todo puede leerse con placer (dicho sea con el debido respeto).
En la parte que le corresponde en El juego de las sensaciones elementales, Gustavo Sainz glosa en pocas palabras los estudios de Wilhelm Reich sobre el amor, y llega a las conclusiones a las que ahora llega Montemayor: que el amor dura cuatro años; sólo que Sainz aclara: eso, en cuanto las relaciones basadas en la pasión y la atracción sexual.
Hace tiempo que no se cita uno de los libros más profundos sobre el tema: Enamorarse. Psicología de la emoción romántica, de Vernon W. Grant (Grijalbo, colección Relaciones humanas y sexología), que hace varias afirmaciones originales, una de las cuales es que el amor no se siente en el corazón, como dice la voz del pueblo, o en el cerebro, como insisten con frialdad los escépticos, sino en el estómago, y no precisamente quiere decir que las mujeres más atractivas y perseguidas sean las que cocinan bien, sino que es allí donde radica la sensación que hace que alguien sienta inclinación por otra persona (eso justificaría que al descubrir a la persona a la que se pretende se sienta en el estómago lo mismo que en el látigo o el ratón loco, los juegos de feria; pero equivaldría a que subirse con frecuencia a esos juegos sería como el autoerotismo).
Más recientemente (2000), Alberto Orlando escribió nada menos que para la colección La ciencia para todos, del Fondo de Cultura Económica, El enamoramiento y el mal de amores, un libro muy disfrutable sobre los distintos estados amorosos, con un tan útil “Glosario del amor”, que muchos lectores lo tienen en la parte de los diccionarios de su biblioteca.
La bibliografía sobre el amor es muy extensa, e incluye libros desde clásicos (Ovidio, Erich Fromm) hasta voluminosos tomos que le dan al amor la misma importancia que a la economía, la cultura y la religión, como Historia de la vida privada; Historia de las mujeres y Los jóvenes (este último, legible sólo para los que ya no son jóvenes). Y más todavía, las discografías, porque la música, sobre todo la popular (esto es, de Chopin a Rolling Stones), tiene como tema principal el amor, sea dichoso (“Albricias”, “Amor, amor, amor”, hasta “Zenadia”), desdichado (casi todo José Alfredo), erótico (casi todo Lara), de despecho (casi todo Rubén Fuentes).
Llaman la atención varias cosas entre las afirmadas por Pérez y Montemayor: que casi todo lo que afirman lo afirmó Helen E. Fisher en uno de los libros más interesantes sobre el tema: Anatomía del amor. Historia natural de la monogamia, el adulterio y el divorcio, en 1992, 15 años antes que las investigadoras mexicanas: dijo también que los hombres buscan perpetuar su linaje (todo, de manera inconsciente o subconsciente), y para ello buscan mujeres propicias, con muchas similitudes sociales, económicas, culturales que él (desdeña las historias de cenicientas que ascienden en la escala social, lo que confirma que las telenovelas mexicanas –y colombianas y peruanas— reinventan artificialmente la vida; pero también significa que el verso de San Álvaro Carrillo –“hoy resulta / que no soy de la estatura de tu vida”— sólo podemos usarla los chaparros sin tergiversar la realidad); también, que las mujeres buscan a quien le dé seguridad, y que cuando los hombres creen que la pareja (hablamos desde las parejas de la Antigüedad, de hace cientos de miles o millones de años, cuando nuestros antepasados aún se balanceaban en los árboles) ya no le dará más descendencia, por su edad, buscan más jóvenes (40 y 20, como dice la canción), y en contraparte, las mujeres, que no pueden engendrar más que una vez por año cuando mucho (no hablamos de las excepciones, sino de generalizaciones), cuando pasa el tiempo mínimo en que necesitan al macho (ni modo: “macho: animal del sexo masculino”, definición políticamente correcta de la vigésima segunda edición del Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española; “Se aplica a los seres de cada especie orgánica que tiene los órganos masculinos de la generación y producen espermatozoos o la forma correspondiente de gametos”, en el Diccionario de uso, de la filóloga María Moliner) para la manutención de sus hijos, comienzan a rechazarlo. Dice Fisher que eso en promedio lleva cuatro años, que es a la conclusión que llegan 15 años después las mexicanas.
Las autoras, sobre todo Pérez, mencionan una sustancia, las feromonas, que son las que producen el estado del enamoramiento; Fisher es más específica: las feromonas llevan la excitación a tal grado que el enamorado no puede dormir, pero no es por melancolía o por ardor, sino por el exceso de las hormonas; también justifica el embrutecimiento, la distracción y todas las demás etapas del amor, y que en versos, canciones, poemas, novelas, ensayos, películas, se ha idealizado y edulcorado hasta el exceso.
Sin embargo, Fisher reniega de la teoría de que el amor romántico (o mejor, sentimental) es tan reciente que no lleva ni diez siglos; “’¿El amor? ¡Una invención del siglo XII!´ La frase –promulgada, si no yerro, por un erudito respetable— podrá parecer un despropósito. Pero no lo es, en absoluto. Incluso habría que admitirla en su precisión social más taxativa, que nos sitúa ante el fenómeno social y cultural de la poesía de los trovadores. Claro está que siempre ha habido ‘amor’, uniendo las parejas humanas: siempre –o casi siempre— desde que el hombre es hombre”, dice Joan Fuster en su maravilloso Diccionario para ociosos. Fisher disiente, e idealiza las relaciones que han existido desde hace millones de años y que han permitido la perpetuación de la especie humana y sus transformaciones (afirma que sin las consecuencias del amor seguiríamos balanceándonos en los árboles, lo que recuerda una canción pícara de Joaquín Pardavé y otra más erótica cantada por Sarita Montiel en El último cuplé); reniega que haya sido hasta el surgimiento de los juglares y sus canciones hablando de despechadas, de jariosas insatisfechas con su suerte o por el abandono del hombre que se fue y la dejó atada a un cinturón de castidad, cuando se formó el amor como lo conocemos ahora, y comete el error de calificar el amor siempre de romántico, y olvida que el romanticismo es mucho más reciente, y que sólo en una de sus vertientes cabe el amor, y es la etapa (que no todos viven; antes al contrario, muy pocos) en que el enamorado está dispuesto a perder la vida, el honor, el prestigio, el trabajo, la familia, por una mujer casada, ajena, lejana, y cuando ambos deciden desafiar el mundo con tal de esa pasión; cierto, no se inventó con el romanticismo, pero fue cuando se le definió y se le catalogó y se le idealizó; además, las historias antiguas que encajan en esa clase de amor –también lo dice Fuster— son parejas inventadas en libros –la mayoría: no hay que olvidar a Abelardo y Eloísa, que la verdad, ella es más audaz, más temeraria, más decidida; igual que en Romeo y Julieta, en que ella es la atrevida y Romeo es un pazguato.
Rechaza que el amor sentimental lleve apenas unos siglos, pero insiste en que el amor se produce por unas hormonas. Lo malo es que ni Pérez ni Montemayor ni Fisher son originales: desde hace siglos los fabricantes de perfumes buscan imitar aromas que reproduzcan el de las feromonas; la publicidad ha insistido, tanto en las épocas en que se dirigían a las que buscaban un príncipe ideal, como en las actuales, para justificar que se viva diariamente un distinto amanecer.
Cabría preguntar que si alguien ya no quiere andar con su novia, o busca eludir el hastío de otras tierras, en vez de tantos pleitos y desavenencias, no le sería suficiente cambiar de marca de loción o de perfume. O qué pasaría si la pasión y el sudor provocado por ella borra el aroma natural o artificial de las feromonas: ¿es mayor la desilusión olfativa? ¿Es lo que produce la tristeza post-coitum? ¿Cuál es el éxito de las estrellas de cine a las que admiramos en las pantallas del DVD, si no podemos olfatearlas? ¿Ésa es la razón por la que Leonardo DiCaprio perdió admiradoras en México que comprobaron que el olor que despide es más cercano a alguien que se gana la vida de manera más pesada y en sitios más sórdidos –eso dicen quienes se le acercaron en la Colonia del Valle mientras filmaba su versión de Romeo y Julieta— que los glamoroso sets donde también se transpira duro por los focos de más de dos mil watts?
No deja de ser muy interesante la Anatomía del amor (Anagrama, 1994 pero en edición reciente en otra colección más científica que cachonda), de Helen E. Fischer, por los datos que aporta, tanto en cuestiones antropológicas, históricas, sociológicas y psicológicas, y que en el menor de los casos, explican por qué los casados busca a los solteros, por qué la comezón del cuarto año, por qué la necesidad de encontrar una pareja –Alfonso Reyes dice: necesitaba casarse (necesitaba quién le cocinara, le pegara los botones)—; por qué se hace el ridículo, por qué se aspira a lo imposible; también se explica que haya varias clases diferentes de relaciones, y por qué quienes las viven las confunden y creen que es amor cuando sólo es atracción animal, y cuando descubren la diferencia es porque ya se tienen que pagar las consecuencias.
Finalmente, ya lo dijo la extraordinaria poetisa mexicana Josefa Murillo: “amor, dijo la rosa, es un perfume”.

sábado, 9 de febrero de 2008

Mis canciones favoritas

Me invita Hugo García Michel a que en 500 caracteres hable de mi canción favorita, de todos los tiempos y en todos los géneros, para su revista La mosca;* durante varios días intenté definirla, y llegaron a la memoria decenas, no sé si cientos de títulos, y no todas de rock, que es lo que más me gusta. Soy tan rocanrolero que nunca digo “va a llover”, sino “It’s a hard rain's a-gonna fall”, ni “está temblando”, sino “the whole world it’s shakin’ out, can,t you feelin?”.
Pero los primeros títulos que recordé fueron rancheras: “Tú, sólo tú”, la primera que me aprendí cuando apenas estaba de moda y yo tenía un año; “Juan Charrasqueado”, que me cantaba mi tío Pepe; “No te puedo querer” en la versión de Los Churumbeles de España; “El mala estrella”, más con Jorge Negrete que con Pedro Infante; “La carreta”, con Luis Pérez Meza y que no he vuelto a encontrar; también “La carreta”, con Luis Mariano y que era el lado B de “Violetas imperiales” y que era una de las favoritas de mi queridísima amiga Alba Rojo.
De la época en que me aficioné al cine también lo hice a las canciones de Pedro Infante, y la mayoría de mis favoritas son de Rubén Fuentes: “La verdolaga”, “El papalote”, “Carta a Eufemia”, “Ni por favor”, y una de las que más me conmueven: “Qué vulgares somos”, aunque no olvido muchas de José Alfredo Jiménez: “Los dos perdimos”, la espléndida “Corazón, corazón”, “Serenata sin luna”, “Si tú también te vas”, “La noche de mi mal” (ésta, con Amalia Mendoza La Tariácuri), y la maravillosa “Serenata Huasteca” (que nomás no encuentro una buena versión grabada con Infante, porque en sus obras completas no está, y en otros discos está tomada de Cuidado con el amor, acompañado por Matilde Ramos); aunque las mejores versiones de las clásicas de José Alfredo son de Jorge Negrete: “La que se fue” y “Tu recuerdo y yo” (al “estoy en el rincón de una cantina” sólo se le compara otro verso del mismo José Alfredo: “otra vez a brindar con extraños”).
“Cucurrucucú Paloma” es tan buena la versión de Lola Beltrán como la de Pedro Infante, y “La calandria” con Infante es todo un himno al amor no correspondido por una ingrata.
¿Por qué asocio a Jiménez con Chava Flores?, no lo sé, porque éste se burló de Jiménez en “Un chorro de voz”, que es tan difícil que exige del cantante tanto como “Nocturnal”, el mejor esfuerzo de Infante; sin embargo, la versión que más me gusta es con Manolín, que canta en Ahi vienen los gorrones. Pero otras canciones de Flores son muy buenas: “Gato viudo”, “Peso sobre peso” (sobre todo con Infante), “La interesada”, “La tertulia” (insuperable con Infante), “Sábado Distrito Federal”, “No es justu” (aunque no hay grabación de su versión en vivo: "no es justu que le hagan estoi a Uruchurto... pore Dios que se me chispó"), las muy albureras “Herculano” y “La tienda de mi pueblo”, “El bautizo de Cheto”, “El apartamiento”, “La casa de Lupe”, “Vámonos al parque Céfira” (que tiene una letra tan buena que parece de opereta) y mi favorita “Oiga asté”. Mención aparte merece “Dos horas de balazos”, uno de los mejores homenajes al cine, y que disfruto recordando a los personajes mencionados: Tom Mix, Buck Jones, Bill Boyd (después, Hopalong Cassidy), Tim McCoy, todos héroes de los primeros western.
Más fino que todos (menos que Rubén Fuentes), Francisco Gabilondo Soler, tiene unas canciones maravillosas, sin importar que lo hayan catalogado como autor de piezas infantiles: “La cacería”, “Negrita Cucurumbé”, “Las brujas” “Lunada”, “El jicote aguamielero” (que resume en unos cuantos versos tres capítulos conmovedores de El Quijote, donde se habla del conflicto entre estar enamorado o que estén enamoradas de uno); no tiene canción mala, y sus versos tienen más calidad literaria que casi toda la música popular.
Y hablando de letras, casi toda la música tropical hecha en México carece de letras buenas, pero su música es muy buena: “La blusa azul”, “Calculadora” (que habla no de una máquina de sumar, sino de una contadora pública titulada), “Explotadora” (que en uno de los puentes hay un solo de flauta que cita nada menos que a Lizt), “El bodeguero”, “Vieja, pobre, flaca, fea” (de Severo Mirón, que mucho después fue tema, posiblemente sin que se enterara Cabrera Infante, de su mejor relato, “La plus que lent”), “Señor juez”, “Pimpollo”, “El maletero” (hay una versión con Pompín Iglesias, Marcelo Chávez y Germán Valdés Tin Tan, acompañados por un grupo coreográfico de ancianos, que supera cualquier otro chachachá del cine mexicano, excepto los bailes de Yolanda Varela), y “Sabrosona”, choteada por ser el tema musical de una estación de radio, pero con unas percusiones que seguramente hubieran envidiado Ravel y Debussy, y que probablemente envidió Carlos Chávez.
A propósito de Tin Tan, muchos consideran su versión de “Bonita” superior incluso a la de Luis Alcaraz, pero me gusta mucho más la que contiene uno de los versos más pícaros: “cantando en el baño me acuerdo mucho de ti”, pero mis favoritas son “El panadero”, que canta en su mejor película (Ay, amor, cómo me has puesto, y “El cazador, el perro y el conejo”, preciosa obra de Cri Cri que canta en El Ceniciento, su película más alburera.
Y más que él, su hermano Manuel tiene tres canciones maravillosas: “Médico brujo”, “Gorda” y “El dengue del Loco Valdés”, de Severo Mirón ("primero vino el mambo del carefoca, que todo el traía en la boca, y Niní Mondéjar con su chachachá hiuzo que bailaran de aquí para allá; y luego Elvis Presley con su rocanrol hizo que bailaran la luna y el sol, y ahora el mundo se vuelve otra vez, al ritmo del dengue del Loco Valdés"; gloso, no cito).
Añado una canción increíble de la Santaneca, “El barbarazo”. Pero entre las tropicales, un lugar aparte merece Acerina, del que hablaré más extensamente en unos días.
Eso, después de hablar de boleros y de trovas y de canción sentimental, y antes de salirme del ámbito mexicano.

*Me invita Hugo a que seleccione mi canción favorita; escojo entre muchas "La noche y tú", de Rubén Fuentes; describe como pocos no el amor, sino el enamoramiento; en optimista, dice lo que el poema de Efrén Rebolledo "Tú no sabes lo que es ser esclavo"; la letra es tan es alegre como la música, no importa el intérprete: Miguel Aceves Mejía, Aída Cuevas, los Hermanos Silva; la letra es memorable pero exige gran voz, e invita a bailar: Me hubiera gustado oírla con Pedro Infante, pero me temo que la voz no le alcanzara.

viernes, 1 de febrero de 2008

Audacias femeninas

Una de las primeras imágenes de Gretta Garbo la muestra como bañista de Mack Sentett, durante la etapa del cine mudo. Apenas se le reconoce, entre otras desvestidas igual que ella, o sea con brazos y tobillos desnudos, y lo demás tapado apenas con una tela impermeable pero ligera. Servía no tanto para el baño en el mar sino para lucir la figura con una ropa que insinuara los detalles del cuerpo.
Apenas 30 años después el mundo se asombraba de ver a las mujeres ya no en traje de baño, sino en uno de dos piezas; la etimología imprecisa de bikini la atribuyen unos a la isla bombardeada a finales de los años cuarenta (aunque prácticamente desierta, y tierra de experimentos nucleares) o porque eran dos (bi) prendas (¿kini?).
Los símbolos de esa vestimenta lo fueron no Sophia Loren ni Gina Lollobrigida, sino la muy cálida y erótica Briggitte Bardot, pero también la insípida Annette Funicello.
La audacia del bikini consistía, cuando mucho, en dejar al descubierto el estómago, porque el brasier cubría más que los normales, y el calzón llegaba a la cintura y tapaba por completo los glúteos.
El cine mexicano se permitió una audacia muy chafa que las páginas de espectáculos (sobre todo de El Fígaro) no tardaron en bautizar como trikini, que eran dos pedazos de tela burda y ruda que cubrían los pechos, y el calzón normal, a la cintura. Para aumentar lo antiestético y lo cursi, esas prendas tenían olancitos por todas partes. La más famosa que posó con esa prenda fue Laila Buentello, elegante vedette que casó con Carlos, el de Neto y Titino.
Esa prenda deslució el cuerpo de Ana Bertha Lepe, quien en bikini normal se veía bastante bien, aunque no tanto como Yolanda Varela.
Otras actrices, como Lilia del Valle o Silvia Pinal, son más identificables con trajes de una sola pieza que con bikini.
En 1965 apareció otro traje, bastante feo, que se llamaba monokini; en lugar de que sencillamente se despojaran de la parte superior del bikini, que era lo que se decía que hacían en las playas europeas, le agregaron tirantes al calzón, y ya; no cubrían los pechos. Así apareció la casi quinceañera Meche Carreño en la portada de Cine Mundial, y se hizo famosa en menos de una semana.
El monikini se popularizó en algunas playas italianas, francesas e incluso alguna californiana.
Apenas tres años antes los diarios mexicanos habían colocado una tira en la famosa fotografía de Marylin Monroe cuando vino a México invitada por José Bolaños, y en la que demostraba la veracidad de su odio por la ropa interior.
Algunos diarios pusieron una mancha negra en los pechos de Meche Carreño, pero otros la reprodujeron tal cual, para asombro de los lectores.
En plena época de las primeras minifaldas, gracias a unas modelos de una cinta de James Bond, intentaron poner de moda unos trajes de baño de una pieza, pero en donde se exponía la cintura a merced de la vista de los curiosos, porque esa parte era transparente, o mejor dicho, era una malla tejida con puntadas muy grandes; las partes de pechos y caderas eran de tela gruesa y opaca.
En México, Julissa y Silvia Pinal se atrevieron a usar esa prenda en alguna cinta, pero tuvo poco éxito.
Otro traje de baño, más desafortunado, cubría por completo las partes delantera y trasera, pero descubría los lados. Los efectos eran peores, y tampoco duró.
Todas esas audacias se vieron rebasadas y púdicas cuando la moda hizo que los calzones llegaran sólo a la cadera, moda que hace unos diez años regresó con cierta fuerza; desde luego las tangas fueron más audaces, porque el soponcio que le dio a las personas mayores cuando vieron los primeros bikinis no fue tan fuerte como el que sufrieron los que vieron las primeras tangas.
Ya para entonces eran frecuentes los desnudos en las pantallas cinematográficas, que desde los de Blow Up, no por fugaces menos escandalizantes, ya mostraban vello púbico. Y en los setenta era rara la cinta donde no hubiera desnudos.
La tanga fue vista no como consecuencia de esos desnudos, sino como una excentricidad brasileña, y limitada a las locuras del carnaval, que no por nada se llama así (los que dicen que va a promover Ebrard serán tan audaces?)
Los bikinis habían ido mostrando cada vez más, y se convirtieron en el traje de baño de las solteras, porque siempre había la posibilidad de adquirirlos en tallas diferentes para las partes superior e inferior, mientras que el de una sola pieza exponía a las usuarias a que les entrara agua por alguna parte, si es que lo usaban para nadar y no sólo para presumir.
El bikini, en vez de a la cintura, como los primeros, ya en los setenta el calzón llegaba sólo a la cadera, lo que descubrió a las mujeres una comodidad antes no imaginada. Al poco tiempo la ropa interior debió adoptar ese tamaño y esa forma (“chikini”, bautizado por el espantado pero siempre al día Gabriel Vargas). Y como llegó también la moda de los pantalones a la cadera, los bikini fueron las pantaletas más adecuadas, aunque no faltó quien mostrara unos centímetros de resorte de las pantaletas normales, lo que era la forma menos elegante y menos erótica de enseñar.
Desde hace unos pocos años esto se generalizó; hay quienes le llaman “moda de superhéroes”, porque traen los calzones de fuera.
En los años ochenta se pusieron de moda trajes de baño y pantaletas con una reducción considerable en las partes laterales; “pierna francesa”, le pusieron, pero tenía la desventaja de la incomodidad, e hizo que reviviera aquel vulgar comercial: ¡Caramba doña Leonor!
Pero la tanga ganó la batalla, porque descubría las ingles y bastante los glúteos.
Esta moda, que parecía la más audaz de la historia (que es muy reciente: hace dos siglos no usaban nada bajo las faldas), fue desplazada por una prenda a la que se le dio el mismo nombre, pero en el habla popular fue bautizada como hilo dental.
Fue primero destinada sólo a las playas y monopolizada por adolescentes destrampadas. Al principio no se atrevieron a usarla más que en las escuelas de samba, y en las playas brasileñas, sobre todo por las nativas.
A largo plazo sirvió para que las vedetes no se sintieran incómodas ni les dijeran desnudistas (ombliguistas, les espetaron apenas hace 60 años a Tongolele, Su Mu Key y otras bailarinas). Hubo alguna que mostraba totalmente los glúteos y apenas se notaba el minúsculo elástico, pero declaraba que “jamás posaría desnuda”.
Primero en tianguis y después en tiendas departamentales se pusieron a la venta esas tangas hilo dental, pese a la incomodidad y a que los proctólogos advierten de los peligros que representan.
Ya hasta las prendas amarilla y roja que promueven hasta las tiendas elegantes para recibir el Año Nuevo son “hilo dental”; sin embargo, proliferan las exóticas, en forma de mariposa, o con alguna figura caprichosa que asoman cuando su portadora se inclina y las expone, con pasmo de la gente, porque no se ven sensuales ni deseables, sino fodongas y cuachalotas, además de que rfevelan que las llantitas son más comunes de lo esperado, o antes no se notaban.
(Esta nota condensa, corrige y actualiza “Audacias femeninas” y “Mujeres audaces”, que aparecieron los 3 y 10 de marzo de 1997 en El Financiero).