domingo, 27 de enero de 2008

Los ciclos de las palabras

En los años treinta parecía imposible que las comunidades de color en Estados Unidos conquistaran derechos, que los dejaran viajar junto a los blancos en los autobuses o que si lo hacían, no se vieran obligados a cederle el asiento, sin importar sexo o edad. Muy pocos peleaban porque se les diera igual trato.
Entonces un escritor, Dashiell Hammett, hizo algo inusitado: llamar Sam Spade a uno de sus principales personajes, el protagonista de El halcón maltés. Ahora no parece audaz, pero “spade” era la manera en la que los “blancos” demostraban su simpatía (o adhesión) por los “negros”.
Hammett se la pasó desafiando al sistema, y no sólo con declaraciones, que en esa época eran peligrosas, sino con actitudes; es de sobra conocido que él y su esposa Lillian Hellmann se opusieron con acciones sólidas al macarthismo, lo que les costó a ambos ser proscritos del cine (su mayor fuente de ingresos) y de muchos otros medios. Su reactivación no alcanzó a enmendar el tiempo en que fueron, digamos, perseguidos.
No vivimos en la misma época; tuvieron que pasar una guerra mundial y muchas civiles, y gran violencia en Estados Unidos, para que la discriminación racial disminuyera, aunque aún se ve peligroso, para él, que Obama llegue a ser candidato del Partido Demócrata (que por definición es el que menos discrimina a las comunidades de color). Hubo un cambio radical, pero tan superfluo que se parece al que practicamos en México desde que el subcomandante Marcos regañó a la gente por no saber pronunciar Chiapas, y ahora se escucha a demasiados deletreando C h i a p a s, como demostrando su buena conciencia. Así, nadie llama negros a los negros y se les dice “afroamericanos”, palabra que además de cursi es inexacta porque discrimina a los negros no estadounidenses.
Así sucede con otras palabras a las que le han cambiado el destino; por culpa de ello, una de las máximas películas musicales, The Gay Divorcee, adquiere un significado diferente para quien la vio después de los años ochenta. Ya no se trata de que Ginger Rogers, la alegre divorciada, tenga que sufrir equívocos entre quienes la tratan porque creen que es liviana por ser divorciada (algo así como la viuda alegre: ya no tiene nada que perder, decían con picardía todavía hace poco), sino que el espectador pensará que se trata de una lesbiana, o de un homosexual, dado que en el título no se distingue el sexo.
Se comenzó a llamar “gay” a la comunidad homosexual, probablemente por su iniciativa o cuando menos con su complacencia, porque todos los adjetivos eran ofensivos, aunque el más común tenga origen latín y signifique “extraño”. Y muchos, cuando trataban de explicar su conducta, decían: “es que yo soy distinto, raro”.
Es inexplicable que se les adjudique un sustantivo que significa “alegre, ligero de cascos”, y que finalmente conduce a un pensamiento peor, que es el adjetivo que se les asestaba de manera más injuriosa: “locas”.
Hace un par de días se difundió una petición casi formal de que a las lesbianas ya no se les diga lesbianas, porque le parece un adjetivo ofensivo, sino “gay-elle”. La explicación es que “lesbiana” es un término pasado de moda y que ofende.
Quienes se molestan por el uso de “inválido” explican que era un término que se usaba hace décadas y que era necesaria una palabra que no ofendiera. Si “válido” significa sano, vigoroso, es obvio que inválido es quien no está sano, aunque desde 1600 se nos aplica a quienes no nos valemos por nosotros mismos; prefieren “discapacitado”; aunque pudiera parecer que deviene del prefijo dis, que significa anomalía, en realidad es un anglicismo, derivado de disabled, “lisiado, incapacitado”; es el término que se utiliza en el beisbol para explicar la ausencia de un jugador en la lista de los peloteros activos.
Decir discapacitado es tan incorrecto como decir “evento” por hablar de una ceremonia de premiación, una fiesta, un discurso, un acto político, en una mala traducción de “event”, o como decir “actualmente” cuando se lee “actually”, “en realidad”.
El boletín difundido en el que se propone el uso de “gay-elle” (¿homosexual-ella?) tiene varios problemas: lesbiana viene de Lesbos, la isla donde Safo escribió sus extraordinarios poemas (véase el excelente ensayo de Gabriel Zaid en Letras Libres de enero de 2008; para los poemas podríamos remitir a la Antología de la poesía griega. Siglos VII-IV A.C. de Carlos García Gual, quien la define como “extremadamente delicada y femenina”, “melancólica y de una exquisita sensibilidad femenina”; podríamos remitir a los lectores a esa antología, pero sucede que está agotada, que Alianza Editorial no tiene un solo ejemplar cuando menos en México). Hace 2 600 años que Safo escribió sus poemas y desde siempre se ha asociado su nombre y el de Lesbos con el amor de una mujer por otra: amor sáfico, que sólo con mala intención puede perder su sentido delicado y sensible.
Más grave es que se aplique el sufijo elle, ella en francés, para recalcar que se trata de mujeres; en todo caso, la palabra homosexual carece de sexo, y puede usarse lo mismo para hombres que para mujeres. Se dice “la primera mujer candidata”, “la primera mujer abogada en México”; en ambas frases sobra “mujer”, es reiterativo; el adjetivo o artículo “la” lo dice todo. Así en el caso reciente, gay-elle, sale sobrando, sobre todo en español. Se lesiona el uso del lenguaje con el argumento de que “lesbiana” aparte de anticuado es poco explícito, que no denota alegría; se cae en lo grotesco: pocas novelas tan delicadas como Conversación en la Catedral, donde Vargas Llosa relata escenas homosexuales explícitas, con hombres y mujeres. La tristeza (o mejor, sordidez) no está en las palabras sino en el tono, en la manera en dirigirse a las personas. Y si es por el tiempo que llevan las palabras (cerca de 2 500 años), hay que considerar que “mamá” y “papá” llevan mucho más tiempo. O “leche”, registrado en español por primera vez, dice Corominas, en 1129. Dado que se utiliza también como insulto (Vargas Llosa, Carlos Fuentes), como sinónimo de eyaculación (Luis Spota, José Agustín), de maldad (“¡qué mala leche”!), ya podrían los defensores de los sudores por calenturas ajenas (temperaturas, no excitación) buscar un término no ofensivo para las vacas. Porque por otro lado, qué nos importa la sexualidad de la gente; más bien debe importarnos la gente.

lunes, 21 de enero de 2008

Cole Porter, poeta

En los años cincuenta Agustín Lara fue incluido en una antología de poesía mexicana; en 1972, en el insuperable Ómnibus de poesía mexicana de Gabriel Zaid hay un apartado de poesía popular con varias excelentes canciones; después de esa década, antologías de poesía estadounidense o inglesa incluyen a Bob Dylan (recipiendario del Príncipe de Asturias y candidato al Nobel de Literatura), John Lennon, Van Morrison, Joni Mitchel, Lou Reed. En la colección Material de Lectura, publicada en los años ochenta por la UNAM, hay dos cuadernos con traducciones de rocks, algunas muy afortunadas, por Juan Villoro.
Nadie con más méritos, sin embargo, que Cole Porter, el compositor estadounidense muerto en 1964 a los 72 años, y cuya vida ya ha sido motivo de dos cintas: Night and day, de Michael Curtis (el de Casablanca), y una más o menos reciente, De-Lovely, de Irwin Winkler.
Su música ha estado presente en infinidad de películas; podría incluso decirse que en el género de la comedia musical, una irreprochable, High Society (uno de los escasos remakes tan bueno como el original, Philadelphia Story) debe gran parte de su calidad a la música de Porter, y hay dos escenas cumbre, con Frank Sinatra y Bing Crosby cantando “Well, did you evah!”, y “True Love”, con Bing Crosby y Grace Kelly (interpretada también por George Harrison en 33 1/3).
No es posible abordar aquí sus muchos méritos musicales porque no es la especialidad de esta columna, pero al revisar cualquiera de las letras encontramos inteligencia, habilidad literaria, sentido del humor, y sobre todo originalidad para expresar el amor, para narrar situaciones, al mismo tiempo con despliegue de imaginación y con pocas palabras. Sólo puede decirse que han tratado de imitarlo muchos, Armando Manzanero el más destacado de los mexicanos.
La cinta de Winkler contiene varias escenas que muestran lo difíciles, aunque encantadoras, que son estas piezas, pues exigen siempre un buen cantante; están a cargo de los mejores posibles: Elvis Costello, Robbie Williams, Alanis Morrisette, Sherryl Crowl, Diana Krall, Vivian Green y un excelente John Barrowman; hace una docena de años varios rocanroleros y raperos grabaron un disco con canciones de Porter que le quedaron grandes incluso a Sinéad O’Connor, la más escuchable (y visible) de aquel disco.
Pero para hablar en concreto de las letras, aunque tiene más de 300, ninguna desechable, tomemos algunos ejemplos destacables: en “You’re the top” una pareja intercambia adjetivos; el Coliseo el Museo de Louvre, una melodía de Strauss, un soneto de Shakespeare, la torre de Pisa, la sonrisa de la Mona Lisa, el brandy Napoleón, una comida turca, los ojos de Irene Bordón (una de las actrices más bellas del teatro estadounidense de los años treinta), el cuello Arrow, el dólar de Coolidge (la canción es de 1934), un drama de Eugene O’Neill, el queso camembert (mi adjetivo favorito), el Infierno de Dante, una ensalada Wakdirf, una balada de Irving Berlin, un Boticelli; Keats y Shelley, un tamal picoso; a sí mismos, en cambio, se califican como un cheque sin fondos.
En “True love” sobresale la imagen de la guarda ¡que no tiene nada que hacer!; en “Let’s Misbehave” propone el amor como una travesura, pero con la picardía enunciada desde el título: “portémonos mal”.
No parece una respuesta inadecuada la entonada en una canción impresionante: “Let’s do it (Let´s fall in love”): lo hacen todas las criaturas de la naturaleza, libres o en cautiverio, y la enumeración es apabullante porque recurre a ejemplos en todo el mundo.
La lista de las canciones de Cole Porter (“Call Porter!”, le dice Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres) es impresionante, y no hay de dónde seleccionar unas cuantas; en todas, el ingrediente es la delicadeza, la rima perfecta, la acentuación inesperada, palabras sorpresivas porque para ejemplificar a una pareja enamorada recurre al ejemplo de unos hipopótamos o unos chimpancés, y nunca suena grotesco (Paul Simon retomó el tema muchos años después en “At the zoo”).

Cuando se publican las letras de las canciones más bellas solemos desilusionarnos porque pierden mucho más de la mitad de lo que son al no ir acompañadas de la música; así sucede con prácticamente todos los compositores; Cole Porte es una de las excepciones, aunque nos gana el prejuicio de saber que son canciones; pero haciendo un esfuerzo podemos encontrar en sus piezas no manifiestos sino declaraciones; no historias sino narraciones, no lugares comunes sino la inteligencia en pleno tratando de mostrar a alguien que es único; canciones de amor carentes de cursilería, que se permiten expresiones tan intensas como “Easy to love” o “You’re sensacional”, sin asomo de patetismo.
Tal vez la más intensa sea la desplegada en “Friendship”, un diálogo en el que hombre y mujer declaran que lo de ellos es amistad, pura y simple, pero excluyen a todos los demás.
Por desgracia no hay disponible en el mercado una discografía aceptable, sólo unos cuantos discos sueltos, desperdigados y mal grabados (desapareció Sinatra sings Cole Porter, por ejemplo), y no hay biografías ni estudios sobre él; el más reciente es Cole, de Brandan Gill y Robert Kimball, de 1971, y nunca traducido. Así, nos estamos perdiendo a uno de los más sensibles poetas del siglo XX, y eso nos empobrece mucho.

(Ésta es una versión levemente corregida y más levemente aumentada de una nota publicada en la sección Cultural de El Financiero, el 4 de julio de 2005.)

jueves, 17 de enero de 2008

El retiro de Ana Gabriela

¿Qué va a pasar con el deporte mexicano ahora que se retira Ana Gabriela Guevara? ¿Se perdieron medallas olímpicas?
En alguna ocasión un equipo de beisbol cedió a las pretensiones de otro y aceptó venderle a Nolan Ryan, ganador de más de 320 juegos, con el récord aparentemente irrompible de más de cinco mil ponches, y poseedor de la marca de siete juegos sin hit ni carrera, cuatro más que cualquier otro lanzador en la historia de las Ligas Mayores.
—¿Cómo van a sustituirlo?— le preguntaron al manager del equipo que lo vendió.
—Con dos pitchers de diez ganados y diez perdidos.
Ryan perdía casi tantos juegos como los que ganaba, así que en realidad era más espectacular que efectivo.
Con Ana Gabriela Guevara pasa lo mismo: tuvo dos o tres años excelentes, pero perdía en las competencias más importantes siempre que no involucraran ganancias económicas. Y ahora está muy lejos de su excelencia, hay 26 competidoras con mejores marcas que la suya (El Financiero, 17 de enero de 2008, nota de Nancy González), y si cuando estaba supuestamente en plenitud no pudo obtener la medalla de oro que tanto anhelan los políticos (tanto, que la de plata que consiguió, aun siendo un triunfo, supo a derrota), ahora las probabilidades de que siquiera sorteara las primeras eliminatorias eran muy bajas.
Se retira en buen momento, y deja la sensación de que el deporte mexicano sufre una pérdida enorme, irreparable. Y tiene el pretexto de que se va porque las autoridades deportivas son corruptas, sólo porque no le hacen caso.
Se enfrenta además, dice, a la indiferencia del gobierno, y entonces sale inmaculada con muchos culpables, y sus jilgueros acentúan la acusación afirmando que es la mayor atleta de la historia del deporte mexicano.
Dejan en el olvido al sargento Pedraza, quien azoró a los espectadores cuando estuvo a punto de conseguir la medalla de oro en la prueba de la caminata de 25 kilómetros en 1968; si hubieran sido 25 kilómetros y diez metros, la hubiera conquistado, y la conmoción fue mayor cuando lo vimos hacer berrinche durante la premiación: ésas eran ganas de triunfar, opinaron los espectadores, esta vez en coincidencia con los locutores, quien hicieron creer que la siguiente prueba, la caminata de 50 kilómetros, sería la buena; la actuación no fue mala, pero no llegó entre los primeros lugares. Nadie se lo reprochó, porque todos saben que las competencias tienen a un solo ganador, y los demás compiten con ganas (“Lo importante no es ganar sino competir” ha sido desvirtuado, porque piensan que competir es participar, aunque significa buscar ganar).
Al calificar a Ana Gabriela Guevara como la mejor deportista mexicana de la historia se olvidan de muchos que han conseguido grandes triunfos, porque no se toma en cuenta que cada época es diferente, con características muy distintas; los más de 300jonrones de Vinicio Castilla no son más que los 127 de Aurelio Rodríguez ni que los 130 de Jorge Orta, porque en los años que éstos jugaron la bola era más pesada, los parques más grandes (sobre todo el de Chicago), y los pitchers más competitivos; el aire de Colorado ayudó mucho no sólo a Vinicio, sino a todos los bateadores de Rockies; eso tampoco descalifica a Castilla, simplemente fueron diferentes.
Guevara ha gozado de mejores condiciones que muchos otros deportistas, que tenían que entrenar en la madrugada para luego irse a la escuela, y regresar a entrenar, sin tiempo para comer ni para nada más; las becas no llegaban a los mil pesos mensuales, cuando las tenían; Pedraza podía competir porque en su trabajo, en el Ejército Mexicano, le permitían distraerse unas pocas horas para entrenarse.
Mejores circunstancias vivieron los marchista de la época dorada (quienes además pudieron competir gracias a que Pedraza llamó la atención sobre una competencia en la que pocos se fijaban), pero Carlos Mercenario, Ernesto Canto y Raúl González tenían una beca, no los sueldos que reciben los atletas olímpicos de estos días.
En los Juegos Olímpicos de 1968 Pilar Roldán y Mari Tere Ramírez consiguieron medallas en competencias muy cerradas, frente a atletas que recibían un patrocinio muy alto de sus gobiernos, porque cuando eran realmente olímpicos los atletas servían de propaganda a los diferentes sistemas políticos; los gobiernos “socialistas” respetaban el estrato amateur de los deportistas pero en realidad recibían salarios como maestros de educación física; los países del otro lado de la cortina ideológica de hierro patrocinaban de manera más descarada a sus competidores, aunque se cuidaban de que no fuera muy directa, no les fuera a pasar lo que a Jim Thorpe, quien por aceptar una lana en un juego de beisbol llanero (disciplina que ni siquiera tenía la categoría de olímpica) perdió un titipuchal de medallas olímpicas —y luego ni siquiera fue buen beisbolista profesional, aunque sí la hizo en el futbol americano.
En 1961 la General Electric contrató al futbolista uruguayo Julio María Palleiro, quien había sido campeón goleador en la entonces llamada Liga Mexicana de Futbol, y estrella del Toluca y del Necaxa; los vendedores de la General Electric trabajaban cada tercer día en su local, y los otros días en la calle, recorriendo colonias con su catálogo bajo el brazo y ofreciendo la mercancía a las amas de casa; pero cada semana cambiaban; si una estaban en la tienda lunes, miércoles y viernes, la siguiente les tocaba martes, jueves y sábado; Palleiro pidió que lo dejaran siempre lunes, miércoles y viernes, para entrenar martes y jueves con el América. La compañía no aceptó.
Llama la atención que Palleiro, estrella del deporte, tuviera que pedir chamba de casi cambaceo; suena más asombroso cuando lo comparamos con lo que cobran (que no es lo mismo que lo que ganan) los futbolistas contemporáneos, aunque ni siquiera sean los más famosos o más eficaces.
Esto lleva a otra pregunta: al cobrar esos salarios, ¿el Estado debe patrocinarlos? ¿No son empleados de una empresa, no de un club? ¿Cuál es la obligación del Estado respecto al deporte: patrocinar a los profesionales o impulsar la práctica del deporte de los ciudadanos comunes?
Se malinterpreta esta situación; las autoridades creen que el deporte es la práctica profesional, y patrocinar a los que destacan para que acudan a competencias internacionales y le den lustre al país; deporte sin embargo es una educación, que abarca a toda la población, y comprende no sólo la práctica competitiva, sino saber cómo caminar, cómo sentarse, cómo dormir, cómo respirar, cómo y qué comer, cuándo y cuánto puede ingerir bebidas alcohólicas o cuánto y qué (también) fumar; la práctica de ejercicios no competitivos que ayuden a la gente a tener más salud.
Es lo mismo que se hace con la escritura; la Secretaría de Educación Pública enseña no para que todo mundo sea escritor, sino para que todos sepan leer y escribir, aunque sea medianamente. Así la práctica deportiva no es para que todos sean deportistas profesionales; de otra manera sólo se privilegia a un sector muy menor de la población.
Los deportistas, aun los amateurs, han sido privilegiados, pero no es lo mismo que lo que pasó con los boxeadores que dieron tanto brillo al deporte mexicano antes y después de 1968; Felipe Muñoz, los clavadistas, los boxeadores, tenían el privilegio de entrenar en instalaciones adecuadas inaccesibles para todos nosotros; contaban con un entrenador al que no le pagaban ellos y eran becados para que estudiaran y los dejaran salir a entrenar; esos privilegios no los teníamos los demás, aunque podíamos ir a las instalaciones del Instituto Nacional de la Juventud Mexicana y jugar frontón o hacer pesas, cuando había espacio y nos dejaban los demás.
La Selección Mexicana de Futbol, patrocinada por empresas refresqueras y cerveceras y con apoyo interesado de otras, ¿representa al deporte mexicano?, ¿a los miles de llaneros que cada semana se relajan de la rutina laboral, pero que deben pagar a los árbitros, por el uso de la cancha, y comprar sus implementos?
La misma pregunta puede hacerse en el caso de Ana Gabriela Guevara: ¿representa al deporte mexicano, ella que entrena en el extranjero, que cobra por las competencias en las que obtiene alguna buena posición? ¿Reembolsa al Estado lo que cobraba mensualmente cuando obtenía premios en efectivo, como el millón en lingotes de oro? ¿Renunció a sus emolumentos cuando comenzó a recibir patrocinio de empresas que le pedían que posara con sus productos?
Por eso, cuando dice que no habrá alguien como ella en mucho tiempo, ¿no le puede reprochar el Estado que no se dedique a entrenar —si tiene facultades para ello— a los jóvenes que inspirados en ella (o en otros), aspiren a ser profesionales? ¿Y lo que invirtió el Estado en ella?
No puede evitar la sospecha de muchos espectadores que piensan que se retira para no tener que justificar una posible derrota, como hizo aquel corredor de apellido Cárdenas, que era una de las esperanzas en el atletismo olímpico, que cuando le preguntaron por qué no había quedado en un mejor sitio que un decepcionante sexto, respondió indignado: ¡es que corrieron más rápido!

domingo, 13 de enero de 2008

INVITACIÓN

Eduardo Mejía, el autor de esta página, impartió un célebre Taller de Lectura, en las instalaciones El Financiero, que llegó a tener 40 participantes, aunque la mayor parte del tiempo fueron 20 los asistentes consuetudinarios; en el año que duró, considerando periodos vacacionales de Navidad, Año Nuevo y Semana Santa, los participantes leyeron 39 libros (completos), algunos de considerable extensión y complejidad, además de que hubo sesiones en que algunos visitantes (autores, críticos, funcionarios editoriales) conversaron con los miembros.
Una variedad del Taller incluyó sesiones de cómo escuchar algunos géneros musicales.
El Taller recomenzará, ahora por módulos temáticos, en un horario adecuado, en sesiones de una a dos horas, en otras instalaciones, a un costo proporcional; los interesados pueden escribir a leguiluz@prodigy.net.mx o llamar al 52-03-14-36 para informes.

sábado, 12 de enero de 2008

Lenguaje de la publicidad

En los años sesenta, con el auge de la popularidad de los Beatles, surgió un modelo de calzado, “Ringo”, en una cadena de zapaterías, Canadá, que ya se le conoce con otros nombre y cuando menos disminuyó su presencia en la publicidad. Su característica eran tacones más altos de lo normal (los Beatles usaban botines, que no escandalizaban tanto ni como el cabello largo ni como el despeinado –“Arthur, lo llama Harrison en A Hard Day’s Night).
Poco antes Canadá había emprendido una campaña para que los chaparros nos sintiéramos menos acomplejados, con el mismo tacón dos o tres centímetros más altos que los normales. No es momento ni sitio para revivir las polémicas entre quienes dudaban de la hombría de los que usaban esos zapatos, y quienes les recordaban que el “tacón cubano” tampoco era muy masculino, y de allí se pasaba a las melenas y la cola de pato de pocos años antes. Lo que vale la pena es recordar la molestia que causó entre los puristas, académicos y simples defensores del buen decir la palabreja inventada para promover aquellos zapatos: “¡Alturízate!”.
No es ocioso recordar que por aquellos años había gente como Álvaro Mutis, Raúl Renán, Francisco Cervantes, Gabriel García Márquez en agencias de publicidad; eso no fue obstáculo ni para esa barbaridad ni para otras, como la usada en la campaña promocional de unos cigarrillos que desaparecieron hace mucho tiempo: “Nova renova el placer de fumar”.
Ya se sabe que las academias de la lengua no están reñidas ni con el lenguaje coloquial ni con los neologismos, aunque a veces se tarden demasiados años en admitirlas en sus diccionarios, con la consecuencia de que cuando lo hacen las palabras ya perdieron actualidad y popularidad: durante muchos años los tecnócratas difundieron una palabreja, “presupuestar”, que violaba toda lógica filológica, porque “presupuesto” es un cálculo posible, que contadores y administradores, sobre todo los de la administración pública federal convirtieron en verbo.
Quienes nos molestábamos por esa palabra nos vimos derrotados cuando la Real Academia de la Lengua Española aceptó “presupuestar” en su edición de 1984 de su Diccionario, aunque vimos con satisfacción que a partir de entonces ya no es utilizada más que entre los burócratas más arcaicos. También fue un triunfo el uso cada vez menos extendido de “enfatizar” a raíz de su inclusión en el DRAE.
Por fortuna, ni “alturízate” ni “renova” tuvieron más repercusión que unos cuantos meses en los medios de difusión: una caricatura que mostraba a un chaparro que con dos o tres centímetros más, conquistaba a una mujer días antes despreciativa de la estatura del pretendiente (suponiendo que a loradelora no se iba a fijar en ese detalle, sino en otro, así como los hombres en esta época hacen caso omiso del engaño provocado por el Wonderbra; por cierto, por la época de los “Ringo” de Canadá se calificaba a los Lovable –adorable— de “levantafalsos), y un locutor que pronunciaba con énfasis la renovación de unos cigarrillos que, por cierto, sacaban chispas sospechosas).
Ha habido otras campañas, pero derivadas del gobierno, que por tratar de congraciarse con algunos eufemísticamente llamados “grupos minoritarios”, han deformado el lenguaje; así, se difunden tonterías como “discapacitados”, “capacidades diferentes”, “afroamericanos”, “gente menuda” (aunque ya lleva mucho ésta), “tercera edad”, “adultos mayores”.
Durante el sexenio foxista (¿el peor de la historia? Francisco Bulnes decía eso del periodo de Manuel González, que fue tan malo que provocó que se proclamara el regreso de Porfirio Díaz) se instituyó casi oficialmente “niños y niñas, diputados y diputadas, chicos y chicas de la prensa”; es cierto que los locutores y presentadores, oradores de ceremonias oficiales y de fiestas de quinceañeras suelen saludar a los concurrentes con un “señoras y señores” (muletilla de José Ramón Fernández, pero también de Ángel Fernández y de Fernando Marcos, que hablaban mucho mejor), y es memorable la muletilla de una conferencia de La China Mendoza: “señoras y señores, niños y niñas y Monsiváis”, pero por tratar de quedar bien lo único que hicieron fue cometer una violación más, ésta a la gramática; sin embargo, tuvo tanta aceptación en muchísimos ámbitos que muchos afirman que ya lo aceptó la Academia; ya aceptó una incorrección grave, que es llamar poetas a las poetisas, al grado de creer que decirle poetisa es decirle cursi o mala escritora, como si para aceptar la calidad histriónica de una mujer tuviéramos que decirle “la actor”, porque “actriz” sería cursi o denigrante; por fortuna son pocos, y cursis, los que alegando equidad de género, y para ahorrarse letras, en vez de “los hombres y las mujeres” o “los profesores y las profesoras” (o “los cetáceos y las cetáceas”, como me dice José Emilio Pacheco que llegaron a decir), utilizan el símbolo de arroba.
Hay sin embargo algunas incorrecciones que se han perpetuado; decimos sin rubor “presidenta”, y hasta hay quienes se enojan cuando se escribe “la presidente”, y sin embargo nadie dice “la asistenta” ni “la amanta”.
Asombra sin embargo que un neologismo totalmente innecesario, inútil y hasta ofensivo haya invadido radio, televisión y hasta medios impresos; para difundir la capacidad de los nuevos teléfonos celulares o portátiles, para enviar mensajes, se anuncien “Mensajéate”; sigue la lógica de “asear”; sin embargo, no existe el verbo “mensajear”; ¿es necesario crearlo, como la Academia creyó necesario crear presupuestar”; Corominas supone alrededor del siglo XVII la palabra presupuesto, pero presupuestar por presuponer, aunque de uso difundido, es muy reciente y ya vimos que poco pegador; pero los mensajes han existido desde siempre, y ni en las peores novelas alguien había escrito “mensajear”; esa desbordada imaginación no tendrá, suponemos, demasiada vida, y al poco rato desaparecerá, aunque sea de temer que la manga demasiado ancha de la Real Academia de la Lengua, por no lastimar a grupos minoritarios, termine por aceptarla aunque nadie la use dentro de un par de años, así como acepta que “acceder” (aceptar) se use como sinónimo de ingresar o ascender.
No es por hablar mal: hace unas cuantas semanas la secretaria de Educación Pública, Josefina Vázquez Mota, en una ceremonia de premiación y ante cuando menos un miembro de la Academia que no la desmintió, pidió reglas gramaticales para el “nuevo” lenguaje, el utilizado en los mensajes telefónicos, que aunque tiene origen en la taquigrafía, ya lo usan todos los que se “mensajean”. O como diría Adolfo Bioy Casares en su Diccionario del argentino exquisito, es un lenguaje que no vige.

domingo, 6 de enero de 2008

Escritores contra escritores

En uno de sus libros más hermosos, Desconsideraciones, Juan García Ponce incluye un breve ensayo, “Amaos los unos a los otros”, en donde expone muchas de las peleas más célebres entre escritores, salpicada por unas cuantas excepciones; maldad, perversidad, en declaraciones de gente que pone todo su ingenio al servicio de la enemistad.
García Ponce no incluyó ninguna de sus famosas frases para denostar a otros; por ejemplo, cuando una mujer ya mayor presumió de sólo tener 70 años, Juan le dijo, asombrado: “Pues está muy mal conservada”; y si él habla de muchos retratos de amistades que en las novelas revelaban la verdadera esencia de los sentimientos, muchos de los retratos que él hizo en sus novelas están más cercanos a la picardía que al homenaje.
No sé si fue suya una respuesta, cuando alguien comentó que había saludado a Luis Spota, pese a sus diferencias: “¿cuáles diferencias?”.
Apareció de pronto en los estantes de nuestras muy desnutridas librerías un volumen (y desde hace seis meses ya no se le ve), Escritores contra escritores, recopilado por Alberto Ángelo, con prólogo de Jordi Costa (El Aleph Editores, octubre de 2006, Barcelona), que es una serie de frases, ejemplo de la maldad más honda, salidas de anecdotarios, declaraciones, opiniones, que lleva al extremo aquel ensayo de García Ponce.
Organizado en víctimas en orden alfabético, el pequeño volumen, de 174 páginas sin colofón (como ya es costumbre, sobre todo en los libros españoles), termina por aburrir por lo repetitivo, porque si por ejemplo Roberto Bolaño habla mal de tres autores en una misma frase, ésta aparece tres veces en el tomo; como es de suponer, muchas de esas frases no son más que puyas inofensivas, expresiones llenas de rencor, envidia, celos; pero en otras hay enemistad, odio; si muchas son inocentes, como las opiniones de Nabokov o Truman Capote contra Faulkner, o de Chesterton contra George Bernard Shaw, hay algunas que son ejemplos magistrales contra la persona, ya no contra el escritor, como las vertidas contra Thomas Carlyle por Tennyson (“Carlyle es un poeta a quien la naturaleza ha negado el sentido del verso”) o por Samuel Butler (“Dios fue muy bueno al permitir que Carlyle y la señora Carlyle se casaran el uno con la otra, y así hacer que dos personas fueran infelices en vez de cuatro”).
Cuando uno cree que la gloria literaria hace inmunes a muchos escritores, como Joyce, Carpentier, Neruda, Milton, Robert Graves, Thomas Hardy, resulta que son tan vulnerables como los mortales, y a veces con dardos de escritores muy menores, que no están a su altura, algo que debería ser una regla: si se ataca a un gran escritor, por lo menos que lo haga alguien con suficientes méritos literarios, y que la enemistad o el rencor estén limitados a que sean por cuestiones personales, no por celos ni por envidia; así, los leones muertos no estarían en el hocico de los burros vivos (como dijo Jorge Portilla cuando criticó a Thomas Mann); tampoco la rivalidad política debería ser un elemento para los insultos, o cuando menos que tuvieran la elegancia de Borges contra Neruda o de Neruda contra Borges, o cuando menos la de Onetti contra Borges, y no la descalificación por motivos políticos, como lo hace Enrique Ánderson Imbert contra Borges.
Cuando menos, en este libro no debería de haber incluido opiniones insulsas como las de Nabokov contra EM Forster o la de George Eliot contra Charlotte Brönte, o varias de Roberto Bolaño que parecen más desahogos iconoclastas que juicios.
Este libro contiene algunas joyas, como la asombrosa expresión de Gore Vidal a Dwight McDonald, “¿No te das cuenta de que no tienes nada qué decir, sólo añadir?”, que se disfrutan horrores; lo malo es que sobran demasiadas que sólo muestran que los escritores son tan humanos como los seres humanos, pero mucho más ruines.
Es un libro demasiado local; casi no hay escritores mexicanos, y sí muchos europeos sin mérito; sería mejor si hubiera puesto algunas de las famosas expresiones de algunos escritores mexicanos, como las de Salvador Novo, algunas sólo graciosas e ingeniosas (“estaban Fulano, de 30 años pero que parece de 25, y Zutano, de 60 pero que parece de 61”; la gloso, no la calco), pero otras terribles, como la expresada en aquel soneto perfecto literariamente, pero lleno de maldad (“Una pequeña actriz, tan diminuta”), o las dirigidas contra sus amistades (como el soneto citado, o la contada por José Antonio Alcaraz, cuando alguien dijo que nunca había visto actuar a Dolores del Río: “ni la verás”); y otras muchas que andan en boca de casi todo el gremio, pero que como no han sido puestas en letra impresa pueden ser sólo rumores.
Y lástima, si se hubiera esperado unos cuantos meses podría haber incluido el nuevo pleito mexicano, entre Braulio Peralta y Juan Villoro; el primero, quien haciendo caso omiso a sus obligaciones de su puesto de ejecutivo en Editorial Planeta (“editor”, pero en el sentido estadounidense del término, no como tradicionalmente se le llama a quien edita libros), criticó a un autor de la casa, y Villoro demostró tener una excelente memoria de cuantos lo han comentado en forma negativa.
Es de lamentar que Escritores contra escritores esté tan mal organizado, tenga erratas horribles, y un pésimo índice onomástico que incluye sólo a los atacados, y que comienza por el nombre, no por el apellido.