martes, 30 de enero de 2007

Erratas traducidas

Erratas traducidas

Eduardo Mejía

Con cerca de dos años de retraso, en las librerías del Fondo de Cultura Económica se está repartiendo el número de febrero de 2005 de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, de pasado tan ilustre; el número está dedicado a la traducción, y aunque hay artículos y ensayos muy buenos, en especial uno de Carlos Valdés, se repiten hasta el hartazgo los lugares comunes sobre traductores y traidores y sobre la inocuidad de las traducciones exactas y la belleza de las traducciones con inventiva.
En uno de los ensayos, “Crítica y traducción literaria”, Arturo Vázquez Barrón se queja de la poca atención que los reseñistas prestan a la traducción de los libros comentados, y de la ligereza con que se califica de “buena”, “fea”, a las traducciones, sin conocer el original; tiene razón, aunque es de presumir que en las ya muy escasas reseñas (ahora es más común que se dediquen a entrevistar a los autores de los libros recientes), se tenga tiempo o cuando menos acceso a los originales, y no sólo por el escaso número de sitios donde puedan adquirirse libros recientes (cada vez hay menos librerías de títulos en otros idiomas, y en las que hay tienen preferencia por los libros de computación, o por los textos escolares).
Sin embargo, se puede saber, aun cuando el único ejemplar original lo tenga el traductor –si es que no tuvo que devolverlo a la editorial que encargó la versión al español—, si la traducción es “legible”, obviamente porque se puede leer, o si tiene errores porque el traductor no tiene suficiente dominio de los idiomas originales y al que traduce, y porque su traducción se basa en los aspectos literarios, y desconoce otros muchos; a veces parecen traductores de programas televisivos más que literarios.
Quien quiera saber si los libros de Haruki Murakami, ahora de moda gracias a las ediciones de Tusquets, están bien traducidos, debe saber japonés; desconozco el número de quienes dominan este idioma (y si lo dominan, ¿para qué leerlo en español?; suponemos que en japonés Murakami escribe muy bien), pero para los hispanoparlantes es mucho más cómodo leerlo en español que en japonés.
(A propósito, si el japonés es un idioma ideográfico más que onomatopéyico, si los ideogramas representan palabras y no letras, ¿de cuántas teclas constan sus computadoras? ¿De treinta mil? ¿Cómo distinguen el énfasis si no pueden recargar un símbolo? ¿Habrá perdido sensibilidad su literatura?)
La encomiable labor de Lourdes Porta, quien ha traducido los cinco de los doce libros de narrativa que ha escritoMurakami, y que circulan desde hace un par de años en nuestras librerías (aunque dos de ellos asistida por Junichi Matsuura), se ve un poco empañada por su escaso conocimiento del rock; y no es que uno discrimine a los vetarros que consideran que el rock es música infernal, pero a Murakami le fascina el rock (como corresponde a la gente inteligente de su edad), para él es un dulce canto que lo hace soñar, y muchas de sus frases las salpica de referencias al rock; la penúltima de sus novelas vertidas al español lleva como subtítulo Norwegian Word, como la canción con la que John Lennon disfrazó un distinto amanecer, y además sus protagonistas hablan con citas de Dylan (a veces de otros no tan notables), y se la pasan cantando versos de Beatles y otros.
En una de sus páginas, mientras los protagonistas viven una más de sus típicas etapas de desamor y sobreviven al desastre de una separación, tienen una plática, y uno de ellos menciona la frase “Parsley, sage, rosemary and thyme”, que las interlocutora capta y contesta con ironía, pero la traductora, de la que no sabemos nada, ignora que es el título y uno de los versos de una canción (y de un álbum) de Simon y Garfunkel; en la escena, era vital que se comprendiera el sentido de la frase, pero Porta lo pasa por alto y lo traduce con más aroma gastronómico que musical, y el lector, que paga parte de sus honorarios por traducir, tiene que completar su labor, pero queda con la sensación de que algo falta, que el libro está incompleto, y no por la obra, sino por la traducción; hay que añadir que el editor tampoco hizo su labor, porque al revisar (cotejar, se dice en nuestro medio) no advirtió la referencia musical y dejó que perviviera la ignorancia. Igualmente se le pasó al corrector, si lo hubo.
Los lectores ya saben que al leer una traducción hecha en Madrid se topan con frecuencia con que los personajes van a encontrarse con “una tía”, y que a los traductores y a los editores no les importa que en Latinoamérica “una tía” siempre es referencia a un parentesco, no a la vulgaridad de una protagonista, no a una mujer de costumbres sexuales ligeras y de apariencia poco elegante, así que, aunque el lector de Murakami no sepa japonés, debe retraducir para gozar de sus muy disfrutables novelas.
Un ejemplo más: Paul Auster es un escritor muy complejo, heredero de la novela negra combinado con Fitzgerald y Faulkner y con la ironía de Malamud; sus tramas son cómicas pero angustiantes, lo que se hace aún más enfático por las pésimas traducciones a las que nos tiene acostumbrado Anagrama, de muchos otros méritos, pero no en ese terreno.
En La música del azar, un par de personajes mezcla de entre flauberescos y de Laurel & Hardy, en los ratos en que no están jugando poker (en una metáfora muy clara sobre la vida azarosa), se levantan a desayunar mientras leen en las páginas deportivas de un diario las “cajas de boxeo”; la primera imagen es tan desconcertante como un poema surrealista, y uno piensa en Dechamp explicado por Octavio Paz.
Pero no, los personajes no son cultos como su autor ni como sus lectores: lo que leen son los “box scores”, o sea el cuadro sinóptico y sintético con que se resume un juego de beisbol, y por el que, quien sabe leerlos, se entera cómo fue el juego, y contiene cuántos turnos fue al bat cada toletero, cuántas carreras anotó, cuántas produjo (aunque ahora el término producir se aplica a otro concepto; hoy se dice simplemente “empujó”), cuantos hits pegó, y en los más completos, su labor al campo (outs, asistencias y errores); por desgracia, al surrealismo de Auster se añade otro, involuntario, de su traductora Maribel De (sic) Juan.
No es culpa de los lectores que los españoles sean ignorantes del beisbol; así, en la antigua Plaza & Janés tradujeron la primera novela de Bernard Malamud, The Natural, y desde luego la titularon El mejor; “natural” en el deporte es exactamente igual que en español, un jugador natural, que hace excelentes jugadas sin gran esfuerzo, que tiene un don “natural” para batear, para fildear, para pitchear, y que además es elegante; “natural, digamos”, así que el cambio de título fue exactamente con el mismo criterio con que titularon Con faldas y a lo loco uno mucho más amable, como Algunos prefieren lo cálido (bueno, en México le pusieron Una Eva y dos Adanes).
Aunque la novela traducida pone en cursivas algunos términos como fielder y pitcher (si se trata de deportes, son absurdas las cursivas), el traductor J. Ferrer Aleu ignoraba (no sabemos si se puso al corriente después) los términos del beisbol, y en vez de decir que bateó la pelota hasta las gradas del center field, traduce como “la alcanzó con el palo y la lanzó hasta la vigésima fila de las gradas del centro del campo”.
Para acabarla, ni siquiera la tradujeron por la (comprobada) calidad de la novela de Malamud, sino por el éxito de la película protagonizada por Robert Redford y (bendito sea Dios), Gleen Close, Barbara Hershey y Kim Bassinger.
Tiene razón Vázquez Barrón, pero peca de puritano; lo peor es que en este número de La Gaceta no reconocen algunos pecados del FCE, como la traduction al francés d’Émile et Nicole Martel a la Antología de la poesía mexicana moderna, de Jorge Cuesta, donde cada poema es sistemáticamente despedazado, en un intento por denigrar a los Contemporáneos.
Esa traducción es equiparable a la que hacen los locutores de rock, que creen que “Every day with you, girl” significa “todo el día con tu chica” en vez de "todo el tiempo contigo"; que “I wish your love” quiere decir “te deseo amor” en vez de "deseo tu amor", o como los supuestos conocedores de Beatles, que traducen “I Will” como “lo haré” en vez de “quiero”, y “Every little thing” como “cada cosita” en vez de “los detalles que tienes conmigo”, que no es literal pero sí más exacto.

jueves, 18 de enero de 2007

Los mejores deportistas

Eduardo Mejía

Hace unos días el Salón de la Fama del beisbol realizó su votación anual, y eligieron a Tony Gwynn y a Cal Ripken Jr., como los nuevos miembros del recinto destinado a preservar a los mejores jugadores, coaches, managers, umpires y directivos de las Ligas Mayores, y a veces de otras, como las Ligas Negras, donde estaban jugadores extraordinarios que no podían jugar en las Mayores a causa del color de su piel, no de su calidad, pues eran tan buenos o más que los blancos (desde 1876 hasta mediados de los años cincuenta del siglo XX, el beisbol se jugaba en la costa este y unos cuantos estados del centro, y por puros blancos).
El método de elección es muy conocido: se esperan a que pasen cinco años del retiro de un jugador, y lo ponen en una larga terna; los que consigan el 75 por ciento de los votos (el número de electores varía; ahora andan en alrededor de 500) son admitidos en el Salón de la Fama.
Hay dos sucesos dignos de comentario: mientras que Gwynn ha sido uno de los mejores bateadores de toda la historia del beisbol organizado; nunca fue un jonronero ni robaba muchas bases, pero bateó más de tres mil hits, produjo carreras importantes, y era un jardinero decente aunque su físico no era el ideal.
Ripken llega por su consistencia; representa todo lo contrario del prototipo de short stop, que fue su puesto principal a lo largo de su trayectoria: bateador poderoso, jugador de gran estatura, rompió la marca de Lou Gehrigh de más juegos consecutivos; los conocedores dijeron en 1994 (cuando una huelga de jugadores interrumpió la temporada y canceló la Serie Mundial por primera vez desde 1905) que Ripken beneficiaba al deporte en la misma medida en que perjudicaba a su equipo: es cierto que tiene marca de sólo tres errores en una campaña, y que su porcentaje de fildeo es muy alto, porque atrapaba todo, pero lo que iba directo hacia él: carecía de colocación, de movilización, de alcance; no cometía pifias, pero no se arriesgaba. Era más del tipo de un tercera base, pero los años que jugó en esa posición lo debilitaron; si jugó dos mil 632 juegos consecutivos (muchos de ellos no completos, aunque tiene récord de más innings seguidos) fue por cambiar de posición.
A cinco años de su retiro aún hay mucho sentimentalismo alrededor de su figura; cuando se erigió el Salón de la Fama se exigió que pasaran cinco años para que su popularidad, o su falta de popularidad, no fuera un factor determinante para ser elegido; sólo se rompió la regla cuando se anunció la enfermedad mortal de Gehrigh y cuando el accidente aéreo de Roberto Clemente; incluso cuando murió también en un avionazo el popular catcher Thurman Munson, alguien pidió que entrara directo al Salón de la Fama; los directivos se opusieron; al llegar los cinco años de plazo sucedió lo que previeron: sus méritos como jugador no fueron suficientes como para estar entre los inmortales.
Los tiempos son otros en cuestión de comunicaciones; antes cinco años eran suficientes como para enfriar los ánimos; ahora son demasiado pocos; tal vez deberían esperar cuando menos diez, para dejar de recibir información sobre cualidades que no son estrictamente deportivas; en ese plazo Ripken seguramente hubiera ingresado al Salón de la Fama, pero no con tanta votación (98.52 por ciento), y ni siquiera en la primera oportunidad.

El otro aspecto es más local; en varios medios se quejaron de que, en su oportunidad, Fernando Valenzuela no haya recibido los votos necesarios, ya no para ser miembro del Salón de la Fama, sino tan siquiera para seguir como candidato; hablaron de sus meritos y concluyeron que se trató de una injusticia; sin embargo, si se revisan sus estadísticas y la historia de su carrera, puede verse que fue un pitcher mediano con dos o tres temporadas buenas, de las 16 campañas en que participó.
Quienes se quejaron se olvidan que una norma para catalogar a los jugadores es considerar que un buen juego no hace una buena campaña, ni una buena campaña hace una buena carrera; sus números son buenos, pero no extraordinarios.
Cuando resaltaron su campaña de novato no revisaron otros debuta, de jugadores que superaron por mucho lo conseguido por Valenzuela; finalmente, fue un buen lanzador con mucho carisma, y que ayudó mucho a la popularidad del beisbol en México (el efecto ya se diluyó: la televisión ya no transmite tantos juegos, ni hay más que dos o tres comentaristas en ella que saben del deporte).
Los especialistas, fanáticos de llevar récords, estadísticas y calificar a los jugadores, han hecho una lista de los cien mejores jugadores en cada posición, y agregan dos categorías: relevistas y bateadores designados, pero no cien, sino 50 en la primera y 25 en la segunda, por lo que se pueden ver quiénes son, según ellos, los 975 mejores de toda la historia (aunque concentrados en los últimos 107 años, con sus excepciones).
En esa lista hay tres mexicanos: Beto Ávila, Aurelio Rodríguez y Jorge Orta, y ninguno entre los primeros; Ávila está entre los primeros 75 segundas bases, y Orta está en el lugar 87; Aurelio Rodríguez es el 75 mejor colocado entre los antesalistas. No hay más mexicanos: ni los hermanos Romo ni el excelente relevista Aurelio López, ni Salomé Barojas ni Teodoro Higuera (los dos últimos, junto con Valenzuela y con Armando Reynoso, mencionados como novatos sobresalientes en su respectivo año de su debut en las Mayores) ni Vinicio Castilla ni Erubiel Durazo, ni Fernando Valenzuela.
No puede hablarse de discriminación; en su época, los tres incluidos fueron discriminados por su nacionalidad y por su color, en el caso de Orta, y también él, por su pensamiento político, mientras que Valenzuela fue beneficiado por su popularidad sobre todo entre los indocumentados, que atestaban el parque cuando él lanzaba. ¿Nos falta objetividad para juzgarlo? Sí, la misma que nos falta cuando calificamos a Hugo Sánchez entre los mejores del mundo, pese a que sus muchos goles sólo ensanchaban el marcador, pero no definían resultados.
Valenzuela, sin embargo, estará en el Salón de la Fama del beisbol mexicano, que sí le debe mucho, más por lo que dio al deporte que por lo que dio en el deporte.

jueves, 11 de enero de 2007

El antiguo indicador de precios

En tiempos en que no había más noticiarios televisivos que Cuestión de minutos o Cuestión de deportes, y la transmisión especial de los lanzamientos desde Cabo Cañaveral, la gente no estaba tan preocupada del alza o baja de la bolsa, y la única manera que tenía de saber si había crisis o si todo marchaba bien, era el precio de las tortillas.
El día en que aumentaron a 40 centavos el kilo, los que andaban por los sesenta años de edad recordaron que en tiempos de don Porfirio la tortilla estaba a tres centavos, y los que andaban por los cuarenta, les recordaron que, para ganarlos, la gente trabajaba de sol a sol.
Más que el pan, la tortilla era el complemento de la alimentación diaria; comer con pan era costumbre de los españoles; las tortas eran para los domingos en que ganaba la flojera y para llevar a la escuela, para la hora del recreo.
Para acompañar los alimentos diarios se enrollaba la tortilla y con ella se empujaba el arroz o la carne hacia el tenedor; la mayoría ponía media cucharada de salsa (casera, desde luego), o incluso rajas de chile serrano. Los menores de edad, en lugar de picante le ponían sal, cosa que ya no se usa por temor a las tempranas afecciones cardiacas.
El término “sopear” viene de la acción de hacer cucuruchitos de tortilla y en ella echar la sopa o las cremas. Una variedad culinaria era destrozar una tortilla en pedacitos uniformes y dejarlos caer sobre los frijoles, platillo con el que terminaban todas las comidas. Los postres y las ensaladas tenían poco éxito entre las familias mexicanas porque no se podían comer con tortillas. En cambio, el mole y el pipián fueron creados para las tortillas, y las carnitas y la barbacoa son impensables si no se comen en tacos.
En la vida erótica en los años cincuenta y sesenta, las tortillas fueron tan importantes a mediodía, como ir por el pan en la tarde (nadie decía, sin embargo, “¿a qué horas sales por las tortillas?”, como “¿a qué horas vas por el pan?”, que invariablemente es una invitación). Las “muchachas”, como se le decía a las sirvientas, sabían que podían tardarse cuando iban a comprarlas, pues los expendios siempre estaban llenos, como lo siguen estando los escasos sitios donde aún hay. Debían ser muy hábiles para entregarlas todavía calientitas; el truco más frecuente era encargar la servilleta, escaparse con el novio una media hora, y llegar cuando calculaban que ya les tocaba su turno.
Las familias más tradicionales compraban masa y una de las sirvientas se encargaba de hacer, a mano, las tortillas redondas, y ponerlas en el comal; acto heroico cuando las estufas eran de leña o de petróleo, porque tardaban bastante en cocerse, y las quemaduras eran frecuentes.
La mayoría las compraba hechas. Una de las grandes revoluciones de la época fue cuando, en vez de que en las tortillerías las hicieran a mano, aplaudiendo acompasadamente la bola de masa hasta dejarla plana y redonda, introdujeron las máquinas con palanca; el problema era que se hacían tortilla tras tortilla; el proceso era lentísimo.
Otra revolución la causaron las máquinas, que tenían una especie de rieles sobre los cuales se deslizaba una correa sin fin; antes, sobre una boca gigantesca, colocaban la masa, que era tragada para ir convirtiéndose en tortillas crudas y, al pasar por la banda, se cocían y llegaban a las manos pacientes del encargado, que juntaba alrededor de veintidós y las pesaba; si era el kilo exacto, no se sabía.
Éstas tenían una ventaja sobre la factura manual o la máquina aplanadora: sólo cambiaban un cilindro y en vez de tortillas normales salían unas más pequeñas, para antojos.
Los encargados a veces ponían sobre el calentadero, fuera de la banda, una tortilla ya hecha, y dejaban que se cociera hasta la exageración; salían las tostadas, que no ponían a la venta sino que ellos se la comían delante de los desesperados clientes. De allí la frase “no la saques del comal hasta que se haga totopo”.
La venta de tortillas empaquetadas y la proliferación de tortilleras en la calle, que venden su producto por docena, es una imagen de que los tiempos cambiaron, irremediablemente.

(Nota tomada de Baúl de recuerdos. Sabores, aromas, miradas, sonidos y texturas de la ciudad de México, de Eduardo Mejía, Editorial Oceano, 2001, páginas 29 y 30)

miércoles, 10 de enero de 2007

Errata por errata

Hoja por hoja, suplemento que se inserta en varias publicaciones, en cada número ofrece obsequiar un libro a los primeros cinco lectores que detecten diez errores ortográficos, tipográficos o gramaticales. El numeroso equipo que realiza la revista hace un trabajo cuidadoso, y la verdad a veces da flojera estar marcando las erratas o pifias, y además no se lo merecen, porque su labor es digna de respeto, y ya se sabe que los errores son errores y son inevitables, y más en el ejercicio de hacer una edición, porque se cuelan de la manera más cruel e inesperada.
En su más reciente número, sin embargo, se acumularon en un par de páginas algunos considerables, dignos de llamar la atención.
En la página 18 se coló un “biósfera”; ya es admitido en la edición del Diccionario de la Real Academia de 2001, pero ya sabemos que se ha convertido en un diccionario de uso, no normativo; en ediciones anteriores sólo se registraba, o mejor, sólo se admitía “biosfera”; claro, hay la excusa de que se pronuncia mal, como esdrújula, y por eso su incorporación al léxico legal, pero moralmente sigue siendo una errata. Hasta el mismo diccionario remite a lo correcto.
En la misma página, en la misma nota (“Un cruel puñal”, sobre las puñaladas al idioma, reseña de Juana Inés Dehesa) está la frase “tanto gramaticales como sintácticos o inclusive de pronunciación”; inclusive se refiere “a lo último mencionado”; lo correcto hubiera sido “incluso”.
Líneas más adelante, JID habla de un índice onomástico que revela a “todos y cada uno”; si son “todos”, son “cada uno”, y si son “cada uno”, obvio que son todos”; por más que la frase sea común, no deja de ser una redundancia.
En la nota “Español para dummies”, Pablo Martínez Lozada, en el penúltimo párrafo, se refiere a una desafortunada frase en la cuarta de forros que debe “achacarse” a la editorial; lo correcto es “debe achacársele”.
En la página 19 hay una nota de Claudia Canales por debajo de sus posibilidades; Canales es autora de un libro espléndido, El poeta, el marqués y el asesino. Historia de un caso judicial, publicado por Era, cuya lectura es muy recomendable por varias cualidades: inteligencia, sabiduría, cultura, y una redacción que hace de esta lectura un deleite. Pero al comentar Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX, de Agustín Sánchez González, se contagio de la sintaxis y se colaron varias pifias de redacción: cuatro líneas antes del final del primer párrafo, se refiere a las comadres chismosas, y agrega “aunque no desplazó del todo a éstas”; redacción muy común, pero en bien de la economía debía de ser “no las desplazó del todo”.
En el segundo párrafo, dice textualmente “La modestia y legitimidad del propósito, si bien plausible, encuentra en el método”… Dos errores en un mismo enunciado: la modestia y la legitimidad son dos conceptos distintos; por lo tanto, lo correcto hubiera sido “si bien plausibles, encuentran”; digo, en bien de la concordancia.
Líneas más adelante hay un párrafo entre paréntesis, pero el punto final lo ponen fuera del paréntesis; si la frase comienza dentro, el punto debe ir dentro.
Poco después, luego de menciona un libro de Carlos María de Bustamante, dice: “A cambio de fragmentos como éste, y de otros tomados de las cartas de Madame Calderón de la Barca…”; a pesar de la coma, sobra el acento de “éste”; pese a los signos de puntuación y de las frases circunstanciales, lo concreto es “a pesar de este y otros fragmentos”.
En el párrafo final se repite un error: “no corresponde con el contenido de éste”; vicio muy común en periódicos, entorpece la lectura; “no corresponde con su contenido”
Y ya nomás por no dejar, en la página 3, el cuarto párrafo comienza no sólo con una cruz encerrada en un rectángulo, sino con una incongruencia: “a y una escena terrible…”; el último párrafo se repiten las cruces encerradas en cuadrángulos.
Esto no quiere decir más que las fiestas decembrinas afectan a todos, incluso a los editores cuidadosos.

Eduardo Mejía

jueves, 4 de enero de 2007

El Sabueso de las Baskerville
Eduardo Mejía
No demasiado jóvenes

En 1980, poco antes de la muerte de Keith Moon, apareció Who are you, el último gran disco de The Who, aunque después, con Kenny Jones, editaron dos más, Face Dances e It’s Hard, que aunque fueron buenos, no como casi todos los del conjunto, desde The Who Sings My Generation.
Después aparecieron varios más, recopilaciones o reediciones de conciertos, y hasta algunas canciones en estudio. Hace unos días –13 de noviembre en México— se editó Endlesswire (Universal Republic, B0007846-10), el primero sin John Entwistle.
Un disco con sólo la mitad de la formación original, con Pete Townshend de 61 años y Roger Daltry de 62, sin el bajo veloz, rudo y preciso de Entwistle ni la batería vigorosa y creativa de Moon puede parecer audaz, y lo es, pero en otro sentido.
El álbum, que contiene 21 canciones (12 de ellas de una miniópera, y alguna de ellas en vivo) y un DVD con cinco piezas, cuatro de ellas clásicas, muestran a un Townshend que ya salta poco y baila menos (no asombran su calvicie ni sus canas ni sus arrugas: está así desde sus 45 años) y a un Daltry que con anteojos y ya inmovilizado parece abuelo travieso. Pero musicalmente tienen tanto vigor como cuando tenían 20 años, brincaban por todo el escenario, despedazaban la batería y rompían las guitarras, y alcanzaban los sonidos más rudos del rock.
Las letras no son tan anarquistas ni tan relajientas como en los años sesenta, ni tan provocativas como en los ochenta, pero son más incitadoras, más rebeldes y sus afirmaciones son más contundentes; en sus años de más fama se acercaron a las autoafirmaciones sexuales más que nadie (fueron maestros del punk, y lo admiraron en su apogeo, cuando los demás grupos se alejaban, timoratos), hablaron de las manos femeninas temblorosas y de las reacciones que provocaban las fotografías de las revistas eróticas; ahora hablan de la ansiedad de amor, pero también de su sinceridad, de la pasión pero también de la larga paciencia hasta encontrar la relación perfecta (o lo que más se acerque).
Si ellos dieron al rock y a la generación nacida entre principios de los cuarenta y mediados de los cincuenta su primer lema rotundo (“espero morir antes de envejecer”) ahora lo reafirman con uno más conmovedor: ni somos lo suficientemente jóvenes, ni estamos suficientemente viejos para amar.
Estas canciones están llenas de citas y autocitas (“I’m drunk with you / And I can’t explain / Who or where I am / Or how I’m in pain”, por mencionar una), pero no sólo en las letras, también en la música: el disco abre con notas que recuerdan el comienzo de Who’s Next, reputado como su mejor obra, y durante unos segundos parece que abrirán con “Baba O’Riley”, pero de inmediato remite a los ritmos más tranquilos de uno de sus álbumes menos apreciados, Who by Numbers, y a ratos traen a la memoria acordes tan explosivos como los de Empty Glass, el disco más personal y más explosivo de Townshend. La batería, a cargo de invitados porque el nuevo titular, Zak Starkey (hijo de Ringo, exbeatle y el mejor amigo de Keith Moon –éste, además, compañero de juerga de John Lennon en su famoso “long lost weekend”) estaba grabando con Oasis (es uno de los músicos más ocupados, porque también anda de gira con su señor padre), pero recuerda a la de los primeros discos de The Who: ágil pero marcando exactamente el ritmo, y los sintetizadores son como los de Who Are You, y eso que no están ni Rod Argent (el Who incógnito) y que Rabbit (un Who honorario) toca en una sola canción.
Como acostumbran, pueden pasar de una pieza frenética a una balada pastoral, y la voz de Daltrey sigue siendo rasposa, ronca y conmovedora, totalmente verosímil cuando se declara enamorado (tal vez más ahora); los coros, iguales de irónicos, no han perdido ni vigor ni juventud, aunque cuando canta Townshend se le nota la edad.
Sin embargo, no hay que dejarse engañar: no ha envejecido nada, y lo muestra en el hecho de sus experimentaciones, en que sus arreglos son más complicados, que toca más instrumentos, no sólo guitarra (excelente) y sintetizadores, sino viola y violín, batería –cuando murió Keith Moon dijo que lo haría, si fuera necesario— y se hace cargo de lo orquestación en algunas canciones.
También como siempre, las letras son suyas; y todo: disco, canciones, experimentación, contradice sus recientes declaraciones, acerca de lo poco interesante que es ver a un The Who envejecido: su fuerza, su sentido de la provocación, su arrogancia, son más enfáticas ahora que Daltrey es menos acrobático y que los bailes son menos frenéticos. Parece que después de 24 (o de 28) años, no ha pasado el tiempo.
Sólo hay que recordar que alguna vez le preguntaron a Townshend que si a los 20 años había escrito que deseaba morir antes de envejecer, qué pensaba de eso a los 60 años, y contestó que seguía pensando exactamente lo mismo, que hay que morir antes de envejecer.