miércoles, 21 de marzo de 2007


Los disparates de Murakami

Eduardo Mejía

Desde hace unos tres meses circula por las librerías Kafka en la orilla, el nuevo libro del nuevo ídolo de los lectores mexicanos, Haruki Murakami, novela de más de 500 páginas en la que recrea varias de las situaciones típicas de una narración de Franz Kafka, aunque con trampas demasiado visibles en espera de incautos.
Por principio, exige –como todo novelista— una suspensión de la picardía para entrar en el terreno de la inocencia: hay que creer todo lo que sucede en sus páginas, aunque sus personajes pongan en duda lo que hacen los otros.
Que nos pida que un viejo, luego de sufrir un extraño accidente junto con sus compañeros de escuela (quienes sí se recuperaron) pierde sus conocimientos y su inteligencia (pero no la intuición), y adquiere el don de hablar con los gatos; eso, común a todos quienes tenemos gatos, no es raro, sino que se entiendan y hablen con un lenguaje comprensible también para los lectores, suponemos que por la amabilidad de Murakami de traducirnos esas pláticas. (En los años cincuenta, los cómics de La Zorra y el Cuervo incluían unas aventuras de Pancho y su burrito, que entendían sus diálogos, y el lector gracias a un recuadro donde se escribía: Ji-jau, *DICE:”; Murakami nos ahorra ese recurso muy divertido.)
Otros personajes tienen otras características únicas: una mujer que parece hombre, un quinceañero que lee tratados de guerra y libros de filosofía de una sola sentada y que entiende a Kafka –el auténtico—; una mujer que es célebre compositora pero nadie sabe nada de ella, que es inalcanzable pero que se acuesta con muchos; unas mujeres que pese a que desconfían de la apariencia del viejo, lo recomiendan para que le den aventón de una ciudad a otra y hasta le disparan comida chatarra; camioneros con salarios bajísimos y labores rudimentarias pero que son generosos, invitadores, pachangueros pero serios, y que aunque tachan de loco al viejo, aceptan sus excentricidades (eso no quiere decir locura ni rareza, sino que se está fuera del círculo, o mafia; por eso quienes tachan de excéntricos a los otros, revelan y aceptan su condición de mafiosos y de reaccionarios que no aceptan a los que no están en su círculo), las comparten, y leen gruesos tratados de asuntos raros, aunque en la vida cotidiana apenas el periódico; extraños seres que se disfrazan de productos comerciales; una joven presumida que se queda con el querer del autollamado Kafka, pero es con el único con quien no fornica, más que en sueños.
Murakami, quien gusta de complicarse la vida, no desarrolla por completo ninguna de las dos tramas, pero tampoco las separa; es decir, no es Faulkner ni Borges, aunque se acerca bastante a Vargas Llosa; como en sus novelas anteriores, le da importancia a la música, pero ya no a Beatles y Dylan, como en Tokio Blues, sino a Lionel Ritchie (allá él) y Beethoven (una pieza no muy popular, desde luego; Murakami es un oriental muy occidental); muy típico en una trama kafkiana, no hay final, y también como en Kafka, todo es muy cómico, mientras no le suceda a uno.
Para que más nos duela, la trama no es tan kafkiana, sino sofocliana, pero ya contaminada por conceptos freudianos llenos de lugares comunes clasemedieros; en lo único en que Murakami sigue a Kafka como a Sófocles, es en el concepto de que sus personajes tienen que cumplir un destino, así se traten de salvar de él. Como en el auténtico Kafka, tienen encomendada una misión imposible de cumplir, pero sólo ellos pueden hacerlo.
El que no se salva es el lector, porque la novela empieza lenta, cobra fuerza e interés por las locuras que hacen los personajes, y vuelve a perder interés cuando el viejo deja de hablar con los gatos, y se comunica con una piedra, pero el autor no nos concede el honor de traducir tales diálogos; no hay humor ni tragedia, y ésa es la tragedia de este libro.
Aunque la peor tragedia no es la de los personajes, sino la de la traductora Lourdes Porta, quien salva escollos importantes, excepto –ostra vez— cuando habla de beisbol o cuando hace que sus personajes “salgan fuera” o “entren dentro”, no una vez, sino a cada rato; escribe tantas redundancias que hace desesperar al lector; uno podría aguantar que inventara verbos como “fardar” (que es imposible de traducir a un español correcto), y hasta los no muy frecuentes solecismos que abundan en otras editoriales, como digamos por ejemplo Anagrama, pero que cada vez que los personajes entren a (o en) la biblioteca digan que “entran dentro”, y que cada vez que salgan se diga que “salen fuera”, realmente desespera a los lectores.
Hay que agregar que por primera vez en muchas páginas, Murakami hace referencia al beisbol, deporte popular en Japón, pero no describe ningún juego ni lo compara con el beisbol estadounidense, ni si quiera para mencionar a Oh, el más poderoso bateador de la historia (aunque muchos alegaran la cercanía de las bardas de los parques japoneses), sino para describir a medias la cachucha de uno de los personajes, que con el simple hecho de ya no usarla, deja de ser sospechoso.
Puede uno presumir que son demasiadas las objeciones si en realidad se trata de la mejor novela de Murakami, de quien se han traducido ya cinco títulos en poco tiempo y ha sido elogiado hasta por el no muy generoso Updike, pero hay que resaltar su poder narrativo, y el hecho de que es muy fácil para el lector occidental, porque tiene demasiadas coincidencias con la mayoría de los buenos narradores occidentales de su generación, la de los nacidos entre 1945 y 1960; y que al contrario de sus contemporáneos en México, sigue con gran vitalidad y entusiasmo mientras que los de aquí están no sólo de capa caída, sino de franca retirada, y mientras para Murakami el rock sigue siendo vital, para la mayoría de los narradores mexicanos de su edad el rock ha dejado de tener importancia, más que sociológica

lunes, 12 de marzo de 2007

miércoles, 7 de marzo de 2007

Shakespeare y sus traductores


Shakespeare y sus traductores
Eduardo Mejía
Muchas pláticas literarias terminan con un estribillo infalible e irremediable: todos los temas ya los escribió Shakespeare.
Sí, en sus 36 obras se abarcan todos los temas: amor, odio y muerte, con sus variantes y en todos los tonos, pero el mayor es el de la tragedia: Otelo, McBeth, El rey Lear y Hamlet.
En su primera etapa sobresale Romeo y Julieta, aunque en la edición de Abbey Library, a cargo de Sybil Thorndike, está colocada en el lugar 29. Posiblemente sea la más conocida de toda la producción de Shakespeare, y una de las más llevadas al cine; en su guía, Leonard Maltin recoge cinco versiones sobresalientes, desde la de George Cukor en 1936, con Norma Shearer y Leslie Howard, a la de 1996, de Baz Luhrmann (no incluye la de Cantinflas y María Elena Marqués), sin mencionar las paráfrasis, variantes y adaptaciones, West Side Story la mejor de todas.
Es la más desconocida, o mejor dicho, la que más ha sufrido el encadenamiento al lugar común, y sobre todo, la condena a las malas traducciones; la hermosa coreografía planeada por Shakespeare se anula porque desde el principio se sabe que los protagonistas van a morir de manera trágica, y se pierde de vista la carga erótica, la picardía, la pasión, y otras características, como la lealtad, la amistad, el deber y el destino que vence todas las buenas intenciones para malograr la meta de la felicidad.
Existen muchas versiones en español, pero no todas son fieles al original ni logran entender el ritmo de la obra; el resultado es que casi siempre la obra resulta sórdida, triste y predestinada al llanto fácil, cuando en realidad, excepto el muy conocido final, es alegre y conmovedora, y nunca cae en la cursilería.
La escena del balcón, cuando Julieta y Romeo definen sus sentimientos de una manera intensa y hermosa, es una prueba para cualquier actor (incluidos Pablo Mármol y Vilma Picapiedra); por lo visto también para los traductores.
Al final del segundo acto, escena segunda, Julieta, después de mucho despedirse sin ganas de irse ni de que se vaya Romeo, dice: “Good night, good night! Parting is such swett sorrow / That I shall say good night till it be morrow”, o sea que se la pasaría diciendo “buenas noches” hasta que se hiciera de día, sin que él se marchara.
Ese párrafo se le ha complicado a los traductores hasta hacerlo incomprensible, o más aún, hasta hacerlo ridículo, cursi, y cambiarle su significado.
Robert Wise, en West Side Story, coloca a Natalie Wood y a Richard Beymer en la escalera de un edificio del barrio latino de Nueva York; ellos se resisten a despedirse a pesar de que el padre de María la llama (en la obra, es la nana) y con las voces de Marni Nixon y Jim Bryant entonan “Tonight”, de Leonard Bernstein y Stephen Sondheim, y se dicen adiós y que se adoran, en una hermosa paráfrasis de esa escena.
Veamos algunas de las traducciones accesibles. En la edición de Colihue, en traducción de Mariel Ortalano, se reduce a “Decir adiós es un dolor tan dulce que diré buenas noches hasta el alba”.
En la edición de Cátedra, versión anotada de Miguel Ángel Conejero, dice: “Es tan dulce la pena al despedirse, que así diría hasta el amanecer”.
El inefable José María Valverde, traidor a James Joyce y a Herman Melvilla, también traiciona a Shakespeare al traducir: “La separación es tal tristeza dulce que diré buenas noches hasta que sea de día” (y eso que lo dice en prosa), en una edición de Planeta que retoma Millenium. Si bien el segundo verso se acerca un tanto al original, el primero es terrible, lo deforma irremediablemente.
En Ediciones Leyenda ni siquiera se atreven a darle crédito al traductor que lo interpretó: “Triste es la ausencia y muy dulce la despedida, que no sé cómo desprenderme de los hierros de esta ventana”. Cuando menos es audaz.
María Enriqueta González Padilla salió mejor librada con una versión en verso: “Es tan dulce la despedida / que estaré hasta mañana diciendo buenas noches”. Toda la traducción es decorosa, y se encuentra en la colección “Nuestros Clásicos” de la UNAM (no es fácil encontrarla, más que en ferias de libros).
Editores Mexicanos Unidos y su traductora Blanca Mayore, en cambio, decidieron no meterse en problemas y la resolvieron de este modo: “Adiós, buenas noches…”.
En una edición avalada por la SEP, de Conaculta/Oceano, la alargan innecesariamente: “¡Adiós! ¡Adiós! Amarga es la partida; / tan dulce, empero, es esta despedida, / que alejarme no sé de mi ventana, / do te dijera adiós hasta mañana”. Jaime Clark es el traductor.
Por fortuna circula (muy poco) la edición de Losada, mucho más cercana al espíritu de Shakespeare: “¡Buenas, buenas noches! / Decirte adiós es un dolor tan dulce/ que diré buenas noches hasta el alba”. La traducción, en verso libre, es de Pablo Neruda, y está a la altura de sus mejores obras; alegre, pícara, sensual. Hay mucho parecido entre la versión de Ortalano con la de Neruda, sólo que la de éste es muy anterior. (Gandhi anuncia en su página una edición suya de esta versión de Neruda, a precio muy bajo; no está en México la edición de Alianza Editorial, cuyas versiones de Shakespeare son notables.)
¿Hay que insistir que para traducir poesía hay que ser poeta, y que las obras maestras por algo son magistrales? Y también es cierto que pocas palabras más hermosas para decir de manera tan intensa que no se desea decirle adiós a alguien.
Y que hay que releer a Shakespeare.