martes, 25 de enero de 2022

 Kyra Galván, insumisa y rebelde

En el llamado INBAL de los años setenta me invitaron a visitar los talleres de literatura que coordinaban Augusto Monterroso, de narrativa, y Juan Bañuelos, de poesía. Tuve el privilegio de ser amigo de ambos, y de que mi visita no fuera de cortesía. La nómina de los discípulos ahora asombraría a los lectores, por el buen tino, aunque no todos fueron logrados pero sí todos célebres.

                El taller de Bañuelos dio a las prensas un volumen colectivo, El cuello de la botella, en donde sobresalía un poema, “Contradicciones ideológicas al lavar un plato”, de una muy joven y entonces rebelde y contestataria Kyra Galván, que militaba en un grupo notable más por sus posturas que por sus logros, el “infrarrealismo”. Tuve en esa época el honor y placer de reseñar el volumen colectivo y de resaltar el poema de Galván, poema que en poco tiempo fue incluido en antologías preparadas por Carlos Monsiváis (Poesía mexicana del siglo XX), José Joaquín Blanco (… ), Gabriel Zaid (Ómnibus de poesía mexicana) (posteriormente, Monsiváis la excluyó de una edición posterior) y una antología de literatura mexicana (Promexa).

                Desde luego, el poema era la joya de la corona del primer poemario individual de Kyra Galván, Un pequeño moretón en la piel de nadie, editado en 1982 en Editorial Contraste, que funcionaba en la célebre librería Contraste que albergaba también el cine club Buñuel, ambos patrocinados por el famoso Raúl Guzmán.

                El volumen, de 83 páginas, adquirió celebridad pese a su escaso tiraje de mil ejemplares y su mala distribución, una edición sin la belleza que requería el libro; parte de esa fama se debió a las “Contradicciones…”, que es uno de los mejores poemas de temática femenina, la voz de una mujer que reclama la independencia, la libertad, la individualidad de la mujer pero que no renuncia a la necesidad de maquillaje, al reconocimiento del hombre, ni a la vanidad de sentirse deseada, al deseo de saber qué se siente ser hombre, ese amigo / amado / enemigo / desconocido.

                Veintitrés años después el volumen fue reeditado por La Centena, colección dirigida por Víctor Manuel Mendiola, coeditada por Verdehalago y Conaculta, con mejor papel, tipografía más elegante, diseño más profesional. La única diferencia es que la primera edición estaba dedicada a Tatiana Galván, Juan Bañuelos y Jorge Ayala Blanco, y la nueva ya sólo a Tatiana, hermana de la autora.

                Con cierta injusticia, Galván adquirió fama por este libro, aunque siguió publicando otros, de calidad semejante, con algunos hallazgos que la reafirman como una de las mejores poetisas (término avalado y autorizado por María Moliner, autora del mejor diccionario del español actual, en palabras de José Emilio Pacheco) mexicanas; casi todos los poemarios fueron incluidos en Incandescente (Ediciones Cal y Arena, 2010), edición que no hace lucir la poesía por un diseño más adecuado para la prosa que para la poesía; ese tomo recopilatorio resalta las virtudes de Galván: contundencia, brevedad pero no el tono menor que es el que más han usado muchas de las mexicanas que han escrito poesía: las ideas resaltan, se asoman, se dejan ver oír y tocar; no son declaraciones de independencia sino de vivencias, las ideas  se dejan escuchar de una manera contundente, pero no liberan batallas, no relatan experiencias, no son un llamado a la rebeldía, sin embargo el lector sale transformado después de la lectura; no incitan pero modifican, provocan cambios aunque el lector no lo note.

                En Inédito diamante (I-Kygai, 2018), un volumen posterior, colectivo como el Cuello de la botella, y que reúne poemas inéditos de Angelina Muñiz-Huberman, Mariángeles Comesaña, Liliana Godoy, Ethel Krauze y la propia Kyra, que tuve el placer y honor de prologar, los poemas incluidos hablan de heroínas que no pueden serlo, que no alcanzan la emancipación, donde las mujeres siempre serán juzgadas, y más prisioneras mientras más libres sean.

 

Ahora me hace llegar, generosamente, La cuestión palpitante, bajo el sello Bon Art, UACM y K-Kygai, su nuevo poemario; luego de un principio un tanto dubitativo, resurge la escritora de Un pequeño moretón en la piel de nadie: la mujer que ante el espejo se interroga, observa a las demás mujeres y sabe que les falta libertad aunque les sobre voluntad, que se saben iguales a las demás pero al mismo tiempo son integrantes de un género fuerte pese a sus debilidades, o precisamente por ellas; la protagonista de las “Contradicciones ideológicas al lavar un plato” (¿es necesario repetir que es uno de los poemas más importantes de la literatura mexicana?) se asoma para recordarnos que la suya es una batalla triunfante precisamente porque todos los días sale derrotada, y se levanta para proclamar una victoria fugaz pero digna, insatisfecha ante las palabras reconfortantes, nueva víctima como Cleopatra, Alicia, Helena, Julieta, Penélope; vuelve a vivir esas historias en que aparentemente pierde pero subsiste su heroísmo, su voluntad, su necedad, sus ganas de permanecer, de hacer perdurar sus batallas aunque no sienta que haya ganado, porque su heroísmo consiste en volver a levantarse y no dejar de luchar.

                Más allá de la temática, hay que insistir en que Kyra Galván es una extraordinaria poetisa que por un lado personifica la lucha de todas las mujeres, y por otro lo hace con una voz propia, singular, única en la literatura mexicana.

 

¿Es molesto que el lector de 1977 encuentre que la autora de un clásico juvenil persista en la rebeldía de la madurez después de 38 años? No: los clásicos reviven a diario, persisten a diario, se reinventan a diario.

lunes, 8 de marzo de 2021

¿Modista o modisto; poeta o poeto?

Una de las mejores y más divertidas cintas de René Cardona Jr., con Mauricio Garcés como protagonista, es Modisto de señoras; en ella aparece como diseñador de vestimenta para artistas y mujeres de la alta sociedad, o cuando menos con suficiente dinero para adquirir prendas que sólo utilizarán una vez, y que además son presas del conquistador acosador fornicario que tiene acceso a las damas porque los maridos cornudos lo suponen joto, homosexual, desviado o cuando menos amanerado, al que supuestamente le gustan más los hombres que las mujeres.

                Esa cinta, filmada a finales de los años sesenta, para ser exacto, en el 69, perdonando la expresión, se trasmite por televisión pese a los equívocos sexuales, a que las actrices salen en paños muy menores y a que las manosea Garcés con la complacencia de ellas y de sus maridos (a una la espía bajo la minifalda cuando sube por unas escaleras [upskirt, se le llama a ese acto, al que el espectador no tiene acceso]), y sostiene competencia con otros tres modistos ésos sí invertidos.

                El problema no es la trama; en esa época los homosexuales en el cine eran vistos de manera cómica, grotesca, se prestaban al choteo, a la burla; no fue sino hasta finales de la siguiente década cuando dejaron de ser objeto de burla o de lástima: “lamentable mariqueta”, le dice Emilio García Riera al personaje interpretado por Joaquín Cordero en una película de gánsteres, sólo porque se muerde las uñas; “maricón de mejillas rosadas”, le dijo José de la Colina al Mártir del Calvario interpretado por Enrique Rambal (no sé si recogió el texto, lo dijo en una mesa redonda en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes el 10 de mayo de 1968, en la que participaron Carlos Monsiváis, quien habló de las maestras; Juan Vicente Melo, quien habló de su tía poetisa, Raoul Fornier, de quien no recuerdo su texto, y De la Colina, quien comenzó su intervención afirmando que descubrió su cursilería al admitir que le había gustado La novicia rebelde); sólo después de El vampiro de la Colonia Roma y de las primeras películas de Jaime Humberto Hermosillo los homosexuales son personajes apreciables, complejos, y cuando no, los vemos con simpatía como cuando El Caballo Rojas llora frente al burdel de las siete Cucas porque su amante se ha revertido ante las seis hermanas guapísimas ejerciendo la liberación sexual, o cuando Alfonso Zayas en Bellas de noche le dice a Sasha Montenegro, refiriéndose a Jorge Rivero, “si a ti te rompió el vestido a mí me rompe la madre”.

                Aunque a estas alturas la cinta resulta políticamente incorrecta, puede verse por la correcta dirección, el buen guión, las buenas actuaciones, y las frases plagiadas a los hermanos Marx, y las menciones de Carlos Monsiváis y José Luis Cuevas. Lo que está mal es el título: ¿por qué Modisto de señoras? ¿No debería de ser “modista”? Lo alegamos mucho con los correctores de Novedades y uno de ellos, el Profesor Mendoza, le asestó a Manuel Gutiérrez: ¿acaso decimos dentisto, futbolisto, beisbolisto? Aunque sea hombre, debe de ser Modista de señoras.

                Pasados los años, sólo esa película debía de admitirse con el barbarismo.

                En efecto, los diccionarios de la época, incluso el de la Real Academia de 1970 sólo aceptaba “modista”; el Corripio, que debería de ser el oficial para el mundo de la edición, registra “modisto” pero como barbarismo; sólo que el DRAE de 1992 ya acepta “modisto” como “hombre que se dedica a la confección de vestidos de mujer”. Para los que se dedican al diseño de la ropa de hombre está el adjetivo “sastre”, pero no sé si las mujeres que diseñan ropa masculina deben ser llamadas “sastresas”; finalmente, el DRAE llama o llamaba “choferesas” a las mujeres que conducían autos (de manera profesional). Pero no, le dicen “sastra”; así de ridículos. Y en ninguna edición reciente del DRAE admiten beisbolisto, futbolisto o dentisto.

               

Modisto es una de las palabras que muestran que la RAE y los redactores del DRAE se ponen blanditos a la hora de ser estrictos con el lenguaje, y comienzan a ceder ante las costumbres o las imposiciones, o ante la corrección política. Y una de esas corrientes sale a relucir en estos tiempos, en que se pretende lograr la equidad no con el equilibrio en salarios, en la importancia de los puestos de más responsabilidad en empresas y gobiernos, en que no se menosprecie la capacidad de las mujeres en todo tipo de actividades.

                Desde hace mucho tiempo se recalcó que ciertos adjetivos resultaban elogios para los hombres y vituperios para las mujeres: los ejemplos clásicos: un hombre apodado “zorro” describe a alguien astuto, ingenioso (como el ahora ya no padre de la Patria Miguel Hidalgo y Costilla), divertido, mientras que una “zorra” es una mujer de cascos ligeros, por no decir prostituta; un “hombre público” es alguien de renombre, famoso o cuando menos popular, mientras que una “mujer pública” describía a una prostituta; un hombre que conquistaba a muchas mujeres era admirado por su atractivo, su elegancia, su físico agradable, y que resultaba irresistible para ellas, por macho o malditillo, y una mujer con muchas conquistas ya no digamos simultáneas, sino que se le supiera que haya tenido más de cinco novios (aun si fueran formales) era considerada una mujer fácil de conquistar y de convencer; un hombre con múltiples experiencias sexuales era visto como algo normal, mientras que a una mujer que no fuera virgen antes del matrimonio ya se le consideraba devaluada; y hay muchísimos más ejemplos de lenguaje denigrante para la mujer aunque para el hombre fuera elogioso.

                Hay otros ejemplos: la RAE tardó mucho en feminizar no profesiones, sino el título que se le debería dar a una mujer que ejerciera la misma que un hombre; todavía en 1970 el DRAE no aceptaba “ingeniera”, “jueza”, “doctora” (aunque sí médica); una ingeniera era la mujer del ingeniero; una abogada era la esposa del abogado; una jueza era la mujer del juez (una venganza de zarzuela: en el “Duelo de paraguas” el hombre da su nombre y la pretendida pregunta ¿el actriz?, y él contesta “el actor”; otro ejemplo: los actores ejercían su atractivo sobre las mujeres seduciéndolas y abandonándolas; una actriz de inmediato era juzgada pecadora aunque los prejuicios la inhibían o dejaban su atractivo para actos ocultos y censurados).

             Que ahora haya más presencia femenina en casi todos los ámbitos profesionales no aminora la agresividad del lenguaje; en el mejor diccionario actual de sinónimos, los correspondientes a zorro son, en uno de sus apartados, disimulado, artero, taimado, astuto, camandulero, pícaro, pérfido, fullero, marrullero, sagaz, mañoso, ladino, hipócrita, vulpino; los sinónimos de zorra: prostituta, fulana, ramera, puta, cortesana, tía, pingo, pelandusca, coima, buscona, calientacamas; para ahondar más, los sinónimos para cortesano son: palaciego, palatino, noble, aristócrata, hidalgo, caballero, patricio, camarero y menino; los sinónimos de cortesana: manceba, prostituta, ramera, mujerzuela, meretriz, hetera, puta, zorra, buscona, pelandusca, calientacamas, horizontal, tía, ninfa, pupila, bagaza, coima, entretenida, mantenida, pendanga y pingo. El desequilibrio es notorio.

             Ya iba siendo hora de desfacer entuertos y que no se cayera en discriminaciones; pero antes que la justicia etimológica o lexicográfica, buscaron una igualdad que no lo es: feminizar oficios, palabras, orígenes; hace unos días una ambiciosa política, al saludar el día del ejército, envió felicitaciones a “los soldados y las soldadas”; claro que no podía usar “soldaderas” porque tiene otro sentido, pero bastaba con decir “soldados”, que abarca todos los géneros; ya antes, un presidente en ejercicio habló de “los cetáceos y las cetáceas”; se ha llegado al ridículo de añadir el femenino de todo sustantivo o adjetivo masculino; en Argentina y en España han pedido que esa manera de hablar se traslade a las constituciones políticas de esos países, a lo que se han negado los académicos y legisladores, por el sobrecosto y por lo inútil de un gesto que en nada añade a la igualdad de género.

                (El único aceptable es el usado por Salvador Novo en un soneto incluido en Sátira, del que tomo los tercetos finales:

                Y como en el vestíbulo nefando
                sonara ronco y múltiple rugido
                ujieres acudieron en desbando;

                Y hallaron al Ministro divertido,
                verónicas y estoques acordando
                con mozos –y con mozas— del Partido.)

 

Lo que en los primeros 60 años del siglo XX, para no hablar de otros siglos que no vivimos, ser macho es ser mexicano, altivo valiente y bravo a ver quién lo tomaba a mal; ahora el machismo es alguien que se burla de las mujeres, las sojuzga y les impide el paso a puestos y salarios superiores; machismo es despreciar a las mujeres sólo por serlo, con el riesgo de que quien reprende a una mujer por un trabajo mal hecho es sojuzgado, considerado injusto, gansteril, aunque tenga razón en la reprimenda. Desde entonces comenzaron a señalar al macho mexicano, a lo que se respondía con argumentos contundentes: en el reino animal hay tres especies: macho, hembra y hermafrodita; no soy hembra ni hermafrodita, por lo tanto soy macho; y nací en México, por lo tanto soy macho mexicano…

                Que ya haya juicios legales o sociales no significa que hayan terminado las injusticias laborales, sociales, sexuales, sólo que hay un elemento nuevo: cualquier elogio del hombre puede ser interpretado como insinuación sexual; decirle guapa o hermosa a una compañera de trabajo conlleva el riesgo de ser acusado de acosador, de que detrás del elogio haya una intención sexual, y que cualquier oferta de trabajo está aparejada con un pago en especie. Nada dicen de las insinuaciones de las mujeres, agravadas si se dirigen al jefe o capataz…

 

Las palabras llevan una carga indisociable, aunque haya cambiado a lo largo de los últimos años; si antes se presumía de ser macho, ahora admitirlo es admitir una culpa aunque no se cometa delito ni agravio; al contrario, en muchos lados muchas mujeres consideran que deben otorgárseles cargos aunque no sean más capaces que el jefe; las secretarias ya no guardan secretos para auxiliar a sus superiores en sus funciones, más bien aspiran a suplirlo oficial u oficiosamente. Y semánticamente, ser secretario, a menos que se trate de un cargo político, era y es denigrante, sospechoso de inversión sexual.

                Así, a finales de los años sesenta, ser modisto, palabra que no existía para la RAE y menos para el DRAE, era calificado de homosexual, palabra y conducta que ha dejado de ser denigrante en esta tercera década del siglo XXI. Y ya es admitido en la RAE y en el DRAE aunque aún no admitan ni una ni otro dentisto, beisbolisto o futbolisto, ni dentista es ser esposa de un dentisto…

 

Ni la RAE ni el DRAE califican, sólo definen, pero en 1969 decir “modisto” calificaba a un hombre que ejercía un oficio aparentemente destinado sólo a mujeres; por lo  tanto, era homosexual, maricón, invertido, joto… 52 años después el chiste pierde gracia, aunque ni Mauricio Garcés ni los otros modistos de la cinta perdieron gracia aunque haya que ver la película en un contexto diferente…

                En el Casares, que desde luego no registra “modisto”, ni modista como esposa del modisto, hay una curiosa errata: en Poesía se registra poeta, y poetista, que seguramente hará enojar a muchos, menos a quienes se dedican a pescar erratas o moscas (en el lenguaje de la corrección: Martí Soler las coleccionaba, igual que Tito Monterroso); desde luego, en el Corripio no se incluye “poeta” como mujer del poeto.

                Hay curiosidades: se acepta presidenta como mujer que preside algo, pero en 1972 la segunda acepción era “mujer del presidente”; asistente, desde entonces y ahora, acepta el femenino, asistenta, pero las definiciones son poco recomendables: mujer que sirve de criada en una casa donde no reside y cobra por horas; y sigue siendo la “mujer del asistente”.

 

La insistencia de la igualdad lexicográfica ha tenido simpatía entre la gente, pero se puede pensar que no seguirá durante mucho tiempo; un aprendiz de periodista le sugirió a Mario Vargas Llosa que para sintetizar una frase, en vez del machista “todos” usara “todes”, y puso cara de ofendido ante las carcajadas del escritor y tuvo que aguantar la explicación del masculino que abarca ambos géneros. Pero abundan quienes usan todes, todxs y hasta tod@s, incluso en editoriales que se suponen serias. Hay excesos aún más excesivos: ya se habló de las soldadas, pero algunas hablan de las miembras de la jurada, y otras que se refieren no a las maestras, sino a la cuerpa de maestras. Su ignorancia no las ha llevado a resolver un dilema: ¿habrá que hacer nuevas ediciones del Quijote, de Romeo y Julieta (¿o será Julieta y Romeo?), de Ulises? ¿Cuál será el resultado? Por lo pronto, será una buena oportunidad para que lean esos libros por una vez en su vida.

                Con frecuencia se afirma que la RAE ya aceptó lo que llaman “lenguaje inclusivo”, repudiado por académicos y en especial por Concepción Company, con muy buenos argumentos, pero insisten con tanto ardor como cuando las poetisas se ofenden cuando se les refiere con el término poetisas, e insisten en que se les diga “la poeta”, barbarismo rechazado por Seco, Corripio y desde luego por Casares, pero el DRAE ya acepta, en sus últimas ediciones, que poeta ya no es un hombre que escribe poesía, sino una persona que la escribe y que tiene talento para hacerlo; despuesito sigue poniendo poetisa pero en un lugar y una definición vergonzantes (ojo: fijarse que para mencionar dos palabras diferentes y de diferente género en plural se pone primero el masculino, después el femenino y el plural es masculino; de eso no reniegan).

                Desde luego, ni la RAE ni el DRAE han caído en el error de aceptar “el y la”, “los y las”, “las y los”, ni mucho menos “todes, todxs o tod@s [impronunciables, dice Company Company de los dos últimos], pero hay editoriales que invitan a ver “todxs sus libros”…

 

La principal razón para repudiar el adjetivo-sustantivo poetisa es porque afirman que es denigrante; para designar a los malos poetas, hombres y mujeres, existe poetastro, bastante elocuente; poetisa (no poetiza) está en todos los diccionarios, incluidos los más recientes del DRAE: está en todos los Corripio, Casares, Seco; éste afirma que ya en la época “clásica” se le decía poetas a las mujeres, pero al lado de otros adjetivos, sustantivos y pronombres denigrantes; y el Diccionario de dudas de Seco, de 1961, afirma que decirle poeta a una poetisa es sólo una moda; el Nuevo Seco, de 2011, es más contundente: sólo se admite cuando se habla, en plural, de poetas, hombres y mujeres, pero al hablar sólo de ellas es claro: poetisa.

                Más contundente aún: Juan Domingo Argüelles afirma que así como el femenino de sacerdote es sacerdotisa y no “sacerdota”, el femenino de poeta es poetisa; también lo afirma Martínez de Souza, y sobre todo María Moliner quien en su Diccionario de uso del español no admite poeta en femenino: es poetisa.

             Pero las “poetas” han invadido hasta donde no deberían: la tercera edición (o segunda, porque la segunda era sólo reimpresión sin cambios de la primera) de Antología del Modernismo (2020, Ediciones Era), hacen que José Emilio Pacheco le diga “poeta” a María Enriqueta, cuando en primera y segunda ediciones le dice poetisa… Es imprescindible que para editar a alguien, hay que conocer su obra; quien “modernizó” el adjetivo-sustantivo-pronombre poetisa para María Enriqueta (“con el mismo tono que sus contemporáneos [Urbina Gutiérrez Nájera, Othón] y que los Contemporáneos [Novo, Villaurrutia, Pellicer], María Enriqueta dio el tono femenino a unas generaciones que buscaron una nueva sensibilidad en un México que se desgarraba persiguiendo un cambio definitivo…”), desconoce que Pacheco escribió: “Varias amigas me han dicho que ven una injuria machista en el término poetisa y piden que las llamemos simplemente poetas. Con Luis González de Alba creo, por el contrario, que es un acto de respeto llamar poetisas a las mujeres que escriben poemas, así como decimos la doctora y no la doctor, la abogada y no la abogado, etcétera. (“Poetisas del Japón, Aproximaciones, Libros del Salmón, 1984, pág. 145).

 

Hay quienes dictaminan que el lenguaje debe de modernizarse, ¿pero imaginan la tarea enorme e inútil de agregar “los y las” (o “las y los”, para mayor corrección política) en libros como El amor, las mujeres, la muerte y otros temas, Cien años de Soledad, Madame Bovary o peor, Guerra y paz?

            Y el colmo del lenguaje feminizante: aunque la pandemia se debe a un virus, un coronavirus, y la enfermedad se llama Covid 19, ahora los diarios lo llaman “la covid”. 

domingo, 17 de mayo de 2020

¿Dios está de vacaciones?

Uno de los episodios más recordados de la televisión, gloriosa, de los años cincuenta y sesenta, Dimensión desconocida, narra la desventura de un hombre, perseguido por esposa y colegas por su afición por leer, y que es el único sobreviviente de una tragedia, una hecatombe, que destruye la vida humana, porque la explosión lo encuentra en una bóveda subterránea donde no entra la explosión ni la contaminación; para su desgracia se le rompen los lentes sin los cuales está completamente ciego.

La única noción que tenía de la “Gripe Española” que hace poco más de un siglo diezmó la población mundial, era la vida de la excelente escritora Mary McCarthy, huérfana ella y su hermana a causa de aquella enfermedad que abarcó medio mundo; en Memorias de una joven católica relata no esa tragedia familiar y mundial, sino las consecuencias, el mal trato de sus parientes que la condujeron a la rebeldía y por ende a la literatura. Todo lo demás son recortes periodísticos, pero no soy rata de hemerotecas; hay que recordar que en aquella época México vivía más los terrores de las luchas entre facciones revolucionarias, y las carencias de alimentos, ropa, vida común y corriente pesaron más que los fallecidos por una enfermedad que no tenía antecedentes cercanos.
            Conozco otros relatos estremecedores condensados en una cinta mala pero ejemplar, en la que un hombre debe sustituir a Dios por unos días, y se pregunta si antes Dios se había ausentado por vacaciones, y viene una respuesta contundente: ¿te acuerdas del siglo XIII?
            Apenas comenzado el sexenio los que vivimos más en los libros que en la vida real nos estremecimos con la noticia de que los nuevos inquilinos de Palacio Nacional estaban aterrados por la cantidad de gatos que andaban por los jardines de lo que fue la residencia presidencial y luego sólo las oficinas del Poder Ejecutivo, y pensamos que sólo era una muestra más de su ignorancia, pues desconocían las consecuencias sufridas en la Edad Media cuando decidieron exterminar a los gatos en Europa, y en pocas semanas llegó la Peste Negra que exterminó a más de la tercera parte de la población del mundo conocido entonces. Y fue un presagio de que México viviría una tragedia que exterminara a gran parte de la población.
            Cuando llegan las cifras de la cantidad de contagiados y quién sabe por quién, uno se estremece; pero se aterra al ver que entre los ya centenares y luego millares de fallecidos se encuentran amigos, conocidos, gente a la que uno admira por su obra, por sus acciones, por su simpatía; el sentimiento es de inseguridad y al rato de incertidumbre; si en la Edad Media la tercera parte de la población resultó afectada, ¿ahora qué porcentaje abarcará por la velocidad y la contundencia de un virus que no se conocía y luego resulta que sí, y que fue por culpa de las costumbres exóticas en el Lejano Oriente (uno de mis mejores amigos vive allá, y nos cuenta que comen de todo, si corre); que la ignorancia y la prepotencia de los gobiernos o de los gobernantes contribuyó a que hubiera más enfermos; que las noticias alentadoras de los científicos son desmentidas al día siguiente; que ya pronto se acabará lo más grave, en unos cuatro o cinco meses, y que mientras nos atengamos a lo que Dios diga, si es que no está de vacaciones?

Al leer la excelente obra de Adolfo Gilly, Felipe Ángeles, el estratega (Ediciones Era, 2019) uno entiende la angustia vivida por la ciudad de México en 1911, cuando los disparos de la Ciudadela daban en todos lados menos en Palacio Nacional; cuando la gente salía en busca de alimentos y se topaba con una bala perdida; cuando muchos hombres quedaron atrapados en sus oficinas o en otras casas, y durante esos diez días (no quince, como afirman los historiadores ignorantes) no supieron de sus parientes, y luego se enteraron que fueron quemados sus cadáveres sin que hayan tenido culpa o responsabilidad; esos relatos, ya leídos en libros de Fernando Benítez, Katz, Brading, Knight, Ross, Silva Herzog, Blanco Moheno, Martín Luis Guzmán y sobre todo Alfonso Reyes, parecían lejanos, ya superados.

Nos invade una nueva palabra: pandemia, que al principio sonó menos fuerte que epidemia, pero ahora suena a confinación, a encerrona, al aviso de una división social, a la inminencia de una crisis económica como se vivió de 1911 a 1915, en que las familias emigraban a provincia y de nuevo a la ciudad de México (que iba de Izazaga a Peralvillo y del actual Circunvalación a la calzada de la Verónica, hoy Circuito Interior). A familias que de un momento a otro se arruinaron; a familias que se desintegraron (nada tan patético que aquella cinta, Vino el remolino y nos alevantó, con una canción premonitoria: “haremos de cuenta que fuimos basura, vino el remolino y nos alevantó”), y al mismo tiempo quienes se aprovecharon y se beneficiaron y se hicieron millonarios a costa de la mayoría, y de los políticos oportunistas que incrementaron sus fortunas.

A los que no somos activistas nos tomó desprevenidos: por cuestiones de edad nos ven feo los que se piensan jóvenes; tenemos restringidos los horarios, y vemos cómo disminuyen las provisiones; ¿llegará el momento, como en la rebelión de 1854, en que la gente abandone a sus mascotas y a los viejos a la buena de Dios, como insinúan las autoridades sanitarias?; ¿llegará un momento en que los científicos consigan una vacuna que cure de este virus a costa de la braquicardia o de un tumor fulminante en el hígado? ¿Habrá quién confiese sus pecados pensando que ya llegó a su fin, y luego resulte que no?
            En lo personal no me queda más que la lectura, la música y películas viejas; pero en una de esas ocurrencias en que la tecnología falló, me quedé sin los retos diarios, sin noticias frescas, víctima de la escasez de ingenio de quienes programan cine por tv, a ver las mismas cintas toda la semana, y dobladas y además con letreritos; como me niego a escuchar música por internet, debo elegir por la mañana los discos que disfrutaremos todo el día, con la condición de que le gusten a Gibbs, nuestro tiránico gato, y contestar que no, que por mucho que fuera amable Óscar Chávez no fuimos tan amigos como para escribir una crónica de nuestros encuentros y que desenmascare sus travesuras; que conocí a Yoshio y disfruté de su simpatía y buena voz; que fui uno más de los muchos amigos de ArturoTrejo, mejor amigo que escritor, y miren que es un excelente escritor; que no conocí a Pilar Pellicer pero sí a su hija.
            Como la peste que azotó en Londres hace cuatro siglos, ésta revela quiénes son solidarios, quiénes egoístas; quiénes ayudan al prójimo, quiénes buscan su beneficio personal; la ineptitud de los gobernantes, en especial de América Latina, los llevará a su ruina y serán expuestos como los verdaderos culpables, como revela el diario de Daniel Defoe; y como en ese libro, difícil de leer en estos momentos por lo actual de la problemática, y también como en esa época, la escasa empatía de quienes en razón de su edad se creen invulnerables, incapaces de cooperar.

Todo eso se hace más difícil porque el primer día de la contingencia se cayó un miserable, casi insignificante tornillo de mis anteojos, y el que pusimos de repuesto también se cayó, y no tengo otro repuesto, y los anteojos de remplazo amenazan con doblarse, caerse, y dejarme inútil para el cine por tv, para leer, y como una incapacidad devela las otras, tampoco podría oír bien.

Soy un no creyente; más hereje que ateo, pero no creo que las oraciones sirvan más que como consuelo y confort, pero si de algo sirve, estoy dispuesto a ser menos descreído si alguien logra que Dios regrese rápido de sus vacaciones, y que nuestros actuales gobernantes sean castigados por su ineptitud y su torpeza política y social (aunque no por eso deje de ser hereje).

jueves, 9 de abril de 2020

El gesto más femenino


Desde el libro de Álvaro Custodio, hasta los más recientes títulos de Jorge Ayala Blanco, he sido lector de los críticos del cine mexicano; desde el entusiasmo acrítico de Carlos Monsiváis hasta los amargados que rechazaban todo excepto Buñuel. Y creo que he visto tanto cine como ellos, por gusto más que por obligación; y así como cito al azar frases de novelas y poemas o canciones cuando alguien me confiesa algún episodio turbio o inconfesable de su vida, también digo, casi inconscientemente, frases de alguna película; carezco de expresión corporal, entonces no imito el gesto festivo de Andrés Soler cuando pellizca la nalga de alguna extra, ni me hago el disimulado como cuando Pedro Infante pasa atrás de una fila de asistentes a una fiesta y respingan todas las mujeres (¡en una cinta de Fernando de Fuentes, él, que trata a sus personajes femeninos con tanta delicadeza!), ni menos puedo quebrar la cintura como Juan Orraca al exclamar “qué mortificación” en Me ha gustado un hombre, o como Arturo Martínez cuando exclama “de limón la never” en Quiéreme porque me muero, ni sé llorar en silencio como Sara García.
            He leído miles, quizá decenas de miles de páginas sobre cine mexicano, y otras tantas sobre otros cines, y sé cómo han cosificado a la mujer: desde la abnegada y sufrida esposa que a lo mejor días antes de morir estalla y le hace ver a su viejo todo lo que la ha maltratado, hasta la mosquita muerta a la que le sorprenden en su jugarreta para casarse con un buen partido (y lo peor de todo, sin necesidad); sé que hay apenas una variedad de papeles femeninos: la esposa que se aguanta todo, la que se arrepiente de no arrepentirse en el último momento, hasta las jovencitas desenfrenadas que tendrán que pagar con la humillación y obligar a los padres a pagar una deuda nomás por confiar en la sinceridad de un hombre; reconozco la escasa variedad de papeles de Yolanda Varela (quien sólo en una cinta, la peor de su carrera, enseñó las pantarraf, que es el primer paso a la perdición), sé que María Félix sólo tuvo una expresión facial verosímil en toda su carrera; que Dolores del Río muestra las ganas de bailar con Fred Astaire cuando debe aguantar al malencarado Pedro Armendáriz, siempre con la cursilería a flor de piel; sé que Marga López sólo es verosímil cuando se aguanta las lágrimas o cuando se arrepiente de haber dado un mal paso; sé que Rosita Arenas invita al soft-porn con su expresión coqueta, y que Rosita Quintana va a sorprender a su marido cuando le salga lo machorra.
            Todos los críticos, en especial los mexicanos, ha escrito lugares comunes sobre los personajes femeninos, pero a todos se les ha pasado el gesto más común en ellas: lo hacen maravillosamente Sara García y Prudencia Griffel; con él muestra su masoquismo Andrea Palma; es el último acto de Ema Roldán antes de rebelarse; es el gesto con que se esconde la inconformidad de Angelines Fernández; es la aceptación de Silvia Derbez de que la juventud se fue, y no lo hace Silvia Pinal porque es demasiado libre, ni siquiera cuando está dispuesta a todo con tal de divorciarse de Cruci; aunque pudiera pensarse que está reservado para las esposas que ya no son recién casadas, lo han hecho casi todas las actrices de cuando el cine era cine; lo hace incluso Pedro Infante pero pasa inadvertido; lo hace con gracia Julián Soler, y es del que se salva Joaquín Pardavé, nomás eso faltaba.
            Estoy asombrado de que no lo haga notar en ninguna de las cintas reseñadas o estudiadas por Emilio García Riera, de que se le haya pasado a Jorge Ayala Blanco, de que Monsiváis, tan fijado, no lo haya resaltado, y ni pensar en las pocas cintas mexicanas reseñadas por José de la Colina, mucho menos Francisco Sánchez y está muy lejos de haberlo observado el rebelde sin causa Luis Arrieta Erdozáin. Mucho menos lo hacen notar las mujeres, no digo críticas, cuando menos reseñistas: lo han hecho casi todas las actrices: salen inesperadamente de la cocina, requeridas por el esposo colérico a causa de un mal hijo o de una hija engañada; o cuando llega un visitante al que no esperan; cuando surge un imprevisto y debe enfrentarse al destino: secarse las manos con el delantal: ése es el auténtico gesto de sumisión, de abnegación, de resignación; lo hacen hasta las intrusas que entran a trabajar de sirvientas a casa del amante, nomás por quitarle lo coscolino y hacerle ver que la esposa seca los trastes mejor que ella; lo hacen hasta las farsantes que quieren desenmascarar y poner en aprietos a quien le hace propuestas indecorosas.
            Desde luego, y me expongo a que las lectoras me refuten y muestren que esa escena se repite en algunas novelas, no hay en la literatura, al menos para adultos, que las mujeres se sequen las manos porque vieron interrumpidos sus quehaceres, que en general se limitan a lavar los trastos después de comer.
            Las mujeres modernas, al menos las protagonistas de las novelas de Jorge Ibargüengoitia, se abstienen de esa labor meramente femenina porque son personajes de la cultura; otras, porque hubo una intrusión que impide la función de los delantales (o mandiles), que consiste en que ya no son de tela sino ahulados; por ello, ya no se secan las manos. La modernidad las alcanzó.

viernes, 27 de diciembre de 2019


También a JEP lo seguían las erratas

José Emilio Pacheco tenía la costumbre de enmendar las erratas más visibles, cuando alguien le pedía que le dedicara algún ejemplar de alguno de sus libros.

La tarde de un lunes de mayo de 1970 (una semana con pocos días hábiles porque el 1 era lunes, festivo, y el viernes era 5, en esas épocas, también festivo, por lo de la batalla de Puebla con lo que el puente natural era enorme; no estaban ni Benítez ni Rojo, sólo él y una visita: Juan Manuel Torres), en el tapanco de la casona en Vallarta 20, domicilio de la revista Siempre! y en donde, alrededor de una mesa no muy grande, Fernando Benítez, Vicente Rojo y el propio Pacheco (y ocasionalmente Carlos Monsiváis) revisaban originales, los marcaban, los corregían, y Rojo los imaginaba sobre las sábanas que formaban el suplemento La Cultura en México, le puse enfrente un ejemplar de la segunda edición de El viento distante, lo tomó y buscó la página 62, en el relato “La reina” y con su flair negra enmendó una errata; en vez de “…llegaste para que nadie dijera que me cortejeabas…” tachó la e sobrante y quedó “cortejaba”; se fue a la página 93, “Virgen de los veranos”, y en el segundo párrafo de esa página, el sexto renglón, agregó un “de” para que fuera la frase verdadera, “[dán-]dome órdenes paquí y pallá como si de verdá…”; aun se fue a la página 105, de “No entenderás”, y en el cuarto renglón del último párrafo tachó “botes” y en su lugar, con letras mayúsculas pero diminutas puso “latas”; tres erratas en un libro no es para alarmar a nadie, excepto para los que habitan el país de los editores y correctores.

En Ediciones Era no había la costumbre, ni la hay, de anotar quién era el responsable de la edición, pero es de creer que el libro lo corrigió el mismo Pacheco, quien siempre se mostró orgulloso, aunque discreto, de su oficio de editor. Era el responsable, ante la indiferencia de Monsiváis, de las correcciones en La Cultura en México.

Ese mismo día me firmó El reposo del fuego, primera edición (que compré por 13 pesos, seguramente en la Librería Zaplana), del Fondo de Cultura Económica, 1966, aún regido por Arnaldo Orfila Reynal, y que estuvo a cargo el propio Pacheco, según reza el colofón. Tampoco hizo enmiendas a Los elementos de la noche, publicado por la unam en 1963, en la colección Poemas y Ensayos dirigida por su jefe y amigo Jaime García Terrés; la edición estuvo al cuidado de Jesús Arellano y del propio Pacheco.

Jesús Arellano, uno de los poetas más curiosos que ha existido en México, era un excelente corrector, autor de un manual de corrección que no ha perdido actualidad excepto por el hecho de que los libros ya no se hacen en linotipo (que exigía más cuidado, pues una letra de más o de menos no podían condensarse, como ahora con los libros hechos en computadora, y no con programas tipográficos, como el Compugraphic, a principio, en los años ochenta). Y Arellano estuvo al cuidado de la Antología del Modernismo, una de las mejores que se han hecho en México, y que es motivo de esta nota.

El cuarto libro que me autografió esa tarde fue No me preguntes cómo pasa el tiempo. Fue el tercer ejemplar de ese libro que compré; me gustó muchísimo y quería que mis amigos lo leyeran, así que le di un ejemplar a Patricia Proal y después otro no recuerdo si a Rubén Maní o a Arturo Olvera. Y para no seguir comprando, le pedí a Pacheco que me lo firmara, y él me dijo que prefería no hacerlo para que lo siguiera obsequiando. Ese ejemplar, libro preferido entre casi todos sus lectores, también sufrió enmiendas: en “Crónica de Indias”, en el verso “a cuando natural se nos opuso” corrigió: cuanto, con tinta negra; cuando la vi le dije que ya la había advertido. Puso cara de simpatía y asombro, y me dijo: “me da gusto que la haya visto”. En “Vanagloria o alabanza en boca propia” aumentó: “Infatigable”; quedó “infatigablemente”. “Mejor que el vino” mejoró con un acento que falta en el último verso: “a guardar tales ansias para solo tu lecho nocturno” a “a guardar tales ansias para sólo tu lecho nocturno”.
Es de recordar que, como Gabriel Zaid, Pacheco tampoco aceptó las sugerencias de la Real Academia de la Lengua en cuanto acentos que considera innecesarios, y los siguió usando. En las “Aproximaciones” aumentó con “Sobre la traducción de Robert Lowell” el título “De la ‘Décima Sátira’ de Juvenal”. Y en el epígrafe de “Legítima defensa” agregó el artículo “the” en la última línea: “For time is endless and the world is wide”. Tres erratas y dos añadidos en todo el tomo no son para avergonzar a nadie, pero a Pacheco lo atormentaron. Mi edición tiene tres dedicatorias, la de 1970, una posdata de 1980 y otra del mismo 1980, meses después.


Irás y no volverás, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1973, bajo un equipo ya comandado por José C. Vázquez, tiene en cambio diez erratas, entre moscas (término para describir una letra de más, o una por otra, o acentos inútiles), títulos incompletos, versos incompletos, marcados minuciosamente en mi ejemplar por la mano de Pacheco; no describiré sino una sola anotación: la leyenda en el colofón donde dice que fue el propio Pacheco quien corrigió el libro, quedó, gracias a una dele, “La edición no estuvo a cargo del autor”.


Islas a la deriva, publicada por Siglo XXI Editores, sin ninguna errata, proclama orgullosa que la edición estuvo a cargo de Martí Soler y el propio Pacheco.

A partir de entonces Pacheco no me dejó adquirir sus libros: o me los entregaba en un restaurante o me los hacía llegar mediante la editorial, algunos dedicados, otros después, previa cita, como dice el pleonasmo más citado en estos tiempos. Los dos últimos, me dijo con un tono de asombro, que sólo yo los había reseñado. Regresaré después con sus diferentes Tarde o temprano, uno de ellos, el único revisado por mí, en circunstancias simpáticas (pese a que, por diferentes versiones, se me adjudicaron varios, pero era más un mensaje de amistad que otra cosa).

Morirás lejos, su extraordinaria novela a la fecha no valorada como se merece, tiene varias anotaciones, casi todas curiosas; como era costumbre en Joaquín Mortiz, una de sus editoriales favoritas, no se consigna el nombre del responsable de la edición; también como se sabe, el trabajo sobrepasaba a don Joaquín Díez-Canedo y a Bernardo Giner de los Ríos, y entonces favorecían a diferentes escritores a quienes encargaban dictámenes (con resultados variables), redacción de las solapas o la corrección del manuscrito o de las páginas (también con resultados variables; eso se sabe por indiscreciones de Vicente Leñero en el peor de sus cuentos; por una reseña de José de la Colina a Desconsideraciones, de Juan García Ponce, y mi experiencia: en Equipo Creativo hicimos las portadas de algunos libros, en especial Cadáver lleno de mundo, de Jorge Aguilar Mora); la primera de varias erratas que Pacheco marcó en mi ejemplar está en la primera página: fútbol; para los lectores actuales debe sorprenderles que lo haya corregido suprimiendo el acento, porque ahora varios periódicos, como El Universal, usan el acento en esta palabra, lo mismo que en beisbol, y sobre todo, las televisoras y las agencias noticiosas usan ese acento hispano y argentino, pero que en México no debe usarse, tal y como atestigua el Diccionario de la Real Academia Española; en la penúltima página hay otra corrección: ideal por “irreal”, que en efecto cambia el sentido de la frase.


Pero hay otras marcas: en la página 50 un de por un en; en la 94 suprimió una coma; en la 111 suprimió una n y en la 135 cambió un de por un en. Nada que cambiara el sentido, pero no dejó de marcarlos.

Esa primera edición vio enmendadas esas erratas diez años después, en la segunda, de 1977; por alguna razón, que mucho me asombra aún, José Emilio deseaba que yo tuviera el primer ejemplar (fuera de los suyos) de esa edición, y no envió los siguientes, ni siquiera a Noé Jitrik, a quien está dedicado, hasta no asegurarse que ya estuviera en mis manos; ejemplar que leí como si fuera la primera vez que leyera la novela, y me siguió fascinando, aunque no tanto como la tercera, ya en Ediciones Era, con el asombro de que fue en esta versión cuando entendí todas las referencias, los juegos, los párrafos espejo, los homenajes a varios escritores, y la verdadera intención del libro, Me duele no haberlos entendido antes, para comentárselos.

En El principio del placer, primera edición, en Joaquín Mortiz, hay también unas pocas erratas, marcadas por él: un asterisco que faltaba en la página 30, del relato que da nombre al volumen; un Schubert por el Schumann que estaba equivocado, en la 102; un stories por el stores en la 103; en la 117 enmendó un comprarlo en vez de compararlo. Pero entre esta primera edición y la segunda de Ediciones Era hay un cambio importante: en vez del “A Arturo Ripstein”, cacofónico, queda “Para Arturo Ripstein”, ya no cacofónico aunque subsiste la sinalefa, inevitable, sin embargo.

Caso curioso: los cambios en las dedicatorias, que deben diferenciar los lectores, tanto en Morirás lejos como en Las batallas en el desierto, pero más curioso el de Tarde o temprano, segunda edición, de 2000, que añade un crédito curioso: “Edición de Ana Clavel”, aunque en el colofón hace constar que la edición estuvo al cuidado de Gerardo Cabello, legendario editor del fce, Mario Aranda y Ana Clavel; pese a los tres lectores, se escaparon seis erratas, que en su momento hice llegar a Pacheco y él a los encargados; nueve años después apareció una tercera (aunque en los créditos se dice que es cuarta) edición, con el crédito de Ana Clavel como editora; hice constar que repetía seis erratas, aunque diferentes de la edición anterior; Pacheco me dijo que eso era muy curioso, porque se había usado la misma tipografía electrónica de la edición anterior, y las nuevas erratas no venían en los libros añadidos, cuya tipografía electrónica fue proporcionada por Ediciones Era, y estaba limpia; me pidió que le dijera los errores, para que la edición definitiva, en España, apareciera completamente limpia. No he podido conseguir la edición, no sólo por afán de coleccionista, sino por tener una edición en donde yo hubiera intervenido, aunque fuera mínima y anónimamente.

La más grave de todas sus erratas estuvo, y está, en la Antología del Modernismo, cuya primera edición apareció en la Biblioteca del Estudiante Universitario, de la unam, en 1970, y que preparó en Canadá; antología extraordinaria, tanto por el estudio que hace de la época, del Modernismo, y de los autores incluidos; una de las cuestiones más importantes es la reivindicación de Amado Nervo, al que había atacado en su primera antología, La poesía mexicana del siglo xix, editado por Empresas Editoriales, a cargo de Rafael Gimenes Siles, uno de los grandes héroes del libro español y luego del mexicano, y por el entonces más famoso crítico literario, Emmanuel Carballo.

Son muchas las cualidades de la Antología del Modernismo, desde la actualización de la lectura de muchos poemas, como la selección misma de los poemas, la explicación histórica de los poetas, los poemas, algunas frases, que hacen que el lector entienda poemas llenos de misterio, o desentraña la historia de algunos escritos, como el “Idilio Salvaje” de Manuel José Othón, aunque se abstiene de algunas explicitaciones con sentido erótico, como en muchos de los poemas de Ramón López Velarde, y en especial, el prólogo extraordinario que ubica a los Modernistas mexicanos en el contexto político, sobre todo los que por una u otra causa apoyaron a Victoriano Huerta (y que cobra actualidad en estos momentos, en que el presidente de la República descalifica a los intelectuales y científicos y los compara con los que atacaron a Madero y “prefirieron a Díaz o a Huerta”). Por donde se le vea, es una antología extraordinaria, inigualable aunque las dos reediciones de la antología del siglo xix, ambas para Promexa de René Solís, Patricia Bueno, Pilar Tapia y otros, sean bastante buenas, como lo es Poesía modernista, poco conocida y un tanto limitada.

En los párrafos finales de la Introducción Pacheco agradece la “particularmente ardua corrección de pruebas” a cargo de Maruja Valcarce y Jesús Arellano, y además de la lectura previa de Miguel González, Porfirio Martínez Peñalosa, Julio Ortega, Fernando Rafful y Juan Manuel Torres, Pacheco acota que Antonio Acevedo Escobedo, Miguel Capistrán, Enrique Caracciolo, Ernesto Flores, Henrique González Casanova, Ernesto Mejía Sánchez, Carlos Monsiváis, Ernesto Prado Velásquez (coautor del primer Diccionario de Escritores Mexicanos), Efrén Rebolledo Jr., María del Carmen Ruiz Castañeda, Kazuya Sakai (sic), Rodolfo Usigli y Héctor Valdés le proporcionaron “datos que no habían aparecido en ningún otro libro” y de la abrumadora bibliografía al pie de la nota correspondiente a cada poeta, que revela cientos de lecturas.

La primera edición, en dos volúmenes, constó de 5,000 ejemplares, que se agotaron en relativamente poco tiempo; la misma unam, en coedición con Era, publicó una segunda edición siete años después, de la que Pacheco se mostró a disgusto, porque no le habían consultado, según me dijo, para hacer correcciones; no fue sino hasta hace poco menos de dos años, cuando emprendí la relectura de la Antología, que me percaté del error: en la página xlv, al hablar de José Juan Tablada y la Revista Moderna, específicamente el poema “Misa Negra” (no incluido en la Antología), menciona una carta a Jesús Urueta, Marcelino Dávalos, Alberto Leduc, Francisco M. de Olaguíbel y José Peón del Valle “para condenar la hipocresía de un público que tolera garitos y prostíbulos y se alarma ante un poema erótico”. ¿El lector encuentra el error? Ante la ausencia de la reedición de la Revista Moderna en la colección que auspiciaron José Luis Martínez y Jaime García Terrés de las Revistas Literarias Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, sólo hay tres posibles fuentes, a las que los editores no acudieron para verificar la cita, pero es accesible en todo caso en Diálogo de los libros de Julio Torri, y en Obra completa, del mismo Torri, ambos publicados por el fce. En su “Discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua”, Torri menciona a los editores de la Revista Moderna, Urueta, Leduc, Olaguíbel, Peón del Valle y Balbino Dávalos. A todos los lectores, correctores y consejeros se les fue el error.

Es muy explicable que se confundan los dos Dávalos: más o menos contemporáneos (1866-1951, Balbino, fue poeta, ensayista y traductor, y editor en varias revistas de la época, entre otras la Revista Moderna de México / Marcelino, 1871-1923, fue poeta, narrador y dramaturgo y colaborador de las mismas revistas); ambos, poco conocidos y me parece que no editados en el México actual.

Pero la carta que mandó Tablada (“Cuestión literaria. Decadentismo”) se publicó el 15 de enero de 1893 en El País, y como señalan destacadamente Julio Torri y Pilar Mandujano Jacobo en El artista en la sociedad moderna, uno de los destinatarios de la misiva es Balbino Dávalos. Mucho después de las primeras dos ediciones, apareció el tercer tomo de las Obras Completas de Tablada, ahora a cargo de Adriana Sandoval y que recoge la Crítica literaria, y donde está la susodicha carta, en la página 61, y el primer destinatario es Balbino Dávalos.

La errata o error se repitió en la segunda edición de la Antología del Modernismo, y que Pacheco esperaba que se agotara y que afirmaba no haber aprobado, pero se perpetúa en una muy reciente tercera edición, ahora por Ediciones Era y El Colegio Nacional, a cargo del novelista José Ramón Ruisánchez. Será hasta la cuarta edición que se corrija ese error.

Es de notar que como a su escritor favorito (uno de ellos), Alfonso Reyes, a Pacheco lo seguían las erratas.



Para Joaquín Díez-Canedo Flores y Jesús Quintero


martes, 1 de octubre de 2019

Mal pensado que es uno


La poesía nació para cantarse, y de hecho la lírica fue, desde el principio, la más popular. Y si la poesía canta de los sentimientos, es lógico que se detenga, y disimule, en el amor erótico; pocas veces es explícito (Neruda, López Velarde, Rebolledo, Lugones), pero cuando lo es, no hay manera de disfrazarlo.

            Intentaron disimularlo en su forma popular, en las canciones; la música ayuda a distraer al escucha, pero si se pone atención, es sorprendente cómo se describe el amor físico, o cuando menos cuando se pide, se ruega, se exige.

            Basta con recordar a los cantantes más populares para encontrar unos cuantos ejemplos: la arrogancia de Jorge Negrete al presumir “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”; la metáfora en voz insinuante de Pedro Infante: “yo quiero ser un solo ser y estar contigo”; la petición demandante de Javier Solís: “llévame si quieres hasta el fondo del dolor, hazlo como quieras, por maldad o por amor” (o sea…); la sugerencia rotunda de Agustín Lara (“te dije muchas palabras, de esas bonitas con que se arrullan los corazones; pidiendo que me quisieras, que convirtieras en realidades mis ilusiones”); la picardía de Rubén Fuentes (“cariñitos de un instante, y no volverlos a ver… los amores más bonitos son como la verdolaga; nomás les pones tantito y crecen como una plaga; y tienes otra ventaja si cultivas este amor; que cuando ya se te pasa con un jalón se acabó”); las insinuaciones del autoerotismo (“voy a apagar la luz para pensar en ti” “porque yo disfruto aun sin tu presencia”: Armando Manzanero); la elegancia de Luis Arcaraz (“soy prisionero del ritmo del mar, de un deseo infinito de amar y de tu corazón”); la fresez de Lolita de la Colina (“qué muchacho vivaracho, eres todo un pulpo”); las confesiones vergonzantes (“que fui paloma por querer ser gavilán”) o la confesión de cuando ya no (“soy un volcán apagado”); o el orgullo de los amores prohibidos (“tú me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas… de tu mundo raro y por ti aprendí”; “qué más da que la gente nos diga: conozco a los dos”) o la plena vulgaridad (“así le baja tu hermana al otro buey su maicito” de, quién lo dijera, Lorenzo Barcelata, quien también proclama: “quiero que sepas cuando oigas estas coplas, que tú ya no soplas como mujer”).

            Los mexicanos no son los únicos que llevan sus súplicas a la canción: en 1960 Elvis Presley (Now or never), y en 1964 Roy Orbison (Pretty woman), exclamaron “Be mine tonight", aunque ya antes Cole Porter había dicho “Let’s Misbehave”, e Irving Berling anunció “Heaven, I’m a heaven”, explícito de una canción muy explícita: Cheek to cheek. Y la muy sensual Kate Bush condensó en cinco minutos todo el monólogo final de Molly Bloom del Ulysses, que es una de las partes más pornográficas del libro, según el criterio de las autoridades estadounidenses de los años veinte y treinta.

            Se sabe que cuando invitaron a los Rolling Stones a un programa gringo les pidieron moderación, y entonces cantaron “Let’s mmmmmm the mmmmm together”, pero no disimularon el “sé que me satisfarás como yo te satisfaré”. Pero ellos hasta en las portadas de los discos eran atrevidos, y en su primer éxito inmortal hablaron del sitio de las chicas atrevidas.

            Pero no se esperaban que los Beatles fueran también explícitos: “I’m to make love only with you”, dijeron en su primer disco, lo que era falso, porque le advertían a sus esposas o novias que los cariñitos de un instante, en giras, no contaban como infidelidades.

            Y disfrazaban sus aventuras sexuales en canciones como Ticket to ride, Please, please me, I’ll keep you satisfied, Day Tripper, incluso en Twist and shout (hay que recordar que rocanrol y twist describen movimientos sexuales).

            No tanto como The Doors, que eran unos obsesivos con el sexo: Enciéndeme, Puerta trasera (sí, lo que nos imaginamos), Ámame dos veces; Está bien buena… Ni siquiera podemos hacernos disimulados con un conjunto tan fino como Turtles, que dice, sin tapujos, Happy together, que puede ser felices juntos, pero no juntos y felices; es más adecuada la traducción Orgasmo simultáneo, título similar a la canción de John Lennon aunque firmada por Beatles, Come together.

            Aunque nada es tan vulgar como una canción colombiana en una versión de Pedro Infante: “Que me está diciendo la condenada / ese mordisco no sabe a nada… chupa que chupa que es más sabroso”, o una de la primera época de los Locos del Ritmo: “Qué dirían de mí, qué dirían de ti, que diría la gente si me viera todo el día haciéndote el amor, el amor, haciéndote el amor, el amor”.



Mal pensado que es uno.




domingo, 17 de marzo de 2019

Imprecisiones cinematográficas de Carlos Monsiváis


En un ensayo publicado en Nexos, cuando se rendía homenaje nacional a Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco dijo que, al revisar la bibliografía de su amigo, desconocía varios de los títulos, aunque seguramente no el de Principados y potestades, el primero de los que publicó, pues fue editado por Librería Madero, en la que Pacheco publicó varios  volúmenes breves que no están considerados ni siquiera por sus más entusiastas seguidores. Ese pequeño tomo no está en la bibliografía oficial de Carlos. En principio, algunos de esos títulos los tengo, unos por la generosidad del  propio Carlos, y uno, rarísimo, por la de Eduardo Langagne. Pero me faltan varios.

                En la más reciente edición de la desastrosa feria de Minería encontré el más reciente de esos títulos, integrado por sus escritos sobre cine: Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, compilado por David R. Maciel y con el sello de la Cineteca Nacional; fechado en 2017, aunque en la página legal se dice que es de 2018, y en el colofón se confirma que terminó de imprimirse en febrero de 2018. Comparten créditos el gobierno de la República y la ahora tan desacreditada Secretaría de Cultura. La edición estuvo a cargo de la Subdirección de Publicaciones de la Cineteca, con muy mal tino, más bien con inexperiencia. Por fortuna tiene un insólito tiraje de sólo mil ejemplares, por lo que los editores tienen oportunidad de corregirlo para una segunda edición.

                En su autobiografía precoz, Monsiváis afirmaba que cuando aceptó conducir el celebérrimo programa de Radio UNAM, El cine y la crítica, no sabía nada de cine. Muchos de los textos incluidos en este volumen lo demuestran.

                En primer lugar, era aficionado al cine, y perteneció al grupo de cinéfilos que en los años sesenta editó una revista, Nuevo cine, pero sus conocimientos estaban limitados por sus aficiones popsociológicas; ve, más que filmes, buenos o malos, conductas masivas, reflejos de la historia patria, máscaras en vez de rostros, personajes en lugar de actores; cae en el lugar común de afirmar que el cine mexicano es malo, pero no da razones técnicas o estéticas, sólo míticas.

                Para comenzar por el principio, el antologador debió de haber leído el material antes de entregarlo, porque hay textos que parecen repetidos; no lo son, porque tienen pequeñísimas diferencias, pero es que Monsiváis entregaba casi los mismos textos a diferentes revistas (no sólo de cine: un célebre ensayo, “He leído un artículo formidable pero no ha sido éste” lo publicó primero en La cultura en México y después en Eros); pero aparte de estos casos, parece el mismo porque siempre se refiere a las mismas cintas: Allá en el Rancho Grande, María Candelaria, Enamorada, Distinto amanecer, Ahí está el detalle, Calabacitas tiernas, una y otra vez. A lo largo de los años es incapaz de variar su visión, y siempre dice lo mismo de Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río, Fernando Soler, Sara García, Joaquín Pardavé; algunas vagas menciones a don Andrés Soler no reparan las omisiones: Andrés Soler nunca tuvo actuación mala, aunque no siempre en buenas películas.

                Conocido misógino, Monsiváis tiene preferencia por las actrices que hicieron de damas malas en las cintas de los años cuarenta y cincuenta (Ninón Sevilla y sus lugares comunes repitiendo lo que dijo Truffaut; Meche Barba, Rosa Carmina, Leticia Palma) sin destacar su erotismo, sólo sus bajas pasiones; no hay referencias a las heroínas, apenas unas vagas menciones, y no a las mejores ni a las villanas cuando se salen de su marco teórico; por ejemplo, no hay elogios por la Gloria Marín comediante, ni al Jorge Negrete festivo cuando se sale de su papel de charro noble (pareciera que sólo vio Historia de un gran amor y no La mujer que no miente o ¡Qué hombre tan simpático, ni de Negrete Un gallo en corral ajeno o Los tres alegres compadres).

                Cuando habla de Fernando Soler sólo importan sus papeles de padre enérgico que vive días  trágicos por el mal comportamiento de su hijo consentido, y a veces, del padre que sucumbe a la tentación de una mala mujer, pero no hay palabras para el extraordinario bailarín de conga, rumba o de bailes típicos en los que coquetea con las campesinas; Sara García sólo llora en silencio, pero no hay menciones a la abuela consentidora, ni a la simpática vecina chismosa, ni a la que pronuncia una de las mejores frases del cine mexicano: “viejas tenían que ser para ser tan chismosas”, o la que baila muy alegre una polka con Soler o un son con Antonio Espino; desde luego, alguien que se proclamó como la imagen viva del joie de vivre de la Cuatlicue, y que no le entraba a las tarántulas (cita que ahora pocos entenderán), no iba a reparar que el baile más cercano a las alturas de Fred Astaire es el paso del avioncito que se revienta Andrés Soler en Las viudas del chachachá.

                Pudibundo y mojigato, Monsiváis no entiende los albures o los acosos sexuales de Cantinflas, o los de Tin Tan (el primero, diciendo a Carolina Barret, Christiane Martel, Amparo Arozamena  o Alma Rosa Aguirre que están bien buenas; el segundo, haciendo insinuaciones eróticas a Silvia Pinal, o a Rosita Fornés, quien apenas aguanta la risa), y omite cuando Pedro Infante admira los traseros de Irma Dorantes y Carmelita González, o cuando Antonio Badú exclama, a mitad de una canción, “ése es mi hermano el chiquito” y que, alburero, Infante simula asombro antes de contestar “¿eh?” (por eludir la censura no dijo “¿mande?”).

                Para Monsiváis no existe picardía en el cine mexicano, que la hay hasta en los más amargos melodramas; no hay menciones a las caras de José María Linares Rivas o Carlos López Moctezuma llenas de turbación al admirar los traseros de Gloria Marín o de Lilia Prado (un destacado poeta mexicano dice que a Prado “la debe la heroicamente insana costumbre de hablar solo”) (paréntesis obligatorio, y a propósito de pum, ese verso se lo corrigieron a Carlos Monsiváis en su segunda edición de la Poesía mexicana del siglo xx). Para Monsiváis, todo nuestro cine es trágico, aun el cómico, y se pierde a Manolín y Schillinski, a Borolas, y a toda una inmensidad de actores que hicieron el deleite de los espectadores; no cita siquiera a Mauricio Garcés, y eso que éste lo cita, junto a José Luis Cuevas, en Modisto de señoras, aunque Monsiváis dice “modistos”, cuando la palabra correcta es “modistas”. Se perdió al Caballo Rojas, al Flaco Ibáñez, a Zayas, a Carmen Salinas y ciertos momentos de Sasha Montenegro y de cierta Julissa (“para eso son, pero se piden”).

                Aunque haya muchas referencias cinematográficas en muchos de sus escritos (alguna  equivocada: en su autobiografía dice que “una frase como ‘tócala otra vez, Sam’ es tan importante como ‘Desde lo alto de estas pirámides’”; se refiere a Casablanca, sólo que esa frase nunca la pronuncian en la célebre cinta ni Bogart ni Bergman), Monsiváis se enfrenta al cine como un espectador privilegiado por su inteligencia, no por sus conocimientos del cine.

                Incluso comete muchos errores: insiste en afirmar que la coestrella de Esquina, bajan y Ahí lugar para…dos (título mal citado todas las veces) es Amanda del Llano, quien sí fue protagonista junto a David Silva, pero de Campeón sin corona (en una reunión en el café París, con Anamari Gomis y Margarita García Flores el 10 de mayo de 1978, le señalé su error, pero nunca lo corrigió en sus escritos); afirma que la coestrella de Ahora soy rico es Silvia Pinal, quien es protagonista secundaria de Un rincón cerca del cielo, pero no de la secuela.

                Tiene errores de apreciación; afirma que Los hijos de María Morales es un desastre, que los Soler también lo son, y que Escuela de rateros es una de las mejores comedias de Pedro Infante, cuando allí tiene una de sus peores actuaciones; en su escala de mitos no coloca en ningún sitio a Emilio Tuero, quien representó durante un lustro a la clase pobre en ascenso a media-baja, y entre los villanos apenas menciona de paso a Alfonso Bedoya y dedica unas cuantas palabras de elogio a Miguel Inclán, pero le pasan inadvertidos  Arturo Martínez, López Moctezuma, Linares Rivas; y no se diga la ausencia de las mujeres, excepto a las que cataloga como ídolos prehispánicos; Silvia Pïnal aparece sin su desenfreno, su desparpajo, su natural erotismo desbordante que pone a temblar a Tuero, en una película mala que se salva sólo por esos instantes cercano a la impudicia (Pinal presumiendo sus hermosas piernas, Martel su escote prodigioso); ¿qué sería de Resortes sin Lilia Prado, de Tin Tan sin Rosita Quintana o Ana Berta Lepe, de Rafael Baledón sin Lilia Michel? ¿Y las comparsas Chicote y Agustín Isunza? ¿Y los indispensables extras Carlhillos y Hernán Vera, tal vez los extras más prolíficos y no sólo del cine mexicano? No se sabe: en este libro no existen.



Pero hay otro aspecto peor: a los textos a ratos divertidos aunque sean repetitivos y también a ratos desabridos, hay que sumar la pésima edición: no sólo las erratas, que persiguieron a Monsiváis en varias ediciones (la primera de Amor perdido llevaba una nota alarmante en las dedicatorias: piedad para la errata), aquí aparecen casi en cada página: pareciera que escanearon los textos, y pasaron el corrector de Word 2007; breve enumeración: en los epígrafes del primer ensayo compilado, “El cine nacional” se dice “Si una mujer nos traiciona, pues la perdonamos y ya, al fin y al cabo es mujer…”; la frase real de Jorge Negrete es “Cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz, al fin y al cabo es mujer…”; otro epígrafe es: “Quiubo, ¿se es o no se es?”, bien citado, pero se dice pronunciada en Carisma, cinta inexistente; la dice Negrete en Canaima; a Herman Bellinhausen le cambian el apellido a Hellinhausen, y hay una variación de acentuaciones como muestrario de lo que no se debe hacer, así como títulos y palabras cambiadas al gusto del escaneo sin cuidado y de una revisión nada profesional. Y hay datos que asombran: Monsiváis afirma que la segunda edición de la Historia documental del cine mexicano de Emilio García Riera, publicada por la Universidad de Guadalajara, tiene 22 volúmenes, aunque en realidad son 17, más otros dos de autoría colectiva. Y así, una cantidad de errores entre leves y graves, y casi todos corregibles.

                Una tipografía pequeñísima, difícil de leer sin confusiones, y un interlineado desafiante, podría explicar la abundancia de erratas; sin embargo, no justifica los errores de Monsiváis que un buen editor podría haber corregido; Monsiváis se lo hubiera agradecido.



Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, por David Maciel, 2018, 285 pp, Gobierno de la República, Secretaría de Cultura, Cineteca Nacional.